Los maestros: Guillermo Fernández
Titulo: Para el bautismo de nuestros fragmentos
Traductor: Guillermo Fernández
Editorial: UNAM
Lugar y Año: México, 2006
Guillermo Fernández (Guadalajara, 1932-Toluca, 2012) era un entusiasta, un vitalista: podría sonar a lugar común, pero en verdad era un ser humano lleno de vida. Aunque estaba a punto de cumplir 80 años, Guillermo no era un señor encerrado en su casa, sin ganas de salir y ver a la gente o achacoso sino todo lo contrario: seguía departiendo en su casa, tequilas y cigarro en mano, y a algunos nos llevó a la obligada expedición hasta el cráter del Nevado de Toluca, su amado Xinantécatl, manejando él mismo su coche rojo a toda velocidad por entre los desfiladeros. Eso explica porqué Cristina Rivera Garza siempre decía que “Guillermo es dos muchachos de 20 años”, a lo que él contestaba: “¡Pues ya voy siendo cuatro muchachos!”. Por eso, su asesinato, cometido en su casa de Toluca hace poco más de dos años, podría parecernos menos que devastador. Y sigue siendo devastador saber que las investigaciones para dar con el homicida están estancadas, típico de este país lleno de injusticias.
El pasado 2 de octubre, Guillermo habría cumplido 82 años y seguramente los habría seguido viviendo con el mismo ánimo festivo. No tuve el privilegio de asistir a los talleres de poesía y de traducción del italiano que Guillermo impartía en la Casa de Cultura de Toluca (donde justamente fue velado), ciudad a la que se fue a vivir a principios de los años noventa por su gusto al frío de las tierras altas. En mi caso, sus enseñanzas fueron vía telefónica o en las pocas tertulias en las que nos encontrábamos, sobre todo en casa de Cristina Rivera Garza en Metepec. Esas llamadas telefónicas se extendían durante varias horas y, como es natural en una plática entre amigos, los temas fluctuaban de una cosa a la otra sin llegar a concluir ninguno. Ahora creo que Guillermo varias veces me puso a prueba: mencionaba un poema y yo le recitaba algún verso que me supiera, sobre todo de nuestro admirado Cernuda; mencionaba una película italiana y yo contestaba con el nombre de la protagonista; él mencionaba una pieza de algún compositor y yo le respondía con la más célebre de sus piezas, en particular Mahler, cuya devoción también compartíamos. Fue así como poco a poco entramos en complicidad.
Sobre todo, de Guillermo aprendí todo lo poco que sé de literatura italiana: como estudiante de letras hispánicas desconocía mucho sobre la italiana, que él había dedicado años a traducir al castellano. De manera que si en una de esas conversaciones él hablaba, por ejemplo, de “Lighea”, a la siguiente “sesión” yo tenía leído ese cuento bellísimo de Tomasi di Lampedusa que era uno de sus predilectos; o si había mencionado de pasada un cuento de Elio Vitorini o de Giovanni Papini, yo corría a buscarlo y leerlo. Claro, no sólo dejaba que él los mencionara para leerlos, también aportaba y entonces leía un poema de Cardarelli (“Pasado”, mi favorito) o de Penna para llamarlo y comentarlos. Y todas, claro está, en traducciones hechas por él mismo (véase su antología Para el bautismo de nuestros fragmentos, UNAM, México, 2006). Una de las traducciones del italiano más raras que hizo fue la de Mamá morfina, de Eros Alesi, un poeta que ni en Italia recordaban y que él había rescatado en nuestro país y en nuestra lengua (según me dijo una vez, si mal no recuerdo, el agregado cultural de Italia en México).
Con Guillermo no había concesiones. Una de las tantas veces que hablamos por teléfono soltó un comentario que retuve porque en su caso era cierto: “Me gustan los norteños porque siempre te hablan de frente”. Guillermo era consecuente con esa idea y eso fue lo que me sedujo de su personalidad: por ser tan directo y sin complacencias, podía parecer seco, de trato frío y hosco, pero en realidad con eso uno podía darse cuenta de que si algo no le gustaba o si alguien no le agradaba simplemente lo decía sin tapujos. Como buen provocador, Guillermo hacía muchos comentarios mordaces, políticamente incorrectos que escandalizaban a más de uno, rematados con sus estruendosas carcajadas, como las de un niño cuando hace una travesura. ¿Cómo no dejarse seducir y llegar a tomar como ejemplo y querer como camarada a una persona tan auténtica?