Mamá, soy k-poper: Gustos de clóset y problemática social
Una in(útil) guía del k-pop
Escribo esto mientras “Kill this love” suena en el fondo, el sonido ominoso de una trompeta sale de los altavoces de la computadora. La pieza se va construyendo con la adición de percusiones y la voz de una chica que anuncia “BlakPink in your area”. Los versos en coreano se entrelazan con palabras y frases en inglés para formar una lírica pegajosa e impronunciable. La canción ha roto todos los récords que se le han puesto enfrente, ha tomado puestos importantes en listas como Billboard Hot 100, se ha colado los charts de Reino Unido y alcanzado el número uno en distintos países, todo esto tras ser lanzada hace poco más de un mes.
La mayoría de las personas se sorprenden cuando, a lo largo del mundo y de la CDMX, estaciones de radio reproducen la canción. Los cibernautas miran las listas de récords de páginas como Youtube solo para descubrir que 5 de los 10 videos musicales más vistos en las primeras 24 horas pertenecen a agrupaciones coreanas. Cada vez más y más personas usan mercancía que lleva estampada los nombres de EXO, Twice, Got7, Wanna One, Dreamchatcher o BTS.
Así es, el k-pop está entre nosotros y no tiene intenciones de ir a ninguna parte. Puede parecer que se trata de una incursión reciente, de un movimiento que nos alcanzó hace poco, pero en realidad se trata de un acercamiento paulatino que comenzó en 2013 (Moinar, 2014; 159) y que ha conseguido su punto máximo entre los años 2017 y 2018.
El movimiento denominado como “La ola coreana” ha conquistado fronteras inalcanzables para muchos sectores del entretenimiento y ha consolidado una de las industrias más importantes de los últimos años. Porque el k-pop no es un género musical, sino una industria conformada por aproximadamente medio centenar de empresas especializadas en entretenimiento (Gendler, 2017; 2), las cuales se encargan de la formación de artistas multidisciplinarios conocidos como trainee, los cuales enfocan todo su tiempo para convertirse en idols. La proyección extranjera consolidó el poder de masa del k-pop con niveles de venta que aumentan cada año, “en el año 2015, se llegó a los 354 millones de dólares según un estudio realizado por la KOTRA (Oficina Comercial de Corea) y la KOFICE (Korea Foundation for International Culture Exchange)” (Hurtado Olmos, 2016; 4).
A pesar de su denominación como pop coreano, el género principal de la industria es el hip-hop, el cual se inserta dentro de la mayoría de las canciones mediante desarticulaciones que dan paso a las formaciones de rap —la mayoría de los grupos cuenta con, al menos, un rapero—, de igual forma, suelen combinarse una infinidad de géneros musicales que van desde el pop latino hasta el rock japonés.
El k-pop, en su mayoría se trata de agrupaciones coreográficas que suelen conformarse a partir de los cuatro integrantes y que pueden llegar a sobrepasar los diez, como es el caso de LOONA o Seventeen; sin embargo, también existen bandas o solistas. Es este proceso de marketing lo que suele diferenciar a los grupos coreanos de los grupos pop del resto del mundo. Los artistas k-pop suelen contar con dos enfoques: uno local y uno internacional. El primero se rige dentro de la construcción de la imagen del idol, condiciona su pensamiento, su forma de hablar y hasta de sentir, lo que los identifica como lo mejor de la ciudadanía coreana. El segundo es la manera en que los grupos son promocionados o acercados a los mercados musicales de otros países.
En la actualidad no es extraño notar la inserción de lenguas como el inglés o el español en las canciones coreanas, si bien la adición del primero no es nada nuevo, cabe destacar que el interés por el español ha ido en aumento en los últimos años y se expresa en la adición de pequeñas frases o palabras, como ocurre en las canciones de KARD, a las colaboraciones con artistas latinos como es “Otra vez“, canción interpretada por el grupo k-pop Super Junior y la agrupación mexicana Reik. Incluso se ha llegado a la elaboración de covers completamente cantados en español como “Ahora te puedes marchar” interpretada también por Super Junior.
Otra de las técnicas de marketing se encuentra en la construcción de conceptos interactivos dedicados a la elaboración de narrativas en universos alternos que permiten a los grupos contar una historia a través de sus videos, los cuales mantienen atentos al fandom mediante el uso de pistas a lo largo de la carrera del grupo, lo que convierte cada lanzamiento en una especie de juego detectives. Uno de los casos más notorios de la actualidad, mas no el único, es el de BTS, que basa su narrativa en Demian, una novela de Hermann Hesse.
No se puede demeritar la importancia del k-pop en su alcance, ni en su constitución mercadológica o en el trabajo requerido para poder tener éxito dentro de la industria —sin embargo, temas como la explotación laboral, la estructura económica, la cultura del fandom y las exigencias estéticas de los idols deberán quedar pendientes para otra ocasión— no cuando grupos como BlackPink han alcanzado más de 800 millones de visitas en su video DDU-DU DDU-DU, o cuando agrupaciones menos reconocidas como MAMAMOO comienzan a ganar subtítulos al español en sus videos. Puede que para las personas que se encuentran solo en las periferias de lo que implica el fenómeno de “La ola coreana” todo esto les parezca algo reciente y de poca importancia, una moda pasajera que en algún momento llegará a su fin, pero en la realidad este fenómeno lleva tanto tiempo entre nosotros que se ha vuelto parte de nuestra vida diaria.
Este no tan repentino boom producido en torno a las producciones coreanas ha dejado al descubierto al gran número de fanáticos que son capaces de ignorar cuestiones básicas como el idioma, la edad, el género, la cultura y la diferencia horaria. Personas que salen a la calle con tenis de edición limitada de su grupo favorito y que han aprendido a decir oppa y saranghaeyo, siendo en la mayoría de los casos chicas adolescentes, descritas principalmente como ruidosas, que realizan dance covers incluso sin saber bailar y memorizan canciones en una lengua que no terminan de aprender a pronunciar. Este, por lo general, es el sector visible de los fanáticos, aquellos que sin temor a las represalias sociales —las que tarde o temprano se hacen notar— se entregan al amor desmedido por una persona que vive a medio mundo de distancia.
Ser fan = Ser infantil
Cabe destacar que, si prestamos atención, podremos notar que más de una persona en esta horda de fans tiene barba y su IFE, —porque aún se llamaban así cuando realizó el trámite— mostrando la edad suficiente para haber votado ya en un par de ocasiones. Es esta parte del fandom, de cualquier fandom en realidad, la que suele recibir toda la atención, la cual es negativa en mayor parte. El fanatismo nunca ha sido bien visto y su connotación, tanto en los ámbitos históricos como sociales, es peyorativa. La edad suele ser otro de los factores determinantes de esta connotación pues parece que, entre mayor te vuelves menos derecho tienes a ser fanático de algo.
Juan Soto Ramírez en su texto Las modas culturales, publicado en 2015, habla sobre esta situación, refiriéndose a ella como “Infantilización Cultural” y, aunque no puedo evitar estar de acuerdo en muchos de sus puntos —sobre todo en lo que concierne al capitalismo y al existir en una sociedad “enajenada”— debo diferir ante su tratamiento de aquellos que él denomina “adultos niño” y la forma en la que se insertan en la sociedad. Soto Ramírez considera un “adulto niño” a toda persona que no se comporte ni se encasille dentro de los marcos sociales establecidos, a toda persona que, al rebasar la marca de la adolescencia, siga teniendo aficiones.
El adulto niño es capaz de nutrirse de gloria o las penas de su equipo de futbol, de su ídolo musical a quien le rinde tributo desmedido, de su escritor preferido a quien defiende a ultranza, etc. Ser un adulto-niño en la cultura no es poca cosa. El precio que se paga por ello tiene costes políticos, económicos, legales, culturales, ideológicos, etc. (Soto Ramírez, 2015; 137)
El discurso de Soto Ramírez se vuelve una oda a cómo los tiempos antiguos eran mejores, en la que desmerita la libertad de expresión y tacha de infantiloide a la necesidad de entretenimiento. Se vuelve Owen Wilson en Media noche en París, lamentando cómo la sociedad del consumo ha detenido el avance sociocultural, económico y político, ya que nos abstraemos al grado de ignorar toda responsabilidad. No voy a negar que parte de la idea central del discurso de Soto Ramírez tiene un peso importante como para ser ignorado, la época moderna corre sobre el desinterés, el derroche y el hedonismo, es una realidad con la que se convive todos los días y sería imprudente intentar encubrirla.
Sin embargo, también encuentro imprudente de su parte, y la de autores como Paco Gómez Nadal y todos aquellos que defienden esta visión unilateral del discurso sobre infantilización, el colocar a todos a la fuerza dentro de un mismo molde y después señalarnos con el dedo. De esta forma tampoco pretendo negar otro hecho tangible: hay de fanáticos a fanáticos. Siempre existirá alguna persona que sobrepase los límites de lo sano, que le quite la parte inocente y vuelque su vida a un determinado tema. En el caso específico del k-pop, estos fanáticos extremistas son denominados sasaengs. Se trata de personas que convierten el fanatismo en obsesión, desarrollan un fuerte sentimiento de posesión sobre su ídolo, al grado que, no solo los acosan, sino que ha habido intentos de secuestro o persecución.
La negatividad acarreada por estas personas suele contagiar a todo el fandom y lo que generaliza etiquetas y visiones sobre los fanáticos. Pero así como existen individuos cuyo nivel de abstracción con respecto de la realidad que lo rodea ha llegado a puntos críticos, también existen personas conscientes del lugar que ocupan y de sus responsabilidades como miembros funcionales de la sociedad.
Por norma general todos nos hemos burlado de una persona por ser fanática de algo. Y es por eso que solemos ocultar nuestras pasiones, nuestros gustos culposos. Por fuera permitimos que se muestre parte de nuestra personalidad, la parte que tiene más posibilidades de encajar dentro de los patrones estandarizados de lo socialmente correcto, y mantenemos un perfil bajo en torno a aquello que podría tacharnos de infantiles, con todos los puntos negativos que eso implica. Después de todo, caras vemos, playlist no sabemos. Es casi seguro que todos tenemos un conocido cuyo fanatismo se oculta entre sus listas de recomendaciones de Spotify, su galería y las paginas a las que da “me gusta” en Facebook.
El otaku malinchista
En el caso de que se pueda dejar de lado esta creencia que infantiliza a personas y actividades —volviéndolas inaceptables para determinadas edades— los gustos personales se enfrentan a un choque cultural. Cuando las visiones culturales y sociales de Occidente y Oriente se encuentran, no suelen hacerlo de buena manera. Los ideales y forma de vida de uno se contraponen en relación con las del otro. Los estereotipos se corrompen y alteran al grado de que las visiones generales de cada uno parecen irreconciliables. Incluso cuando existen múltiples puntos en los que superficialmente parecen coincidir con nuestra cultura, como lo son la imposición de roles de género, una mentalidad religiosa y una sociedad tradicionalista, no hay mucho más allá que desarrolle lazos que vinculen a ambas culturas. Aspectos básicos como los estereotipos de belleza son invertidos de forma agresiva de un extremo al otro del planeta.
Al no ser capaces de conciliar estas diferencias, se recurre al rechazo y la burla en torno a aquello que no se puede entender. Las personas que logran dejar de lado las primeras impresiones, aquellas que en lugar de desagrado o repulsión experimentan interés, se ven encasillados en el molde de otakus y los que se atreven a llevar esta fascinación un poco más lejos son clasificados como malinchistas. Tal parece que habitamos en una sociedad que pretende ensimismarse, que prefiere regodearse en sus carencias en lugar de solucionarlas y que ignora visones diferentes. Pero aun así existe esta interacción. Es gracias a esto que existen grandes sagas de anime dobladas al español, que algunos canales de televisión se dediquen solo a la emisión de doramas, o que los grupos de k-pop puedan obtener certificaciones de oro o platino en países de América Latina.
Aquello que suele generar más “desagrado” con respecto a la industria del k-pop es, sin lugar a duda, la apariencia de los integrantes de los grupos, los llamados idols «son una especie de versión asiática de los bellos elfos nórdicos de J.R.R. Tolkien» (Moinar, 2014; 161). Ellos trasgreden el canon occidental de belleza y lo llevan un poco más allá con el uso de maquillaje, cabello colorido, vestimentas estrambóticas y coreografías que desafían los límites de la coordinación humana. Es por su aspecto que comienza la lluvia de comentarios negativos, pues se asume que los cantantes y bailarines de esta industria solo son bien parecidos y que carecen de cualquier talento artístico. Si bien es cierto que no todos los que debutan tienen el mismo nivel de habilidades, también es cierto que todos los aspirantes a idol se enfrentan a un entrenamiento multidisciplinario que no se compara en nada con la formación de los artistas occidentales.
Los idols son cantantes, actores, modelos, compositores, letristas, bailarines y conductores. Están moldeados dentro de los estándares más altos de disciplina y moralidad. Son el ejemplo a seguir de una gran porción de la población joven de Corea del Sur y múltiples países en Asia. Su formación y trabajo, sin caer en la exageración, sobrepasa por mucho la de la mayoría de los artistas occidentales.
La cultura coreana exige una vigencia constante, es debido a esta demanda que los grupos de k-pop sacan material cada pocos meses —desde una canción especial hasta un mini álbum— lo que implica conciertos y promociones en programas musicales. Aun así, enfrentan múltiples críticas. Los occidentales cuestionan su capacidad vocal, sus habilidades de danza, y sienten frustración debido a la tendencia experimental que conlleva el permanecer vigente para las personas de su país —no parecen soportar que cambien de género musical cada pocas canciones, y que transformen repetidamente su identidad—.
En Corea, por otra parte, existe un sentimiento de posesión que desprecia las promociones y actividades en el extranjero. Del mismo modo, y contrario a lo que se puede llegar a creer, es el público coreano quien más presión ejerce sobre la apariencia de los idols, siendo ellos quienes imponen un nivel de perfección idealizada e irreal, catalogando y despreciando a todo aquel que no se atenga a sus ideales. Sin importar si somos americanos o asiáticos, solemos encasillar y valorar con base en nuestros prejuicios y a través de primeras impresiones. Nos alientan a menospreciar las creaciones ajenas a nuestros estándares y a aquellos que disfrutan de ellas.
Es en aras de salir de los moldes que la sociedad ha impuesto para delimitar lo que es aceptable y lo que no lo es, que las personas escapan del fanatismo, lo esconden bajo el tapete y luego lo niegan. Se le hace un espacio en el clóset junto un montón más de tabúes que, debido a la mala recepción que puedan tener, preferimos esconder. Y si bien parece que se le da mayor relevancia de la requerida a estos temas al compararlos con asuntos de gran importancia sociocultural, como suele ser la expresión y orientación sexual o la religión, resulta ser una analogía de lo más atinada, ya qué ¿cómo esperamos ser capaces de enfrentarnos, como sociedad o individuos, a todos los problemas inmediatos de nuestro entorno cuando no podemos aprender a aceptarnos entre nosotros?
Existimos en una sociedad que se centra más en menospreciar el género musical que escuchamos y que pierde el tiempo hablando de nuestro estilo al vestir o los programas que consumimos, que en solucionar sus propias decadencias y errores. Una sociedad donde los gustos personales y la forma en la que pasamos muestro tiempo libre tiene más peso que nuestras habilidades laborales y opinión; que tacha a las cosas y personas por su apariencia y colorido, sin fijarse realmente en su trasfondo o importancia, sin considerar todo el trabajo que hay detrás. Y nosotros, como individuos, preferimos evitar todos los comentarios, prejuicios y burlas llevando a segundo plano lo que nos apasiona, lo resguardamos en nuestro teléfono, en listas de reproducción y dentro de nosotros para luego fingir que no está ahí.
Bibliografía:
Cabut, Mateu.
2011. “La crítica del adorno a la cultura de masas” en Constelaciones, Revista de teórica critica. Núm 3. Pp. 130-147.
Gendler, Martín Ariel
2017. Cuando el k-pop conoció internet (e internet conoció al k-pop): Retroalimentaciones dentro de un fenómeno global en crecimiento. Buenos Aires, Argentina.
Hurtado Olmos, Lorena
2016. El artista como producto en Corea del Sur: EXO y el fenómeno fan. Universidad de Valencia, España.
Martínez López, José Samuel.
2011. “Sociedad del entretenimiento (2): Construcción sociohistórica, definición y caracterización de las industrias que pertenecen a este sector.” en Revista Luciérnaga. Edición 6. Pp. 6-16.
Moinar, Victoria.
2014 “La ola k-pop rompe en américa latina: un fanatismo transnacional para las relaciones exteriores de corea del sur” en Questión, revista especialidad en investigación y comunicación. Vol. 1, Núm. 41. Pp. 159-179.
Soto Ramírez, Juan.
2015 “Las modas culturales” en Revista Iberoamericana de Ciencias. Vol. 2 Núm. 3. Pp. 125-138.