Más allá del poder y el rendimiento
En este texto, Juan Pablo García Moreno desmenuza los lados poco transitados de la soledad, ésa a la que muchos temen y pocos tienen el privilegio de vivir. La que provoca el autoconocimiento, la añoranza, el disfrute y la reflexión, en contraposición al mundo contemporáneo en el que las redes sociales ni siquiera nos dan licencia para empezar a extrañar a las personas que supuestamente queremos.
The time is shorter now for company,
And sitting by a lamp more often brings
Not peace, but other things.
PHILIP LARKIN
«Toda soledad es egoísta», sentenció Larkin en Vers de Société. Y me parece que en el momento en el que lo escribió tenía razón. La soledad voluntaria, aquella que se elige, conlleva necesariamente la renuncia a la compañía, asumiendo lo que implica para aquellos que se abandona. Sin embargo, es posible amar en soledad. Es posible pensar, añorar, desear al otro, desde el aislamiento. Más aún, la soledad magnifica los componentes melancólicos de la experiencia amorosa. La imposibilidad de un amor, de la reciprocidad del ser amado, o factores externos que lo impidan o lo terminen, es incluso un componente fundamental de las expresiones artísticas de aquello que entendemos por amor romántico.
Los tiempos, sin embargo, han cambiado. Y los días en los que Larkin escribió su poema —el no tan lejano año de 1971— han quedado atrás. En la actualidad, la soledad se ha convertido en un lujo. Una opción que, como el silencio, sólo se encuentra al alcance de aquellos con los bienes materiales suficientes para dejar de participar en el sistema de producción y consumo; o bien, para aquellos dispuestos a renunciar al mismo —con todas las consecuencias que esto conlleva.
No es una exageración afirmar que nunca hemos estado menos solos. Al contrario, resulta incluso una obviedad reconocer que vivimos en los días de la mayor interacción humana en la historia de nuestra especie, y que las conexiones que lo permiten no harán más que crecer, extenderse y ramificarse con cada día que pasa.
Notificaciones de mensajería instantánea, de noticias urgentes; avisos de reacciones a algo que dijimos o preguntamos o compartimos en redes sociales saturan las pantallas de nuestros teléfonos celulares, sumergiéndonos en un eterno presente. Nunca hemos estado menos solos y, sin embargo, nunca antes habíamos estado tan aislados.
En La agonía del Eros, Byung-Chul Han explora la viabilidad de la experiencia erótica en nuestros días. Su diagnóstico no es alentador. El neoliberalismo, a través de la uniformización de la sociedad, la degradación de la alteridad, la reducción de nuestros horizontes temporales y físicos, y la positivación sexual del amor, ha vuelto cada vez más difícil la experiencia erótica.
¿Es posible, en estas condiciones, amar? ¿Sigue teniendo sentido intentarlo?
EL INFIERNO DE LO IGUAL
No sé si sólo me suceda a mí, pero al parecer soy la única persona con una cuenta activa de Instagram que no está en Tulum. El ejemplo, lo admito, es burdo. Pero no por eso deja de ser ilustrativo. Cualquier persona que use esa red social puede comprobarlo: cientos de miles de fotografías, ordenadas de manera aparentemente aleatoria en un scroll infinito se vuelven completamente indistinguibles unas de las otras. Playas, paisajes, ciudades; celebridades o gente común, que lucra o que aspira a hacerlo con la exhibición de lo que aparentemente es un momento normal.
Cientos de miles de imágenes que pueden ser clasificadas en pocas, contadas, categorías. Todas venden algo: sean cremas para adelgazar o la apariencia de un estilo de vida. A primera vista, la cuadrícula interminable de imágenes puede parecer un desorden fragmentado, pero si se toma un poco de distancia puede apreciarse que describe una imagen coherente: una panorámica detallada de la homogeneización de los gustos, de los patrones de consumo, de los individuos.

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)
Nadie utiliza Instagram, o ninguna otra red social, intentando sorprenderse. Nadie busca encontrar algo o alguien completamente distinto. Nadie accede a ese flujo de información aspirando a hallar al otro. Al contrario: no sólo no buscamos al otro, sino que buscamos incesantemente proyecciones de nosotros mismos en el mundo. Ejemplos de validación y confirmación de prejuicios, actitudes, aspiraciones y fracasos, que, paradójicamente, tienden cada vez más hacia la homogeneización, hacia el aplanamiento.
Este páramo de la uniformidad es llamado por Han el infierno de lo igual[1], y describe a una sociedad en donde no sólo el amor, sino cualquier experiencia erótica, es imposible. Eros se alimenta del otro, requiere necesariamente de la alteridad para existir. Sócrates, recuerda Han, se refirió a sí mismo en tanto amado como Atopos, dado que: «El otro, que yo deseo y que me fascina, carece de lugar»[2]. El neoliberalismo y su producto, la sociedad del rendimiento, ha avanzado hacia la eliminación de la alteridad atópica, en donde «todo es aplanado para convertirse en un objeto de consumo»[3].
En una sociedad en la que no es posible encontrar al otro, el sujeto busca, al menos, encontrarse, reconocerse, a sí mismo en el mundo. Y para ello busca proyecciones de sí mismo en el exterior, que por su parte, le devuelve, como a Narciso, una imagen de sí mismo, en la que se ahoga. El resultado es una sociedad completamente narcisista, en donde la experiencia erótica es imposible. La consecuencia de ese narcisismo, argumenta Han, es la depresión, opuesta por completo al Eros.
La depresión es una enfermedad narcisista. Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro. Eros y depresión son opuestos entre sí. El Eros arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro. En cambio, la depresión hace que se derrumbe en sí mismo[4].
Vivimos, en teoría, en un momento en el que todos somos libres. Nadie, salvo nuestras propias aspiraciones y capacidades, dicta el límite de cuánto dinero podemos generar y acumular, o cuántos bienes podemos consumir. Si uno trabaja, se nos dice, el mercado demandará lo que hagamos y a su vez proveerá lo que necesitemos. En el infierno de lo igual, despojados de toda alteridad, es imposible amar. Es posible, sin embargo, consumir. Y si es posible consumir, es posible entonces cuantificar y medir ese consumo en la lógica del rendimiento.
De acuerdo a Han: «El amor se positiva hoy como sexualidad, que está sometida, a su vez, al dictado del rendimiento. El sexo es rendimiento. Y la sensualidad es un capital que hay que aumentar. El cuerpo, con su valor de exposición, equivale a una mercancía»[5].
La pesadilla neoliberal es trágica principalmente porque no es posible ver una salida —y al mismo tiempo es fácil pensar en su desarrollo factible. Lo mismo aplica para este aspecto específico de la sociedad del rendimiento. No es descabellado imaginar un futuro no muy distante en donde la positivación del amor en tanto sexualidad se lleve al extremo. Aplicaciones que midan tu rendimiento sexual a partir del número de encuentros; usuarios que intercambien calificaciones públicas —«colaborativas»— del desempeño sexual. Tal como sucede con el número de estrellas que determina el valor en el mercado laboral, o el jitomate que define el retorno de la inversión de una película, no es difícil de imaginar un sistema de reconocimiento en donde un número establezca tu lugar en la escala del mercado sexual.
De la misma manera en que no se puede consumir a alguien que se ama, es imposible amar a alguien que se consume. Frente al consumo no existe otredad; existe una representación asimilable al esquema de rendimiento. La positivación del amor es el primer gran riesgo para su sobrevivencia.
PRESENTE OPTIMADO
La homogeneización y la desaparición de la alteridad no es el único aplanamiento que amenaza la viabilidad de la experiencia erótica. De la misma manera que el otro se ha diluido, el tiempo y la distancia han ido desapareciendo. El amor, para serlo, implica aspectos y sensaciones negativas: es necesaria la ausencia para poder añorar; es necesario el futuro para imaginar o el pasado para recordar; es necesaria la distancia para ansiar el reencuentro.
Nada de lo anterior es posible en la eterna inmediatez que nos asedia por todos los costados. ¿Para qué un ser narcisista, volcado en sí mismo, querría experimentar las sensaciones negativas provenientes de la ausencia del ser amado teniendo a la mano gratificación instantánea? ¿Para qué entrar en contacto con la otredad, en muchos sentidos, de manera no placentera pudiendo cuantificar el rendimiento de su placer?
El individuo del rendimiento no puede esperar. Sabe que no tiene que hacerlo. Su horizonte temporal está limitado al instante: es su tiempo definido en sus términos. La otredad implica un tiempo distinto al propio cuya implicación es la inaccesibilidad permanente.
El deseo erótico está ligado a una presencia especial del otro, no a la ausencia de la nada, sino a la «ausencia en un horizonte del futuro». El futuro es el tiempo del otro. La totalización del presente como tiempo de lo igual hace desaparecer aquella ausencia que sitúa al otro fuera de lo disponible. […] El amor, en la medida en que hoy no significa sino necesidad, satisfacción y placer, es incompatible con la sustracción y la demora del otro.[6]
Todo parece indicar que nuestro progresivo aplanamiento temporal seguirá su curso. Soy uno de los así llamados nativos digitales y aún así me ha costado trabajo adaptarme a las redes sociales efímeras: videos de escasos segundos de duración que desaparecen a las horas de haber sido publicados. No es difícil imaginar que esa duración seguirá acortándose, enfocando nuestra concentración en un permanente instante cada vez más breve, más fugaz. Más vacío.
LA ANTIPODA DEL EROS
Existe un espacio en donde el carácter narcisista se encuentra con la anulación de la alteridad y la gratificación instantánea: la pornografía.
El portal pornográfico más visitado del mundo presume almacenar, hasta ahora, 10059,213 videos, equivalentes a 1,515,627 horas, o 173 años de reproducción continua[7]. Durante el año pasado, transfirió 118 gigabytes de información cada segundo[8]. Una persona podría pasar la totalidad de su vida, y después una o dos más, viendo videos de sexo explícito sin siquiera tener que repetir un solo fotograma. Cientos de miles de falos, culos, senos y rostros contorsionados únicos e irrepetibles desfilando frente a los ojos del onanista eterno. La opción existe, y una persona podría renunciar a cualquier tipo de interacción con otro ser humano, y de la realidad misma, con tal de entregarse a la monotonía, en este caso insufrible, de su narcisismo.

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)
El crecimiento de producción y consumo de pornografía no es casualidad, sino que es la consecuencia lógica de la positivación del amor como sexualidad. La pornografía, o de manera más general lo porno, es la exposición de la sexualidad en tanto mercancía. «El capitalismo —dice Han— no conoce ningún otro uso de la sexualidad. Profaniza al Eros para convertirlo en porno»[9].
La pornografía no sólo es un ejemplo ilustrativo de la desarticulación del otro en diversas categorías o subproductos, sino que además amenaza la viabilidad de la experiencia erótica por dos frentes: mediante la anulación de cualquier tipo de misterio, primero, y la sustitución de la fantasía por una falsa representación permanentemente accesible. «Lo obsceno del porno no consiste en un exceso de sexo, sino en que allí no hay sexo. La sexualidad hoy no está amenazada por aquella “razón pura” que, adversa al placer, evita el sexo por ser algo “sucio”, sino por la pornografía»[10].
No ha habido un solo año en el que disminuya el número de visitas al mayor sitio pornográfico: el año pasado fueron 28.5 mil millones.
GERMEN DE LO UNIVERSAL
Podría pensarse que la doctrina platónica, aquella en donde el Eros mueve el alma hacia la procreación de la belleza, debería ser suficiente para preservar la vigencia del amor. Pero la realidad demuestra que no es así. De ahí que el argumento de Han resulta tan convincente: las consecuencias de la ausencia del Eros son su mejor defensa y su reivindicación más urgente.
Pero sería algo absurdo que ésa fuera su única defensa. La reivindicación del amor debe pasar, también, por lo que activamente representa. Por un lado, es un refugio del utilitarismo: «El Eros es, de hecho, una relación con el otro que está radicada más allá del rendimiento y del poder»[11]. Reconocer al otro más allá de los límites del rendimiento —en donde se le ama y no se le consume— nos abre a la posibilidad de ser transformados por su alteridad.
«El amor es una conclusión absoluta porque presupone la muerte, la renuncia a sí mismo. La “verdadera esencia del amor” consiste en “renunciar a la conciencia de sí mismo, en olvidarse de sí en otra mismidad”» [12]. Esa renuncia, ese abandono, nos transforma y nos hace pensar no sólo en el otro sino en lo otro. «Es necesario haber sido un amigo, un amante, para poder pensar»[13], y acaso ahí resida su reivindicación más subversiva.
Notas
[1] Byung-Chul Han, La agonía del Eros, Herder. Kindle, posición 45-48.
[2] Idem.
[3] Byung-Chul Han, op. cit., posición 52-54.
[4] Ibid., posición 60-62.
[5] Ibid., posición 176-178.
[6] Ibid., posición 223-230.
[7] Celebrating 10 Years of Porn… and Data!, en https://www.pornhub.com/insights/10-years
[8] 2017 Year in Review, en https://www.pornhub.com/insights/2017-yearin-review
[9] Ibid., posición 439.
[10] Ibid., posición 389-390.
[11] Ibid., posición 156.
[12] Ibid., posición 321-323.
[13] Ibid., posición 678.