Luz demorada
Titulo: La luz cuando amanece
Autor: Ana Velarde
Editorial: Simiente
Lugar y Año: México, 2012
La luz cuando amanece, el primer poemario de Ana Velarde (Distrito Federal, 1991), presenta una voz poética femenina en busca de la conjunción entre el amor sacro y el amor profano. Se compone por dos secciones. La primera, “Jacarandas”, ilustrada por Otto Cázares, y la segunda, “Costumbre de milagro”. Si bien el título de “Jacarandas” genera en el lector la expectativa de encontrar una serie de poemas que versen sobre este árbol de hojas perennes y flores color violeta, en realidad se tropieza con doce composiciones breves, en las que la imagen de este árbol desempeña un papel secundario; funciona sólo como telón de fondo, como una suerte de locus amoenus para el encuentro amoroso de una joven pareja, a la manera de El cantar de los cantares o de los poetas místicos:
Bajo esta jacaranda y para siempre
he de llamarte mío,
he de saberte eterno,
cavidad subterránea,
nido donde mi amor vibra como las aves.
Inminencia de luz,
bajo esta jacaranda
pronunciaré tu nombre
y será su sonido
el que hable de nosotros.
La jacaranda se asocia con el renacimiento y la sabiduría. Cuenta la leyenda que un ave preciosa se posó sobre este árbol para depositar en él a una hermosa mujer, sacerdotisa de la luna. Ella vivió entre los hombres y les compartió sus conocimientos y su ética. Una vez cumplida su misión, volvió al árbol y ascendió de allí a los cielos, donde se unió con su alma gemela, el hijo del sol. El yo poético de La luz cuando amanece, por desgracia, no explota la carga simbólica que este árbol ofrece. Aunque lo invoca en el primer poema, como antaño hacían los poetas con sus musas, en los once restantes cae en el lugar común del dualismo mujer/naturaleza. De ahí el exceso de jacarandas, flores y besos silentes; de tierra, lluvia y fecundidad. De ahí el apremio de un otro que la mire y la nombre, que la ilumine como el sol a la jacaranda. Tanta luz deslumbra. El verso libre y suelto se derrama y deshoja como la propia imagen que la voz poética nos ofrece de la jacaranda.
Las ilustraciones que acompañan esta primera parte corresponden a la perfección con ese intento fallido de conjuntar lo terrenal con lo abstracto. Formas circulares con algunas flores dispersas que no sugieren ninguna clase de profundidad temática. Al igual que en los doce poemas, la jacaranda es un mero pretexto.
En “Costumbre de milagro”, el yo poético decide llegar al cielo por la carne. Este segundo apartado abre con un epígrafe de Tomás Segovia y cierra con otro de El cantar de los cantares, en versión de José Emilio Pacheco. La explícita intertextualidad a lo largo de los diez poemas de “Costumbre de milagro” llega al colmo en la reescritura de Oro de Javier Sicilia, que inaugura el poemario completo:
Déjame caminar
sobre tu cuerpo —tierra silenciosa—,
a cada paso ser eterna lluvia
y humedecer tu desnudez de noche.
Sus apropiaciones, en pocas palabras, exceden y deslumbran a la poeta. Baste con señalar su intento de reescribir formas clásicas tales como el soneto y la silva.
Hay elementos que de tanto habitar en los diez poemas —deseo, ardor y desnudez— derivan en la monotonía y acusan una ingenuidad expresiva. Véase por ejemplo la composición que da nombre a “Costumbre de milagro”:
Tengo que desprenderme de mi nombre
y ofrendarte el ardor que anega mi alma
[…]
tengo que abrirme
para incendiar la noche de victorias,
tengo que descender a mis orígenes
—a los primeros días del mundo—
para saciar tu resplandor,
porque tienes costumbre de milagro
y solamente soy
porque tú me has nombrado.
Adjetivación excesiva (“peso blanquísimo del alba”, “Mis senos, desnudas caracolas”); imágenes repetitivas (“naufraga mi deseo”, “sacia tu deseo”, “silentes los deseos de mi alma”); y construcciones arbitrarias, en especial los aparte entre guiones para el caso de “Jacarandas”, el título La luz cuando amanece se antoja más Luz demorada. Habrá que esperar una segunda floración de esta poeta.