Tierra Adentro
Clarice Lispector, 1972. Fotografía de dominio público, acervo del Archivo Nacional de Brasil.
Clarice Lispector, 1972. Fotografía de dominio público, acervo del Archivo Nacional de Brasil.

La constelación literaria del siglo XX está repleta de figuras cuyo enigma y extravagancia eclipsaron, en mayor o menor medida, a sus propios textos. Clarice Lispector, la radical esteta del laconismo que dilató su vida entre los periódicos y la traducción, puede contarse entre los astros intelectuales que han inspirado un magnetismo más bien biográfico. Hasta hace poco se hablaba de ella más de lo que se le leía.

Originalmente bautizada como Chaya Pinjasivna, la autora nacida en Ucrania terminó por apropiarse del nombre con el que la conocemos cuando el resto de su familia se asentó en Alagoas y mutó sus identidades al portugués: el padre ya no era Pinjas, sino Pedro; la madre ya no era Mania, sino Marieta. Esta transición seminal repercutiría en la carrera de Clarice incluso décadas después de haber acabado su infancia, ya que los escépticos de su obra llegaron a argüir la disimilitud entre su nombre y su apellido para suponerlos el pseudónimo de otra persona. Un hombre, para variar.

En la silueta de Lispector todo parece ser un signo esperando el escrutinio de los otros. El culto a su belleza –fatalmente agraviada por las cicatrices de un incendio casero ocurrido once años antes de su muerte–, su construcción casi mitológica como mujer glamurosa acompañada siempre por bisutería y gafas negras, la renovación incesante de su estilo a lo largo de los años y la reserva general con la que se mostró ante el resto del gremio forjaron la extraña imagen de la mejor escritora brasileña del siglo pasado.

De entre todos, los lectores de la Latinoamérica hispanohablante hemos sido los más injustos con su legado. Es común que en Brasil se lea a nuestros autores y autoras sin necesidad de traducirlos al portugués, mientras que en el resto del continente nos hemos subyugado a la barrera de la traducción. Es probable que la reivindicación de Lispector se la debamos al trabajo del editor Benjamin Moser y la traductora Katrina Dodson, quienes colocaron a su narrativa breve en el centro de la discusión literaria angloparlante de la década pasada. De a poco, en otras latitudes y en otras tradiciones nos hemos encargado de rescatarla también. El Fondo de Cultura Económica, de la mano de traductores como Geney Beltrán, Romeo Tello y María Auxilio Salado, emprendió el trabajo titánico de ofrecer toda su producción novelística a los lectores de Hispanoamérica. Por su parte y bajo el mismo sello editorial, Paula Abramo ha traducido los más de ochenta relatos que Lispector publicó desde los diecinueve años hasta sus últimos días.

Los apuntes que siguen –mínimos y quizá triviales al lado de la obra de la que se ocupan– no buscan otra cosa que alumbrar algunas de las facetas de la porción más rica y delirantemente incisiva del trabajo de Lispector: sus cuentos.

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La escritura alrededor de las epifanías cotidianas dominó buena parte de los intereses del modernismo. Acaso James Joyce inauguró el uso de las revelaciones del día a día como un catalejo para escudriñar la convulsión del siglo; Dublineses –lamentablemente opacado por la monstruosidad verbal de Ulises– es un libro de cuentos en el que la realidad está infectada por una parálisis tan solo aparente que delata, casi siempre de golpe, un fulgor interno que espera a ser descubierto. Lispector –heredera y transgresora de la modernidad– trama sus relatos a partir de la construcción de brevísimos mundos vulnerables a los hallazgos espontáneos.

Uno de los relatos maestros de la brasileña que aparece en Lazos de familia (1960), “Una gallina”, muestra la mañana de un padre que se dispone a perseguir a una de estas aves recién escapada de la cocina, prófuga del desayuno. Sin exceder cuatro páginas de extensión, el cuento exhibe cómo la gallina evita que la pasen por los cuchillos al poner, casi accidentalmente, un huevo: ese portento calcáreo obliga a los miembros de la familia a replantearse toda la situación. La maternidad latente los hace apiadarse de ella al grado de volverla la reina de la casa, pintoresca mascota improvisada. Pero eso no importa realmente, porque el tiempo pasa y la gallina termina por ser comida de todas formas.

Lo que bajo la sinopsis se hace pasar por un absurdo transitorio, en el texto se despliega como una serie de vuelcos luminosos que resignifican a la vida misma. Precisamente la cotidianidad en disputa es una de las fijaciones que Lispector repite en otros cuentos igual de potentes, como “La mujer más pequeña del mundo”, donde se muestra la perversa ternura con la que distintas personas reciben la noticia del descubrimiento de una pigmea congolesa llamada Pequeña Flor. Entre las charlas y los periódicos, la maravilla se diluye hasta la insignificancia.

Los universos de bolsillo cincelados por Lispector enfrentan en paradójica intimidad a los milagros y a la rutina. En ellos, la sencillez deviene en catarsis y lo inédito se vuelve corriente para luego, nimio, ser devorado por las fauces de la trivialidad.

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Blake Butler, uno de los novelistas estadounidenses contemporáneos que mejor se adelantó a la fiebre general por Lispector, definió a la prosa de la autora como un entramado sintáctico sostenido por la psicosis, obsesionado en alcanzar la comprensión del laberinto oscuro del día a día. Me parece que ese efecto se logra gracias al laconismo estilístico que por acumulación subvierte a los escenarios en eficaces torbellinos poéticos, minuciosos y diligentes en su exploración de la condición humana.

Las aspiraciones estéticas de la brasileña, más que perfilarse, están bien definidas desde sus primeros textos. Es en la Clarice germinal donde nos topamos con una cadencia narrativa que se apoya en un lenguaje de meditaciones y articulaciones escrupulosas, reposado en el sosiego de los días que se van construyendo con cínica tranquilidad. Relatos como “El delirio” respiran con elegancia sinuosa, circundando a los acontecimientos y a los personajes con descripciones sintéticas que formulan bellísimas siluetas y sensaciones, texturas y luces.

Incluso cuando el estilo de Lispector se aleja de las ambiciones naturalistas es fácil notar que su escritura conserva a la eficacia como primera regla y directriz estética. En La legión extranjera (1964) abundan cuentos brevísimos (“Macacos”, “Tentación”, “La solución” y “Evolución de una miopía”, por citar unos cuantos ejemplos) en los que la compactación gramatical juega a favor del ritmo sin ir en detrimento de la profundidad. Las oraciones son, más bien, aforismos camuflados.

Al lector de Lispector le basta un poco de paciencia para encontrar que sus textos están repletos de disimuladas verdades que ocultan otras.

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No pienso ofender la inteligencia de nadie haciéndome pasar por el primero en decir que el cuento es un género en el que predomina la no-escritura. Esto es algo que, si no se sabe con prelación, al menos se intuye. Los silencios y las omisiones conforman compartimentos que inflan de vida a los relatos y extienden los alcances de su propia arquitectura.

Una observación básica –al menos a la luz de todo lo escrito anteriormente– terminará por obviar que los relatos de Lispector manipulan con maestría a los huecos significantes de su narrativa. Sin embargo, una lectura levemente más extensa es suficiente para admirar la radical audacia con la que la autora ordena el tejido espaciotemporal de su escritura.

Un ejemplo puntual de la enmascarada experimentación de Lispector se encuentra en “La quinta historia”, relato maestro por donde se le mire. Es narrado por una mujer que confiesa, en primer lugar, haberse quejado de la presencia de cucarachas en su departamento para después escuchar de labios de una vecina la fórmula perfecta para matarlas usando una mezcla de azúcar, harina y yeso. Igual de breve que muchas de las otras ya mencionadas, la historia comienza cinco veces desde el mismo punto: la queja por el aparecimiento de las cucarachas. A través de una reconstrucción constante, los pocos párrafos dan lugar a una exploración de la muerte y de los signos que la acompañan.

A lo largo de su extensa obra, a Lispector parece resultarle sencillo desplegar los artificios de su deslumbrante control creador, como un demiurgo versátil.

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Lispector murió un viernes, el nueve de diciembre de 1977. Encuentro un signo magistral en el hecho de que no alcanzó a presenciar las horas de su cumpleaños, postrado en el calendario al día siguiente: el sábado.

En su cuento “El reparto de los panes”, el sexto día de la semana es usado como excusa para reflexionar sobre las cosas que ocurren en nombre de nada y en nombre de nadie. A propósito de un almuerzo de compromiso, el narrador y otras personas asisten a un banquete que, en el primer momento, no tiene la bendición del hambre, pero que finalmente inspira en los presentes un apetito sin adjetivos ni mediaciones. Todos devoran con la sinceridad de quienes no engañan a lo que comen: comen la comida, no su nombre. Aquí ocurre el gran milagro de la narrativa de la brasileña: la vida aparece con naturalidad sobrecogedora.

Tras su minuciosa genialidad, la obra de Lispector resume los mecanismos de la vida y muestra a las multitudes de sus personajes como hordas de organismos que, arando el suelo y comiendo sus frutos, conquistando patrias y cobijando sus muertos, de a poco van cubriendo todos los rincones de la Tierra.