Max Horkheimer o el eclipse de la razón
¿Hace cuánto tiempo que el concepto de “la razón” no nos sirve para pensar nuestra realidad? ¿Habrá hoy otras formas de nombrar el efectivo atropello de la razón? Quizás la línea se ha movido hacia la “verdad” y sus variantes apócrifas, la “posverdad” o lo que yo llamo “ideoverdad” (ideologías que producen sus supuestas “verdades”, frecuentemente en su propio idiolecto). Y también me parece que más allá de las condiciones del saber y de la razón (y su mercantilización o instrumentalización), la discusión más rica hoy en día está en el campo de la subjetividad. La pregunta por la razón parece ser más digna del siglo pasado.
Vale la pena, sin embargo, regresar a ciertos debates para iluminar parte de lo que puede estar sucediendo hoy y para entender cómo mutaron los saberes, dadas las nuevas configuraciones subjetivas y del poder. Por eso, creo que es productivo esbozar la trayectoria del nacimiento, apogeo y eclipse de la razón. Sobre todo, porque se trata de la historia de la filosofía y su narrativa convencional que suele seguir la siguiente trama: la historia de la filosofía occidental está marcada por un giro racionalista desde Platón y Aristóteles, que comenzó como una sistematización en contra de los sofistas, a lo largo de la Edad Media el debate se volvió teológico, hasta llegar a Descartes, y quizás tuvo su gran clímax en el siglo XVIII, el llamado siglo de las luces o “de la razón”. El siglo XIX y el siglo XX fueron acaso la consolidación y finalmente el eclipse de la razón, a manos del positivismo, la metafísica y el fascismo que la llevó a sus últimas consecuencias. Esta es la simplificación de la narrativa de la razón instrumental occidental que propone el filósofo alemán Max Horkheimer (1895-1973).
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Max Horkheimer nació en 1895, en el seno de una familia judía conservadora. Fue el único hijo de Moritz y Babette Horkheimer. Su padre era un exitoso empresario, dueño de fábricas textiles al norte de la ciudad de Stuttgart. Siguiendo el plan bien trazado de su padre, Max dejó la escuela en 1910 y se volvió aprendiz del negocio, con miras a tomar las riendas de las fábricas en el futuro. Pero como todo en plan bien trazado, los desvíos resultaron ser lo más productivo. Cuando la Primera Guerra Mundial comenzó, Max era ya gerente en la fábrica familiar, pero mientras otros combatían en las trincheras y los trabajadores perecían por las largas jornadas laborales a Max lo plagaba una sensación de culpa por su posición privilegiada. Esta sensación y visión crítica de su clase no nació de forma espontánea, sino gracias a una constelación de lecturas que formaron su visión crítica. Había estado leyendo, por influencia de su mejor amigo, a críticos naturalistas de la sociedad burguesa como a Ibsen, Strindberg y Zola, a revolucionarios sociales como Tolstoy y Kropotkin, los aforismos de Schopenhauer y la Ética de Spinoza. Todo esto configuró su visión adolescente que buscaría seguir la vitalidad del amor y apelar a la conciencia de los privilegiados. Y para colmo del plan paterno bien trazado, Max comenzó una relación amorosa con la propia secretaria privada de su padre, Rose Riekher, quien no sólo era hija de un hotelero empobrecido, sino que era ocho años mayor que él y era una gentil (no era judía). Max se casaría con ella años más tarde y esto abrió una brecha insoldable durante años en la relación de Moritz con su hijo Max.
Enfermo, Max Horkheimer fue testigo del colapso de Alemania y de la Revolución de Noviembre desde la cama de su sanatorio en Múnich. Poco después, en 1919 comenzó sus estudios universitarios en Fráncfort y decidió dedicarse a la psicología, filosofía y economía. Una vez acabó su doctorado, Max Horkheimer le dio el tiro de gracia al plan de su padre y quedó muy claro que seguiría de forma definitiva una carrera académica. Para su “habilitación” como profesor, escribió un libro sobre Kant. En 1930 lo nombraron profesor de filosofía social en Fráncfort y ese mismo año tomó la dirección del Institut für Sozialforschung (Instituto de Investigación Social).
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Lo que hoy conocemos como “teoría crítica” se fraguó en el Instituto de Investigación Social de Fráncfort. Al grupo de pensadores alrededor de este instituto también se les conoce como la “Escuela de Fráncfort”. Este año también se conmemora el centenario de la fundación del Instituto de Investigación Social, que se fundó en 1923. Los nombres que se asocian con la Escuela de Fráncfort son Theodor W. Adorno, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Leo Löwenthal, Friedrich Pollock. También hay otros pensadores cuya obra se escribió alrededor del movimiento, como la de Siegfried Kracauer, Alfred Sohn-Rethel, Walter Benjamin, Ernst Bloch, entre otros.
La teoría crítica, en breve, es diferente de la “teoría tradicional” porque tiene un propósito práctico específico: está aliada con los movimientos de emancipación, busca liberar a los seres humanos y transformar las circunstancias que los oprimen. Desde sus orígenes, busca combinar las ciencias sociales y una mirada materialista marxista con el rigor filosófico, y en sus análisis no se limita a ciertos campos de estudio, sino que amplía su mirada a la historia, la política, la sociología, la moda, la cultura y el arte, entre otros campos de estudio.
Los primeros ensayos de Max Horkheimer en la década de 1930 fueron los que definieron esa extraña postura de la teoría crítica. En el primer discurso de Horkheimer que sentó las bases para su dirección del instituto (“La situación actual de la filosofía social y las tareas de un instituto de investigación social”) se pueden detectar al menos tres elementos clave: una crítica tanto de la metafísica filosófica como del positivismo científico, una búsqueda de entendimiento del papel de la razón en los movimientos de emancipación y una propuesta de un método interdisciplinario de investigación social. La cuestión que para Horkheimer era importante plantear era “la pregunta por la relación entre la vida económica de la sociedad, el desarrollo psíquico de los individuos y las transformaciones en el campo de la cultura” que de cierta manera implica reformular la “vieja pregunta por la relación entre la existencia individual y la Razón general, entre la realidad y la Idea, entre la vida y el Espíritu, solo que traída a una nueva constelación de problemas, con los métodos y el conocimiento que tenemos hoy a nuestra disposición”.
La crítica de la metafísica y de la ciencia (el positivismo y más adelante el formalismo) tiene que ver con la apertura de un espacio para la teoría crítica, para que opere ahí una forma de investigación social materialista. La relación entre la filosofía social y la ciencia no es una en la que la filosofía construye una “teoría de la Totalidad” y las ciencias “se ocupan de largas y aburridas constelaciones de hechos individuales” que “desembocan en el caos de la especialización”. Lo que idealmente busca la teoría crítica es “una permanente interacción dialéctica entre la teoría filosófica y la praxis científica”. Esa frágil pero crítica dialéctica fue el centro del proyecto de la “teoría crítica”.
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Los detalles de cómo funciona tal “interacción dialéctica” es el proyecto que Horkheimer desarrolló durante su exilio en los Estados Unidos, en la década de 1940. En 1947 publicó su libro más conocido, en colaboración con Theodor Adorno, Dialéctica de la ilustración. De forma individual, el mismo año publicó Eclipse de la razón, que apareció primero en inglés (dado que Horkheimer y el Instituto se establecieron en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial). Este último libro incorpora y expande una serie de conferencias que dictó en la Universidad de Columbia en 1944. En ambos libros, Horkheimer elabora una descripción crítica de cómo la razón se reduce a irracionalidad cuando enfatiza cuestiones instrumentales. Es decir, cuando la razón se vuelve sólo “razón instrumental” a la que le importa sobre todo determinar los medios para llegar a ciertos fines, sin nunca cuestionar esos mismos “fines” en sí mismos. De esta manera, la “razón instrumental”, desde la Ilustración en adelante, busca sobre todo dominar a la naturaleza. Aquello que no sea medible o formalizable a través de la ciencia no entra dentro de la cuadrada imagen del mundo que se nos presenta como la única imagen verdadera del mundo.
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Quiero detenerme un momento para considerar la metáfora del “eclipse” de la razón. Porque en la raíz de la metáfora puede leerse el hilo de una narrativa histórica en la que en cierto momento de clímax se ocluye la “luz” de la razón que iluminaba al mundo y que era una suerte de faro triunfal que alumbraba a la humanidad. ¿Pero qué cuerpo ocluye a la razón? Eso no queda tan claro. Algunas posibilidades, desde el punto de vista de la teoría crítica, de lo que oculta al sol de la racionalidad, serían: la matematización de la naturaleza, el triunfo de la reificación capitalista, el fetiche de la tecnología, la burocratización, la nueva racionalidad de la gratificación, el fascismo y el pensamiento positivista. Todo eclipse eventualmente se acaba y es un suceso momentáneo. Sin embargo, parecería que, en la narrativa de la teoría crítica, al menos desde la perspectiva de Horkheimer, no queda ninguna ilusión de que la razón objetiva, liberada de su instrumentalización, brille una vez más en el horizonte. Vivimos en un eclipse permanente de la razón, algo sigue ocultando a la luz. Quizás porque una enfermedad autoinmune, desde sus inicios, ya plagaba a la razón.
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Algunos años después de la Segunda Guerra Mundial, Max Horkheimer regresó a Alemania y dirigió de nuevo el Instituto de Investigación Social de Fráncfort de 1949 a 1958. Hacia el final de su vida, Horkheimer regresó a una de las figuras filosóficas que lo inspiraron en su juventud, Arthur Schopenhauer. Después de Eclipse de la razón no escribió ningún otro libro, sino que solo dictó conferencias y se dedicó a reunir sus notas y aforismos, dejando de lado la búsqueda de cualquier sistematicidad. En sus notas, hay un baile que juega en un vaivén entre el pesimismo y la inutilidad práctica de la filosofía pero que también llega a plantear que la teoría crítica es fundamental para la educación de la sensibilidad crítica. Max Horkheimer murió el 7 de julio de 1973, hace cincuenta años.
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Las sociedades modernas occidentales suelen estar sumamente orgullosas de su pragmatismo. Y la razón sigue plagada de la enfermedad que la sigue eclipsando, como bien diagnosticó Horkheimer. En la era del capital, todo se coloca en la esfera de los medios. Incluso el arte y la crítica se han transformado en mercancías culturales. El sujeto muchas veces se coloca como individuo y se vuelve un medio, un instrumento, para otros fines (para llegar a cierta “productividad”, o “eficacia material”) y no es un fin en sí mismo. Si hubiera una posibilidad de cambiar la narrativa filosófica y finalmente hablar de la inmanencia de las verdades, de sujetos y del goce, me parece que podríamos salir de este atolladero que continúa eclipsando la trama de la razón. Para proponer nuevas tramas y redescubrir las corrientes subterráneas de la teoría crítica que encuentren alternativas a la esclavitud que nos imponen los medios del capitalismo.