Tierra Adentro

Titulo: Tengo que morir todas las noches. Una crónica de los ochenta, el underground y la cultura gay

Autor: Guillermo Osorno

Editorial: Debate

Lugar y Año: México, 2014

La vida gay en México durante los años ochenta tuvo varios contrastes pues, sin las leyes de no discriminación o de matrimonios entre personas del mismo sexo que hay actualmente, existían los ligues fugaces y clandestinos, pero también tenía su lado con aires de sofisticación y el mundo glamuroso gracias a las cantantes y actrices a quienes tanto admiran los gays, todo eso con lo que después arrasó el sida. Después de los años setenta en que la liberación gay tuvo su apogeo, los ochenta fueron años muy difíciles para las minorías sexuales. Esos contrastes se notan en el libro de Guillermo Osorno, Tengo que morir todas las noches.

Para realizarlo, Osorno investigó y entrevistó a muchas personas durante años, por lo que es un libro bien documentado sobre el mítico bar El Nueve, uno de los primeros bares abiertamente gays, con personajes también míticos como la travesti Xóchitl, el excéntrico Jaime Vite y la hoy archiconocida Alejandra Bogue. Sin embargo, lo paradójico del caso es que en el libro se nota en exceso la investigación que Osorno realizó y eso ensombrece a los personajes, tantos datos y tantas visiones desvían la atención del punto central que el libro dice contar. De manera que con todo ese aire mítico que envolvió a El Nueve y con esos personajes emblemáticos de la vida gay ochentera, uno esperaría mucho más de un libro como Tengo que morir todas las noches.

El subtítulo del libro es muy ambicioso y no se corresponde con lo que contiene la crónica porque Osorno centra su atención en la historia de Henri Donnadieu, un francés afincado desde hace años en México, y el bar El Nueve. Pues la cultura gay y la vida underground de esos años, sin duda, también se daba en otros lados, en otros espacios y con otros protagonistas. Tal vez las mejores partes (el prólogo y el epílogo) son cuando el autor narra en primera persona sus vivencias en ese lugar y en los años en los que él era adolescente, pero incluso en esas páginas hay contención o cierto pudor que hacen que el libro gane en algunos puntos pero pierda en muchos más.

Además, Osorno incurre en varias imprecisiones a lo largo del libro, como decir, por ejemplo, que en la marcha por los diez años de la matanza de Tlatelolco el contingente gay era de treinta personas, tal vez la prensa de la época alarmada por la osadía haya aumentado el número pero lo cierto es que no eran más de una docena de personas que iban protegidos, según me contó Max Mejía una vez en Tijuana, por dos contingentes, uno de los cuales era el del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), el primero en postular a dos gays como candidatos a diputados federales. Lo que sucede es que, para que el número de ese primer contingente aumente, muchos incluyen también nombres como Patria Jiménez, Yan María Castro, Luis González de Alba, José María Covarrubias, Braulio Peralta o Tito Vasconcelos, personajes emblemáticos de la vida gay, sin duda alguna, pero ninguno de ellos estuvo en esa primera salida y en realidad fueron apenas una docena de los cuales aún resuenan algunos nombres: Nancy Cárdenas, Max Mejía, Humberto Álvarez, Juan Jacobo Hernández y unos cuantos más. Y otra teoría que Osorno no registra sobre porqué la Zona Rosa fue llamada así es que el novelista Luis Spota la bautizó de esa manera en oposición a las “zonas rojas” que existían y existen en varias ciudades.

Por otra parte, la narrativa de Tengo que morir todas las noches es plana, no tiene ninguna anécdota gozosa o contada de tal manera que parezca divertido leer todo el frenesí que se vivió en esos años, y eso tal vez se deba a que adolece de lo aséptico que impregna a la crónica estadounidense que todo lo ve con distancia, sin que el narrador sea uno más de los protagonistas, en contraste con la chispeante crónica mexicana de Elena Poniatowska, Ricardo Garibay, José Joaquín Blanco o, incluso, Fabrizio Mejía Madrid y Juan Villoro.