Los veladores
Existen trabajos físicamente sencillos pero intelectualmente complicados. Lo mismo existen trabajos que requieren de mucho esfuerzo físico pero que necesitan tan sólo la concentración necesaria como para no tener un accidente. Pero hay otro tipo de trabajos que están más allá de lo físico o de lo intelectual: ese es el trabajo de velador. Al velador se le ha bautizado con muchos nombres, o hay otros oficios que implican o engullen al del velador: el conserje, el portero, el guardia o el “poli”. Es preferible la palabra velador a cualquier otro mote, antes que nada, por la singularidad que entraña “velar” por los demás, en cuanto a la vigilancia y en cuanto a que es un oficio que se practica de noche, cuando velar es preciso. Es un oficio nocturno, esencialmente cubierto por el manto de la noche.
Esos personajes, los veladores, los vemos con toda cotidianeidad; pese a la extrañeza del oficio están por todas partes y, de hecho, son parte esencial del funcionamiento de una ciudad. Al parecer no es desgastante estar sentado velando por la seguridad de bodegas, pensiones de autos, estacionamientos, condominios o edificios de gobierno o empresas, pero háganse a la idea de pasar al menos 12 horas sentados, viendo entrar y salir a la gente, ver el mundo pasar desde un cuarto reducido cuando la ciudad se entrega a sus bajas pasiones, desde que el sol se va hasta que vuelve a salir. Es cansado velar. Por el contrario, no creo que la dificultad de su trabajo radique en el aburrimiento; antes bien, el cansancio y la dificultad viene de renunciar no sólo al descanso nocturno, sino renunciar también al placer que se consuma de noche, a aquello que está estipulado hacer cuando el sol ya no devela nuestra euforia.
Como bien dije, no es un trabajo aburrido. Si lo pensamos bien, velar implica el privilegio de la mirada. El velador está en condiciones de construir un inventario peculiar de caracteres, cuanto más si trabaja en un edificio residencial: allí está la familia ejemplar, abatida por la rutina: siempre llegan a la misma hora, sacan el coche cuando van al súper, los sábados por la mañana; allí está el estudiante: sus fiestas peculiares de viernes por la noche, la luz prendida hasta bien entrada la madrugada, la dicha de la pobreza involuntaria; allí está la abuela que no visitan sus hijos; allí está el adulterio inminente o patente, consumándose con el consentimiento de la distracción y el tiempo libre; allí está el soltero empedernido, que todos los fines de semana sale galante para probar de nuevo su suerte; allí está la vecina o el vecino prepotente: siempre atentos para proferir un reclamo, el velador intuye que lo humillan porque ellos, a su vez, son humillados. El velador conoce la vida íntima de quienes viven allí y si su interés es interpretarla no tiene por qué aburrirse.
Para ser franco, mi afinidad por los veladores no fue espontánea. Hace años que leí Auto de fe de Elías Canetti. Los personajes de esta novela, todos, se encuentran afectados por un tipo de locura, una locura sutil que yo calificaría de locura ordinaria. El protagonista, don Peter Kien, es un sinólogo erudito, con una colección bibliográfica más que respetable —de 25 mil volúmenes—. Conoce a Teresa, una doméstica interesada, tacaña y paranoica quien termina por despojarlo de su propio departamento, no sin ayuda de Benedikt Pfaff, el portero: el velador. Aunque todos los personajes sean fascinantes, ninguno me causó más impresión que Benedikt, ni siquiera Sigfried Fischer, un ajedrecista enajenado que vive en un burdel. Benedikt Pfaff, amante del orden, con aspiraciones militares y de espíritu pro-fascista, ha elaborado una teoría para cada uno de los habitantes de su edificio. Sabe a que hora llegan, cuáles son sus inclinaciones, de qué manera viven sus vidas. Además de un puesto de vigilancia estándar, Benedikt construyó otro más discreto y eficaz: un pequeño orificio desde el cual puede ver tan sólo las piernas de las personas que entran y salen. Con sólo ver los pantalones y la forma de caminar sabe de quién se trata, a qué condición pertenece y, digamos, la naturaleza de sus sentimientos.
Benedikt Pfaff es fuerte, pelirrojo, velludo y misógino. Le gusta el orden y el control. Ha encontrado en ese trabajo el pretexto perfecto para hacer lo que siempre quiso: vigilar. Lo que parece más sorprendente es que ha renunciado a toda prerrogativa personal y ha identificado su trabajo con su intimidad. Nunca se le ve haciendo otra cosa, vive para observar desde su diminuto gabinete: allí tiene una cama, allí come, allí se asea. El empeño depositado en su tarea sólo puede ser una forma de demencia. ¿Qué clase de atención y de observación se necesita para poder reconocer a una persona, a un extraño, sólo con ver sus rodillas? La mente de Benedikt Pfaff no se entretiene ni con la televisión: está empeñada en desentrañar hasta el más mínimo de los detalles que percibe. Es un observador de tiempo completo.
¿En qué se entretiene la mente de un velador solitario? Divaga, configura, trama. A veces lee (el libro vaquero, novelas policiales, revistas, periódicos; alguna vez vi a un velador leyendo El jugador, de Dostoievski); otras veces ve la tele; en otras ocasiones deja que su imaginación lo entretenga. ¿En qué se entretiene un velador? ¿Qué clase de pensamientos tiene un velador?
Por el tiempo en que terminé de leer Auto de fe conocí a un velador que me conmovió. Era la víspera de Año Nuevo; de hecho, faltaban dos horas para que fuera Año Nuevo. Mi primo y yo fuimos a dejar una camioneta a una pensión para poder correr despreocupados a emborracharnos. Nos recomendaron esa pensión: “allí encárguele la troca al señor Aguirre”. El señor Aguirre no traía uniforme, traía puesta una playera blanca, fajada, una chamarra negra con forro de borrego, un pantalón almidonado y una botas de ganadero. Su barba era de días y su manera de hablar la de un hombre de pocas palabras.
—¿Cuántos años va dejar la troca?— Nos dijo a manera de chiste, sin mover su gesto imperturbable.
—Nada más dos días— le respondimos.
—Allí estaciónela. Si no puede o no sabe, mejor présteme las llaves.
Después de estacionar la camioneta, pasamos a recoger nuestro comprobante. Mientras escribía la fecha y el número de placas no pude evitar ver la decoración de su cubículo. No había nada en las paredes. Había un catre tendido con un zarape rayado, una televisión diminuta en blanco y negro y una cajita de té Lagg’s. No estaba desordenado, pero estaba lleno de polvo.
—Si vienen en la madrugada por la camioneta nada más toquen en el portón y griten “¡Aguirre!”. Voy a cerrar el portón a la una de la mañana. —Fue la observación que hizo; suficiente información para saber que iba a pasar Año Nuevo allí, trabajando.
¿Qué clase de espíritu se forja cuando se tiene un trabajo como el de velador y cuando se trabaja incluso en los días que consideramos más importantes? Por Elias Canetti nos acercamos a la forma de pensar de cierto vigilante ficticio llamado Benedikt Pfaff. Por ese interés impostado que Canetti despertó en mí al menos conseguí imaginarme las dimensiones de la extraña vida interior de Aguirre, ese velador de pensión que no sonreía.