Tierra Adentro
Fotografía proporcionada por la Fototeca CNL-INBA. Autor Anónimo.

Aunque los talleres literarios vienen funcionando en México desde algunos años atrás, y en relación al resto de los países de América Latina la experiencia mexicana es amplia en este terreno, no deja de haber cierta mitología alrededor de ellos, una dosis más o menos fuerte —la mayor parte de las veces pedestre— de incomprensión.

El asunto fluctúa entre dos prejuicios (o dos conceptos equivocados): 1°. Que los talleres literarios (por decreto o por receta) hacen escritores; y 2°. Que el escritor es un ser excepcional, superdotado, diferente que no necesita ayuda para desarrollar sus facultades.

De esta manera el primer prejuicio, absolutamente mecanicista, se une al segundo, de la más pura raíz romántica, para provocar actitudes deformadas frente a los talleres literarios, incluso en gentes de tanto talento y honestidad como Efraín Huerta, por ejemplo, que se lanza contra ellos en flagrante contradicción con su contextura ideológica y pregunta si Neruda habría aprendido algo o hubiera escrito mejor si hubiera ido a un taller.

En realidad, la pregunta debería hacerse en otra dirección: ¿habría Neruda ahorrado tiempo en sus descubrimientos iniciales si hubiera ido a un taller? Incuestionablemente sí. Planteada de esta manera, la pregunta —extensible al propio Efraín Huerta, a cualquiera de nosotros (siempre que nos creamos «mágicamente diferentes», «poetas por predestinación»)— tendría la misma respuesta para cualquier escritor, por «genial» (concepción típicamente burguesa y romántica del «talento») que sea.

Un taller —para decirlo en la forma más sencilla posible— es una experiencia de trabajo colectivo en la cual un escritor de mayor experiencia transmite sus conocimientos, sus recursos, a un grupo de jóvenes escritores que, de todos modos, habrían adquirido dichos conocimientos y recursos por sí mismos pero en muchísimo más tiempo.

Alguien decía que la literatura es un don, pero también una dificultad adquirida. Un taller, entonces, opera a partir de ese don (talento), sin el cual no puede adquirirse dificultad alguna. La dificultad, en última instancia, se consigue en el trabajo de conjunto, de una manera harto más rápida que en forma individual, solitaria.

Sin un material idóneo, por supuesto, un taller no da fruto, porque el taller no hace escritores por decreto, porque no existen recetas para escribir, porque a escribir se aprende escribiendo, como a pelear se aprende peleando y a hacer el amor haciendo el amor.

Aparte de esto hay, naturalmente, una técnica en el funcionamiento de un taller, y así como los resultados dependen del material con que cuente el coordinador, el manejo de estos materiales depende también de la actitud y técnica que tenga el coordinador con respecto a dichos materiales.Un escritor, por ejemplo, por bueno que sea, puede enseñar a escribir como él escribe, puede limitar a sus alumnos temáticamente, según la línea de sus propios intereses, puede alterar la concepción del mundo de sus coordinados, etcétera, con lo cual no haría escritores sino artesanos, formaría mediocres, seres dependientes y sin ninguna posibilidad creadora. En estos términos, por supuesto, un taller es castrante.

En los talleres, por eso, debe aplicarse una técnica que dé nivel crítico a sus integrantes y, simultáneamente, autocrítico. Esta técnica, desde luego, debe ser lo suficientemente objetiva como para no castrar las posibilidades creadoras personales, como para no producir una estandarización.

Trasladando esta generalización a mi experiencia personal (con el Taller Literario Regional de San Luis Potosí y el Taller de Cuento de la revista Punto de Partida de Difusión Cultural de la UNAM), puedo señalar que el trabajo se hace a partir de los textos de los coordinados (a escribir se aprende escribiendo), y que el revestimiento teórico se va dando a partir del texto mismo.

Así, el coordinador desarrolla una secuencia teórica —que va desde acercamientos impresionistas y expresionistas a los textos hasta una crítica finalista (sobre la función de la literatura), pasando por multiplicidad de técnicas y descubrimientos en torno al quehacer literario: Jakobson, Tinianov, Barthes, Kristeva, cuestiones de sociología de la literatura, psicocrítica, estructuralismo genético, etcétera— partiendo de los textos, lo cual evita la clase teórica, las definiciones meramente verbales, y permite el reconocimiento objetivo de cada elemento literario manejado. Si se dice «indicio narrativo» es tal cosa, el alumno ve el indicio, lo toca. Lo mismo si se dice «acción narrativa», «motivo temático», «autofunción», «cofunción», etc.

El tiempo aproximado para desarrollar este trabajo es de unos tres años, al cabo de los cuales el alumno debe ser echado del taller para que camine solo y, con el bagaje que ya tiene, desarrolle todas sus potencialidades, continúe manejando su don y adquiriendo una dificultad que jamás termina de adquirirse.

Podría preguntárseme: ¿Cuáles han sido los logros de los talleres que usted coordina?

La pregunta es sencilla y a la vez peligrosa, porque los puntos de referencia para señalar esos logros podrían ser engañosos, por ejemplo los premios.

Veamos: los dos premios más importantes que hemos logrado con el Taller de San Luis Potosí son el nacional de poesía (José de Jesús Sampedro) y el nacional de cuento (Ignacio Betancourt), pero de manera muy diferente: Sampedro no era alumno del taller cuando obtuvo su premio, pero vino al taller después de obtenerlo y se quedó. De esta manera, por su propia dinámica, el taller obtuvo un premio nacional de poesía. El ingreso de Sampedro daba la medida de a qué nivel estábamos trabajando. Betancourt, en cambio, obtuvo su premio como alumno del taller, lo cual fue la ratificación del nivel de trabajo que hemos mencionado.

Junto a estos dos premios nacionales, alumnos del taller han ganado el de Punto de Partida de la UNAM (David Ojeda), de poesía Joven de Lagos de Moreno (Martínez Farfán, Enrique Márquez), y han sido publicados en diferentes revistas del país y del resto de América Latina (Crisis, Cambio, La bufanda del sol, etc.) y en suplementos literarios.

Estos parámetros de medición de los logros de los talleres podrían ser discutibles, ya que, en una instancia última, los premios y hasta las publicaciones, no significan mucho.

Lo que sí es importante, en cambio, es que el grupo de jóvenes escritores salidos de estos dos talleres (San Luis Potosí y UNAM) van conformando una generación, un nuevo impulso en la literatura mexicana. Entre los narradores jóvenes que empiezan a «sonar», la mayoría (y de los mejores) nace en estos talleres: David Ojeda, Ignacio Betancourt, Lilia Martínez, Alberto Huerta y Alberto Enríquez se formaron en el taller de San Luis; Juan Villoro, Carlos Chimal, entre otros, en el de la UNAM. Igual en cuanto a los poetas: Enrique Márquez, Sampedro, Martínez Farfán, Alejandro Sandoval, y alguno que otro más, son un grupo consistente.

Los talleres, entonces, sí cumplen una función (del de Tito Monterroso, por ejemplo, ha salido Guillermo Samperio, ganador hace poco del Premio Casa de las Américas en la rama de cuento; Lavín Cerda hace una excelente labor de formación en su taller de poesía, lo mismo que Juan Bañuelos, y en Veracruz hay dos o tres narradores muy apreciables que trabajan a nivel de taller): la de acelerar el proceso evolutivo de jóvenes con talento literario que, sin esta ayuda, habrían tardado mucho más en moldear su expresión.

Faltaría observar otra característica: gracias a una técnica objetiva en el manejo de los textos de los coordinadores, éstos no se parecen entre sí al coordinador. Cada uno ha conservado su individualidad, supersonalísima manera de decir. Huerta, Ojeda, Villoro, Márquez, Sampedro, Betancourt, etc., son absolutamente distintos unos de otros. No podría señalarse tampoco influencia del coordinador.

Todo esto, a mi juicio, habla muy bien de la funcionalidad de los talleres literarios, de su efectividad.

Así, pues, los talleres tienen su verdad, que es absolutamente tangible, incluso humilde, sencilla.

La fantasía es otra: en el taller se quiere hacer escritores por receta. Lógicamente, esta fantasía produce rechazo, ya que propone algo imposible. Y una fantasía más: la de que el escritor es alguien «especial», alguien desde cuya monstruosidad o anormalidad nace, por generación espontánea, el texto genial. Las dos producen un rechazo igual frente a los talleres literarios, y ambas son falsas, tergiversadoras.

A la postre, la única referencia real para medir la efectividad de un taller literario son sus productos, y a ellos debemos atenernos.