Maestro de vida
El término es de Juan Villoro, a quien conocí en el Taller Literario Regional de San Luis Potosí (que coordinaba Donoso), al cual concurríamos —entre los que recuerdo— Ignacio Betancourt, Alberto Huerta, José de Jesús Sampedro, Armando Adame, David Ojeda, Enrique Márquez, Alejandro García Ortega, Martínez Farfán, Lara Huerta y varios más a los que les ruego su comprensión si no me vienen ahora a la memoria (entre ellos, ocasionalmente, acudían algunos infrarrealistas). Miguel Donoso Pareja fue maestro de vida porque, más allá del rigor con que se analizaban los textos en las sesiones del taller literario, nos aconsejaba, nos orientaba en diversas cuestiones de la vida: la lealtad con los amigos, la congruencia literaria, la militancia política, nuestra incipiente sexualidad o la relación con las mujeres. En general, temas sobre los que las opiniones de un hombre experimentado hacían marca y dejaron huella en los jóvenes que éramos, los que ahora somos. De más está decir que las lecturas eran parte inexcusable de nuestras conversaciones. Fue un amigo, un maestro preocupado por nuestros devenires. A muchos nos ayudó a publicar el primer libro.
En aquellos años yo jugaba basquetbol con intensidad. Me tocó ir a un torneo en San Luis Potosí y, a las pocas semanas, a otro en Ciudad Universitaria en la Ciudad de México. En el primero, Ignacio Betancourt —con su voz estentórea de actor— no dejó de echarme porras (a la distancia, creo que inmerecidas). En el segundo, Villoro llegó a la sesión del taller literario que coordinada Donoso en la UNAM —en el cual participaba— para decirle que había que suspender la sesión y todos debían ir a ver el partido en el cual yo jugaba. Eso, por supuesto, no sucedió.
Lo que sí pasó es que en la siguiente sesión en San Luis Potosí, Donoso organizó una «cascarita» de básquet entre los aspirantes a escritores. Por supuesto que él jugó. Como lo hizo José de Jesús Sampedro, Armando Adame et al. Se realizó a las ocho de la mañana (me imagino que a más de uno se le dificultó estar a tiempo) en alguna cancha pública. Fue un entrañable y gozoso reconocimiento —y así es este recuerdo— a mis actividades ajenas a la literatura, que me dio la magnitud de lo que él valoraba en su cercanía con nosotros.