Tierra Adentro
El malecón después de la tormenta. Fotografía de Eugenia Montalván

Campeche, Camp. 14 de noviembre de 2013. El sábado llegué a Campeche a las dos de la tarde, cuando el sol pega directo sobre el Rincón Colonial, la típica cantina que, por supuesto, uno espera encontrar en la esquina de una ciudad costera/portuaria/caribeña catalogada como patrimonial, en pleno Centro, donde se posan como abejas en panal todas las líneas estéticas imaginables de una histórica ciudad fundada por españoles y restaurada por mexicanos sureños hace unos añitos; ustedes saben, arquitectura franciscana austera y monumental digna y orgullosamente realzada entre fachadas monocromas: verde musgo, mamey, amarillo-lumbre y azul añil, enfiladas hacia la desembocadura de los baluartes que aplacaron la furia invasiva de los piratas, como dice la leyenda o, en otras palabras, el disco rayado.

Demasiado rollo sobre aquellos héroes/rufianes que hoy, para sorpresa nuestra, aún son objeto de culto en esta ciudad, si no lo creen, vengan; se les han dedicado monumentos, forman parte de la decoración en los mejores hoteles  -Casa Don Gustavo, en la Calle 57 del Centro, da la bienvenida con una escultura en bronce atractiva para fotos y conversaciones íntimas. Dicen que este pirata sabe escuchar a los viajeros; de hecho, los abraza seductor, como se logra percibir en algunas postales-. Ahora, para ahondar en la identidad de los bucaneros, les recomiendo buscar a Jorge Victoria Ojeda (Facebook), uno de los investigadores expertos en la materia, estudioso concienzudo de los trajines de los poderosos y temidos piratas, azogue de la Península de Yucatán por mar y tierra.

Aquí, en este ambiente, ahora azotado por lluvias desastrosas que convierten las banquetas en ríos, como ni el más fantasioso pirata pudo imaginar –dejé estacionado mi carro unas horas, a unos metros de la catedral, y cuando quise subirme en él, estaba inundado, ¡como nunca!– tuve un encuentro con el Antonio Banderas campechano, sólo que –hay que decirlo– ya entrado en años. Quizá por eso de la edad, confusión o desmedida pretensión –le sugeriría pasar más tiempo frente al espejo– se hace llamar Brad Pitt. Este amigo es don Fito Calderón, propietario del Bar Colonial, un personaje de cuento que levita entre la bruma de la luz que se cuela por las puertas batientes de este antro botanero amenizado con el consistente sonido de los ventiladores de techo teatralmente perturbadores, como las hélices de un mosquito acalorado buscando la forma de chuparte la sangre cuando estás a punto de dormir.

En este escenario, entre gruesas vigas adosadas a los techos y unos bien pulidos pisos de pasta color rojo, se pasea nuestro Brad Pitt, quien, contrario a lo que se pueda imaginar, evita ser fotografiado. Aunque, claro, es lógico que le huya a las cámaras dado el alto valor de su histriónica privacidad.

Lo seguí con la mirada cuando entró en la cabina telefónica, la misma de hace décadas, ubicada estratégicamente en el ángulo desde donde se controla la escena completa, y –a su vez– a la vista de todos, con mampara de madera y cristal transparente. Don Fito Banderas Pitt marcó y habló pausado, con una leve inclinación de su cara para evitar que le leyera los labrios, tipo Alain Delon,  pues evidentemente mi actor campechano preferido no usa celular.

¿Su atuendo? Impecable pantalón blanco, del mismo color que sus zapatos recién boleados, y camisa planchada al vapor color pistache.

¿Su rasgo más distintivo? Un bigotazo muy espeso y bien peinado.

¿Su mayor cualidad? Brindarse hospitalario, sin reservas en las botanas: pepino  con limón, ensalada de remolacha, papas  envinagradas, espagueti rojo, salchichas entomatadas, sikil pak con tostadas, pan de cazón y tacos de cochinita pibil, todo esto servido –para la amable clientela– en tandas, conforme avanza el sol colándose por las dos puertas que hacen la gloria del viento cruzado, dejando a la vista la lluvia pertinaz, de la que más vale guarecerse con dos cervecitas; “dos –como la gente–“, así dicen acá.

Postal de Campeche. Fotografía de Eugenia Montalván.

Postal de Campeche. Fotografía de Eugenia Montalván.

Otra pregunta: ¿cómo se pavonea don Fito por el Rincón Colonial?

Como actor de Hollywood, obvio. Naturalmente le fue dado el don de la campechanería, y la esencia de su feling da mucho de qué hablar, y eso leemos en una reseña colocada estratégicamente para que con una ojeada sepamos qué camaradas suyos han filmado películas en este mítico espacio donde cabe todo, menos la sobriedad.

Hay que checar la lista de precios hecha como cualquier tarea que se escribe con prisa y a mano para exponer un trabajo de equipo en la secundaria: sobre cartulina blanca con plumón negro, sin reglas ni obstáculos y con letras chiquitas.

Frente a mí, “Brad Calderón” posó unos segundos, a distancia, en lo que se fumaba un cigarro y bebía su copa de güisqui (supongo que era un Etiqueta negra) rodeado de parroquianos cerveceros. Para entonces ya estaban listas las botanas, y por lo tanto él solo tendría que sentarse en la barra a observar el movimiento de los meseros, los gestos de su cantinero y las cuentas por pagar, bajo el control de su heredero.

A don Fito, Banderas, Pitt y Delon le vienen sobrando… Él tampoco suda ni se acongoja, reina en su propia isla y el embarcadero es periférico, controla el muelle, domina el faro y nadie, ni el más osado pirata, le va a venir a enseñar a dominar mares ni tempestades.


Autores
Es autora del libro Premio Casa de las Américas. 50 años – 11 entrevistas, investigación con la que se tituló como antropóloga con especialidad en lingüística y literatura por la Universidad Autónoma de Yucatán. Para 2014 prepara un libro testimonial sobre los contrastes culturales entre Yucatán y Durango, proyecto que surgió por iniciativa del programa Tierra Adentro.