Los últimos alumnos del Instituto Benjamenta
En un texto sobre los últimos episodios de Los Soprano, Hernan Casciari escribe sobre cómo la fuerza emotiva de la serie no le llegaba ya desde la pantalla sino desde la potencia invisible de la memoria. Ahí escribe, en específico, sobre el intento de suicidio de Anthony Jr., de cómo, en esa convivencia perpetua, de casi ocho años de ver la serie, semana a semana, esperando a cuenta gotas cada nuevo episodio, la vida se iba deshaciendo en guiños al pasado. Ese intento de suicido, dice Casciari, nos duele porque nosotros estábamos ahí cuando el chico era un gordito feliz, cuando su preocupación eran los videojuegos y no la podredumbre del mundo.
Cuando las cosas duran, lo que sucede no es sólo lo que nos pasa directamente, frente a frente, sino también lo que se recuerda: de nuestra vieja cara de entonces a la fallida rememoración de las primeras veces. Cada instante es el recuerdo de un comienzo. Cada paso, cada gesto, está antecedido por uno anterior. Y también, en un sentido inverso, cada paso es la omisión del camino que ya no tomaremos. Vivimos en medio de la simple tensión entre recordar y olvidar. Entre arriesgar y preservar. Entre cambiar de canal y apagar la tele.
Vemos escenas de televisión con la memoria del olvido.
La anécdota que cuenta Ricardo Piglia de la vez que llegó al departamento de Manuel Puig y lo descubrió escribiendo mientras comía cereal, veía la tele y hablaba con su madre.
Todas las tardes en que mi hermano, tres años más grande que yo, me obligaba a ver Los protagonistas luego de salir de la primaria, justo a la hora de la comida; cómo odiaba a esos señores que hablaban de futbol.
Me acuerdo de los fines de semana en que me levantaba muy temprano para ver caricaturas. En ese entonces, mi mayor anhelo era una tele en mi cuarto para no tener que bajar a la sala. Para controlarlo todo desde mi cama.
Entre semana, mi papá tenía que apagar la tele a la hora de la cena para que yo pudiera terminar de comer.
Era un niño enfermo de televisión.
Años después, cuando la casa se llenó de teles olvidadas, el viejo televisor de la sala, el único, se volvió el objeto perdido de mi infancia. Después de haber sido relegada de su papel protagónico, esa tele, pesadísima, fue pasando de cuarto en cuarto. Ni siquiera sé en qué momento dejó de estar en la casa. Mucho menos me imagino dónde quedó el control remoto que perdíamos y encontrábamos siempre, que de tantas caídas tenía, sobre la tapita de las pilas, infinitas tiras de cinta negra. Esa tele en específico fue para mi hermano y para mí una mezcla infinita de aburrimiento y diversión.
Cuando el futuro llegó y trajo consigo todo un desfile de televisores nuevos, de pantallas de plasma que se cuelgan y descuelgan de las paredes con la mayor facilidad, el ritual televisivo fue perdiendo peso en nuestras vidas.
En el futuro, me escribió alguien el otro día, ni siquiera va a existir la tele.
La improbable escena de un Octavio Paz, mermado drásticamente por el cáncer, que puntual veía Los Simpson a las siete de la noche, y que le dice, a un ficticio interlocutor, Los Simpson nos resumen.
La vez que descubrí que en ocasiones, JM, que vive sola desde hace varios años, encendía el televisor y le bajaba todo el volumen y se ponía a hacer sus cosas sin mirar la pantalla.
Ver la tele, ir de canal en canal, se ha vuelto la única circunstancia en que de verdad siento que desperdicio el tiempo. Una gloriosa sensación de pérdida. A diferencia del internet, donde parece que siempre vamos a la búsqueda, donde siempre se encuentra algo que te lleva a algo más, donde parece que la cadena no termina nunca, la tele no nos pide nada. Nos acepta sin fisuras y sin promesas. Quizás ésa sea su principal virtud y, al mismo tiempo, su mayor defecto. La televisión es un invento de la espera. Aun de las extintas guías de programación, esas revistitas que traían, canal por canal y programa por programa, una breve sinopsis del futuro, y que ahora vienen integradas digitalmente en la televisión de paga; aun de todas esas guías de navegación, la tele está hecha del azar y de la espera. Nuestros horarios nunca coinciden del todo con ella, aunque a veces encontramos el programa exacto, la película inesperada que acaba con todos nuestros prejuicios. La televisión es una constante suma de desencuentros.
El final de un capítulo de Seinfeld en el que a Jerry, Elaine, George y Kramer les va particularmente mal y terminan viendo, todos juntos, sentados en la sala del departamento de Jerry, un episodio de Melrose Place.
La ocasión en que, semanas después de la muerte de mi abuela, subí a su departamento a ver la tele porque estaban ocupadas todas las teles de mi casa, y la tele de mi abuela, sin explicación alguna, se apagó mientras la veía. El hecho de que no tuve ni siquiera un poco de miedo. Y volví a prenderla y me acordé de mi abuela.
Hay momentos en que deseamos, como escribe Fabio Morábito pensando en la poesía, aferrarnos al suelo, buscar “el abandono de toda astucia”. Ocasiones en que no queremos perseguir ninguna trama, como en la narrativa más obvia, ni ir de hallazgo en hallazgo como en el internet. Las búsquedas también cansan. En vez de la fuga perpetua, para seguir con Morábito, anhelamos el cautiverio de una vida sin sobresaltos, de una vida plana e incluso obtusa, pero honda y sin trampas. En vez de buscar la salida más próxima, intentamos quedarnos. Ante la tiranía de la búsqueda, podría decirse que no hay nada más difícil que la espera. Cuando todos se van, es necesario aprender a quedarse. Aunque la salvación sólo esté allá donde crece el peligro, como escribía Hölderlin, hay ocasiones en que no queremos ser salvados, en que rehuimos a la trascendencia, en que el mundo es demasiado burdo para seguirle la pista.
El capítulo de The Office donde hacen una fiesta para ver el nuevo episodio de Glee, y cómo Michael Scott, el jefe de la oficina, es el único que de verdad quiere ver el capítulo.
Las tardes de la secundaria en que llegaba, justo a tiempo, para ver Garfield y sus amigos. Y ya no tenía que cederle el control a mi hermano por ser el más grande, porque por fin había entrado a la preparatoria y se había quedado en la tarde. Y el hecho de que comía con el uniforme puesto y no había nadie en casa que me lo impidiera.
Y si la tele está condenada a la desaparición, este texto no puede ser sino apenas una provisional despedida, porque así como ya no habrá más capítulos por venir, así también confío en todas las veces en que veré de nuevo ciertos episodios, como ya lo hago ahora desde mi computadora, porque cuando las cosas terminan, nos queda la memoria, y en los casos de las series televisivas, nos quedan los episodios, la repetición incansable que nos permite encontrar todo aquello que pasó desapercibido. Esa posibilidad de volver a ver siempre la misma escena, de entender los chistes más sutiles, los gestos más privados. Esa posibilidad de descubrir, nuevamente, la vida básica, como le llamaba Josep Pla. A veces, cuando todo falla, es preciso regresar a esa vida, a la vida simple, a las cosas enteras.
Puede que la tele sea todavía una síntesis de la vida. De las cosas que a veces, contra nuestra voluntad, tenemos que soportar. De cómo ver, aceptar algo, no significa adscribirse sin reservas.
Hay un cuento de Hebe Uhart donde una maestra de las provincias argentinas es invitada a un congreso de educadoras en el centro del país. Ahí, esa mujer se encuentra con una maestra de su misma edad que parece diez años más joven y que hace todo con la la ligereza del desenfado. Un día, sin querer, la escucha decir con desprecio algo sobre esa gente que tiene el televisor todo el día prendido en la casa. Ella se da cuenta de que es de esa gente. Y piensa, como para justificarse, que si lo tiene prendido es por compañía. Que a veces ni siquiera lo ve. Que es apenas una luz prendida, un sonido de voces en el cuarto oscuro de la sala. Que a veces, cuando lo va a apagar, piensa, ahora va a venir algo hermoso, no sea que lo pierda.
En ocasiones el televisor sólo necesita estar prendido para ignorarlo, ser el triste sonido de la compañía.