Metamorfosis de la memoria: La pérdida de voluntad en el agua de Alan Valdez
La aparente calidad del vacío del color blanco invita, por sí mismo, a soñar.
Cristina Rivera-Garza
El disco de Newton es un dispositivo cuyos principios básicos, se sabe, son el movimiento y la refracción. Cuando uno gira la circunferencia —dividida por sectores en rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo, violeta—, y gracias al fenómeno de la persistencia retiniana, comprueba una vez más la síntesis aditiva del color: la suma total de la luz en máxima proporción con el espectro visible siempre resulta en blanco. Esto quiere decir que, salvo casos excepcionales —dado que el ojo humano prototípico responde a longitudes de onda de 380 a 750 nanómetros—, todos los tonos del arcoíris en combinación producen luz blanca. El color negro, en cambio, obedece más a la ficción que al método científico: la oscuridad absoluta, es decir, la ausencia de luz, únicamente es posible en las proximidades del colapso gravitacional de una supernova.
En La pérdida de voluntad en el agua de Alan Valdez, la luz también abre los objetos, rasga las cosas, se repite una y otra vez. No habita espacios cienciaficcionales ni tampoco místicos, produce imágenes, acompaña a una voz poética que edifica un mundo alrededor de los colores y el movimiento: “La sombra es lo que la luz no alcanza a entender de nosotros”. Así, la poética particular de este poema-libro aborda el paisaje, la familia y la otredad mediante el encuentro vis-à-vis con el pasado, el vicio de la repetición y la sorpresa. Posee una especie de tótem: el agua que, en cualquiera de sus fases, es fundamental para la construcción del poema a modo de hidrosfera extendida, habitación ideal para acoger a la memoria y la nostalgia.
En este poema de largo aliento, el poeta cuestiona también las fronteras tradicionales del género. La prosa poética dialoga con el verso libre, mientras que el tono lírico conjuga todos estos espacios a partir del ciclo hidrológico, sus fases y propiedades —físicas, químicas y hasta biológicas. Alan Valdez propone, en La pérdida de voluntad en el agua, un axioma fundacional: la nieve, por más densa que sea, siempre vuelve a ser agua. Pero sea en el afluente de algún río extranjero, en una enorme zanja de hielo o en la espesa bruma de cualquier mañana costeña, para el poeta este flujo de movimiento no es sino la aparición constante e inevitable del recuerdo: “La sombra es el presente de las cosas”.
Por esa misma razón, la luz atraviesa todo: lo blanco, el paisaje, la memoria. La pérdida de la voluntad del agua no es otra cosa que el silencio, lo inmóvil, el vacío al que la soledad condena al lenguaje. En lo estático radica su gran debilidad: si un río no fluye, el agua se evapora, se seca. En ese sentido, Valdez presenta un poema dinámico, con palabras submarinas, pero al mismo tiempo oraciones que respetan a cabalidad la tensión superficial del agua: “Creo en la idea de que toda escritura es asimilación”. A ratos, el discurso interior se apodera del espacio del poema y navega furioso por el Leteo, solo y sin nombre, murmurando una letanía familiar cuyo origen es la lengua.
Sin embargo, en otro momento, la voz poética de La pérdida de voluntad en el agua declara: “Esto no es alegoría de nada”. Al mismo tiempo, en el poema las lenguas son islas, cuyo ejercicio de navegación lo establecen las palabras. Así como el agua en su fase líquida posee la capacidad de adoptar la forma del recipiente que la contiene, en el libro de Alan Valdez los nombres no son las cosas, porque las cosas pierden su forma cuando se dividen. Tiene que existir el movimiento: “La quietud solo es vacío”. Precisamente por eso el lexicón del poema-libro se compone de fuentes, nieve, olas, hielo, humedad, gotas… Todo un campo semántico que flota en círculos concéntricos alrededor de una piedra que recién entra en el agua.
Al principio del poema-libro la luz se desprende de la nieve y se repite en las superficies, indecisa, con la misma paciencia con que se filtra el agua por una pared. Más delante, cuando el hielo se fractura, con él también se fragmentan las palabras: “El lenguaje es solo humedad inscrita en la pared de este cuarto”. Hacia el final, el ciclo hidrológico —desde la congelación a la fusión, el vapor o el fluido—, como metáfora posible de la memoria, posee la misma libertad que tiene una gota de volverse círculo al tocar el agua: metamorfosis, cambio, adaptación intrínseca. Sin embargo, el agua no puede dividirse porque, como el fuego, lo amorfo es algo completo en sí mismo: “La memoria no tiene forma, es solo en nosotros”.
La fuerza de La pérdida de voluntad en el agua radica, sin lugar a dudas, en la capacidad de Alan Valdez para zambullirse en el espectro visible de una gota de agua y, desde ahí, como un rayo de luz que atraviesa microscópico cada una de las fases del ciclo hidrológico, aislar las propiedades —físicas, químicas y hasta biológicas— de la memoria. En un poema-libro cuyos principios básicos son el movimiento y la refracción de la luz, las capacidades del lenguaje aumentan su espectro visible. En ese sentido, la voz poética propone una metamorfosis de la memoria en estado líquido, sólido o gaseoso, con claroscuros, en blanco y negro, y desde luego, también a todo color. Así como el disco de Newton permite recomponer el blanco a partir de los otros colores primarios, este poema-libro hace del ciclo hidrológico un tótem, del lenguaje un mantra, y de la memoria un espacio ideal para lo efímero y dinámico.
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