Los peluqueros ensayan la rebelión
Decía Octavio Paz en El laberinto de la soledad que: “El mexicano grita todo lo que puede el 16 de septiembre para quedarse callado el resto del año”. Podríamos pensar que los mexicanos se rebelan de manera silenciosa, casi subterránea. Tal vez por medio de la fiesta o el afán de lo imposible, de aquello que queda registrado en tres líneas de los libros de historia como el hecho de tener el mayor número de preseas en los récords Guinness. Es sabido que toda nación, además de tener un gusto inquietante por la sangre, debe tener héroes de guerra o suicidas que se arrojen al vacío envueltos en la bandera nacional. Dentro de estas hazañas nacionalistas se encuentra la mentada de madre más grande registrada en la historia, en la que más de 500 personas entonaron un atronador “¡chinga tu madre!” en el cielo de Guadalajara.
Pensaba en la cima de la historia, en los récord Guinness, en formar parte de algo grande; en la trascendencia de la anécdota, en la gallardía que equivale a levantarse de la mesa y decir frente al público: ¡Yo estuve ahí cabrones! O salir al ruedo como gallito de combate: “a mí no me ninguneas hijo de tu puta madre, porque estuve en los Guinness”. Al pensar en ese ideal máximo, empecé a canturrear una especie de tonadita, con la frase: “Rapunzel, Rapunzel, deja tu pelo caer”. Recordé ese cuento escrito por los hermanos Grimm publicado en 1812. La historia de Rapunzel: la adolescente que a los doce años es encerrada en una torre sin puertas ni escaleras. Solo con una ventana por donde la bruja Gothel, su madre adoptiva, una fetichista lésbica, la frecuentaba todas las tardes.
La hechicera, obsesionada por atesorar aquella peligrosa reliquia de juventud, conoce las palabras que le dan acceso: “Rapunzel, Rapunzel, deja tu pelo caer”. La adolescente que no ha visto a otro ser vivo más que a la bruja y menos aún a un peluquero, desenreda sus “magnificas y larguísimas trenzas”, que como sabemos alcanzaban “veintes varas” de largo, lo equivalente a casi veinte metros hasta hacerlas llegar al suelo. Tan solo las desenvolvía en torno a un gancho de la ventana y las dejaba caer por la ventana. De tal forma que la hechicera practicase una especie de rapel, jaloneando las hebras doradas de Rapunzel y apoyando los pies sobre la tapia hasta alcanzar el tragaluz. Interrumpí esa reflexión al momento que descorría la puerta de cristal que daba acceso a la peluquería. Ahí estaba una joven, de cabello liso negro, con un overol blanco de dos bolsas laterales, donde guardaba todo tipo de herramientas de trabajo: tijeras para cortar bigotes estorbosos o desplumar pelos desobedientes, dispensadores de plástico con perfumes o aguas benditas.
Tenía las dos rodillas y el codo puestos en el suelo. Con su mano libre de manicurista con uñas recién pintadas, recolectaba gruesas y compactas bolas de pelo negro, que yacían impávidas en el suelo, para después llevarlas con gran parsimonia a su boca y engullirlas con placer. En ese momento supe que, aunque pensadores de alta talla habían mascullado durante toda su vida que el único y verdadero tema de la filosofía era el suicidio, para mí quedaba claro que el verdadero peligro real y filosófico para la sociedad eran los peluqueros.
Ya que el cuestionarnos si la vida vale o no la pena pasa a un segundo plano cuando nos enfrentamos a problemas realmente grandes como la belleza o la fealdad propias. Valdría la pena saber si los individuos son capaces de sobreponerse a los males de su fealdad, rechazados por una condición impuesta por su propia fisionomía. Una carne cuyo cuerpo muerto sería rechazado por cuervos y zopilotes, por sus propias madres e inclusive por sus propias abuelas. Hay que recordar que esas derrotas impuestas pueden siempre arreglarse por medio de un corte de cabello, pues aunque digan que las apariencias engañan, todo el mundo sabe que no es cierto.
Las preguntas que a continuación se plantean han sido discutidas en diversos congresos, de las que aquí se derivan algunas cuestiones y respuestas:
¿Por qué los peluqueros representan el mayor riesgo para la sociedad? ¿Qué haríamos sin Televisa? ¿¡Qué vamos a hacer!?
Si consideramos que todo gremio tiene sus formas de desfogue como la mentada nacional, es importante ponerse a pensar de qué manera actúan estos aparentes estetas y en lo que están pensando mientras despojan con sus tijeras las cabelleras de los incautos. Impávidas cabezas, puestas de espalda, expuestas a los ánimos irascibles del ejecutante, dando con ello agraciados o debilitadores cortes ya sea para maldecir las desgracias del mal gobierno, de los bajos salarios, o de la nostalgia de las telenovelas mexicanas; hoy en día, por cierto, más bien turcas o colombianas.
Hartos de las inmundicias ofrecidas por los culebrones con acentos guapachosos o mal dobladas, hartos de que en los programas de chismorreo y escándalo ya no hubiesen actores mexicanos, despojados así de la fortuna de poder tocarlos u observarlos a la distancia en una genérica plaza comercial o a través de las franjas electrificadas de los aeropuertos, arrancados de sus héroes modernos, los peluqueros empezaron una rebelión. Fue a partir del despojo que sintieron de su cultura propia. Entendida como una actitud ante la vida, constituidas por ligeros brotes de amaneramiento, un amor incondicional a Televisa y un frenesí casi cardíaco a programas como La Oreja.
La peluquería es un oficio tan antiguo como el bandidaje. Cuántos reyes barbones, en castillos repletos de espejos, llenos de ocio y narcisismo, obsesionados con no asemejarse al vulgo habían preferido mantener la barba que la vida. Qué pensar cuando el emperador Maximiliano, sitiado por las tropas liberales de Juárez no siguió los consejos de sus más cercanos generales, que le aconsejaban cortarse la barba y huir. Es sabido que en la Francia del Ancien Règime, los peluqueros gozaban de un estatuto superior dentro de las cortes compuestas por bufones, músicos, cocineros y saltimbanquis. Sólo ellos podían secundar a las damas y adentrarse en las habitaciones reales; escuchar las vidas frívolas propias del ocio, de insidias y enredos en la cama o simplemente de las maledicencias de su consorte. Su papel se distinguió de tal manera durante la Revolución Francesa que el historiador francés Jules Michelet, los describió como el gremio más pro monárquico de la época. Una devoción inclusive superior a la proferida por los sacerdotes mismos, sabedores que tras la decapitación del rey, ya no tendrían cabelleras que cortar.
Algunos creen que los peluqueros fueron los malos aprendices de los carniceros, individuos no diestros en el uso de los cuchillos, que renunciaron al oficio de instrumentos sádicos y delantales atados al cuello untados de sangre. Todo esto derivó en su deseo incumplido de trocear o desollar carne. Los peluqueros, defenestrados de las carnicerías, obligados al destierro, no tuvieron de otra que volverse diestros en el uso de las navajas y las tijeras. Actualmente se calcula que cerca de tres mil peluqueros deambulan todos los días por las calles de la Ciudad de México, a la vista de todos, sin que a nadie parezca importarle nada. No hay que olvidar que no había trofeo más preciado para los Pieles Rojas o los Iroqueses que poseer el mayor número de cabelleras, las cuales eran expuestas en las paredes del interior de sus rústicas casas. Prueba imbatible de sus enemigos caídos en combate.
Otro dato que pasa a la vista de todos son las historias de infortunio de aquellos individuos que optaron por aventarse a las vías férreas o colgarse de sauces llorones, tras la culminación de un insatisfactorio corte de cabello. O la del loco, que tras dos meses de encierro en un psiquiátrico, lo primero que decidió al salir fue cortarse la cabellera con pretensiones de encontrar, en la renovación de su rostro, también la transformación de su vida. Pero no, tras haber sido despojado de sus pilosidades, el peluquero le muestra su rostro reflejado, y lo que encuentra es la representación de un individuo que no había visto jamás en su vida. No es insospechado pensar en la psicosis o trastorno disociativo a la que el expaciente se vio enfrentado.
Se trata de un gremio que sabe poseer las herramientas básicas para reducir en cenizas el orgullo de cualquier individuo, que puede ser efímero si contemplamos la vanidad expuesta por Carlos I de Inglaterra, famoso por haber pasado sus últimas horas con vida frente al tocador antes de ser decapitado blanqueándose la piel con talcos y rizándose con gran esmero el cabello. Tiempo después se supo que, tras haber sido expropiada su cabeza durante unos minutos por el pueblo, fue vuelta a suturar a su cuerpo por un médico francés, para que así por lo menos el rey no hubiese sentido que sus últimas horas hubiesen transcurrido en vano.
No se me olvidará la expresión de tristeza de aquel alopécico cráneo que, detenido frente a la vitrina de una peluquería, miraba con ojos acuosos la multitud de pelos anónimos que yacían en el suelo del salón, mientras el ayudante del peluquero, con escoba en mano y la solemnidad de un monje, apilaba pequeños montoncitos de cabello. Nadie sabía, excepto yo, cuál sería el último destino de éstos.
Con todo, estos sujetos acosados por los espejos, las sillas giratorias y los televisores encendidos conforman, hoy en día, el ala dura del dandismo baudelairiano, el cual profesaba que en la vida: “hay que vivir y morir frente a un espejo “.