Loch Ness
Desde la orilla miraron,
sostenidos en dos patas,
el predicho elástico
charol noctívago
que figuró malabares con brillos ajenos
(reflejos de reflejos de otra luz fuera del mundo).
En las manos sostuvieron
futuros recuerdos —futuras cárceles—
todavía opacos:
pasta de imagen
esperando el instante.
Miraron el lago quieto
y sintieron el viento agresivo.
Temían por todas las cosas ocultas,
aquellas sumergidas
y todas esas menores que minúsculas
sostenidas en el aire.
Estamos listos —repetían
antes de llevar la mirilla al ojo
y luego de mirarse cada tanto
para confirmar que contra la espera
seguían preparados.
■
Y pasó.
Al centro del centro
se hendió el petróleo;
la cabeza asomó entre la herida,
con sus orejas pequeñas,
la frente abultada
y batallones de escamas listas para el olvido.
El cuello larguísimo abrió en canal
la tensión de toda superficie.
Inmóviles en la orilla,
apenas alcanzaron a capturar
una grisalla tenue del asombro.
Luego las cámaras cayeron de sus manos.
Llegó la penumbra, llegó la penumbra, cantaban.
Alzaron la vista hasta alcanzar
la altura de ojos nuevos
y por primera vez les pareció colosal
aquello que mecían en los brazos.
■
Desde entonces, la humedad
adentro de la carne, grano de tinieblas:
un ideal de cuna, arrullo feroz,
que no era exactamente la patria,
sino el vibrar de los anélidos,
la muerte oportuna de los originales.
No un concepto, un recorrido,
práctica perpetua:
la melancolía natal por los fondos
alguna vez tangibles: cieno,
perlas, ruidos verdes.