Lo habitual habitable en dos cuentos latinoamericanos: la permanencia corporal y afectiva en “El desentierro de Angelita” de Mariana Enriquez e “Historia de Mariquita” de Guadalupe Dueñas
En los últimos años, los estudios literarios latinoamericanos se han esforzado por recuperar y valorar el trabajo de las mujeres. Tal es el caso de la mexicana Guadalupe Dueñas y la argentina Mariana Enriquez. Ambas autoras destacan por escribir cuentos permeados de un horror peculiar, sutil y curiosamente emotivo. Sus textos parecen confirmar que, como afirmaba Lovecraft, “los fantasmas han dejado su apariencia gótica pálida y han abierto el juego a otras formas de construcción”. Esto es especialmente cierto en “Historia de Mariquita” (publicado en 1958 como parte de Tiene la noche un árbol) y en “El desentierro de la Angelita” (contenido en Los peligros de fumar en la cama, de 2009).
La “Historia de Mariquita” relata la mudanza de una familia cuya hija mayor —Mariquita, una de las hermanas de la narradora— muere a los pocos meses de nacida y es posteriormente conservada en un frasco de chiles. “El desentierro de la Angelita”, por su parte, gira en torno a la aparición del “fantasma” de Angelita —la tía abuela de la protagonista—, quien, al igual que Mariquita, muere al poco tiempo de nacer. Dicha aparición se debe a la remoción de los huesos de la bebé difunta: la primera vez, cuando la narradora los encuentra enterrados en el huerto de su abuela; la segunda, cuando los nuevos inquilinos de esa casa escarban la tierra para construir una alberca. Resulta interesante que las muertes de ambas bebés (así como sus muestras de pervivencia en el hogar) son similares. Por lo tanto, me he propuesto analizar las formas de permanencia en ambos cuentos, pensando en el cuerpo, los afectos, el espacio y la memoria como elementos dadores de continuidad, como la materia prima de esos nuevos “fantasmas” que mencionaba Lovecraft.
En primer lugar, debemos explorar la permanencia mediante los sentimientos que marcan la relación de los familiares con las pequeñas difuntas. Esos vínculos emocionales se manifiestan principalmente vía la tanatopraxia (es decir, el tratamiento de los cadáveres). Es con gran cariño y veneración que el padre de Mariquita decide conservar el cuerpo de su hija muerta en un frasco de chiles. Nos comparte la narradora: “Dicen que mi padre la bautizó rápidamente y que estuvo horas enteras frente a su cunita sin aceptar su muerte. Nadie pudo convencerlo de que debía enterrarla”. Esta cita confirma que la conservación del cuerpo de Mariquita surge del apego, de un rechazo a la pérdida de su vida.
En el caso de Angelita, llama la atención el “ritual” con el que su familia pretendía despedirla: “Como era angelita, la sentaron sobre una mesa adornada con flores, envuelta en un trapo rosa, apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón para que subiera al cielo más rápido”. Estos objetos denotan cariño y ternura. Por eso, resulta extraño que, años después de esa ceremonia, Angelita se le aparezca a la narradora del cuento con los residuos del trapo y las alitas que le colocaron, como si su espíritu existiera mediante —y debido a— las huellas que dejaron en su cuerpo quienes una vez la amaron.
Este dato es importante porque nos permite establecer una relación directa entre los familiares amorosos, los cadáveres “tratados” y los supuestos “fantasmas” de las difuntas de ambos cuentos. Es como si el apego marcara los restos que anclan a estas bebés al plano terrenal. Podríamos incluso hablar de una “cartografía” afectiva del cuerpo, pues este se ve marcado por las emociones que lo rodearon y, a partir de eso, puede proporcionar una dirección al alma que lo habitó. Pienso ahora en las palabras de Ricardo Daniel Acosta: “Muchas veces los fantasmas y espectros establecen vínculos indestructibles con ciertos espacios, que por lo regular solían ser sus habitaciones o algún recoveco apreciado en vida”. Esta cita pone de relieve la importancia del sentimiento para que el espíritu elija dónde quedarse. Lo físico —todo lo material que “contuvo” aquello que fue querido y perdido— funge entonces como una suerte de antena que orienta a Mariquita y a Angelita a un espacio privado particular. Aún son, permanecen en donde más las quisieron.
Así que, en ambas historias, las bebés fallecidas encuentran un lugar en la casa donde sus cuerpos reposan. En el caso de “El desentierro de la Angelita”, la conexión de la pequeña con sus huesitos es tal que, cuando la lluvia o los nuevos residentes de la casa remueven la tierra que los cubre, Angelita se angustia. Asimismo, dice la “Historia de Mariquita” que el frasco de chiles —curiosa alternativa al ataúd— solía ser colocado en algún rincón estratégico del cuarto de las hermanas. Coincido aquí con la lectura de Graciela Monges: “La presencia de aquella niña muerta representa para la narradora algo heimlich, común, íntimo, secreto, hogareño”. Y esto es aplicable en ambos cuentos. Entonces, los “espíritus” ya no pertenecen únicamente al reino de lo atroz, sino también al de lo conocido y lo entrañable. He aquí una nueva forma de “fantasmagoría”, un manejo del horror extrañamente cercano al corazón.
Con esto en mente, vale la pena pensar en las implicaciones de mantener los restos de las bebés en el espacio personal de las narradoras, donde son frecuentemente vistos —y quizá incluso escuchados, como ocurre con la Angelita—. Las pequeñas muertas parecen “reconstruirse” en el espacio donde se encuentran sus cadáveres; sus despojos corporales las traen a la mente de sus familiares, las mantienen cerca y les ofrecen un hogar al que, por definición, como fantasmas, no tendrían derecho. La razón es que todo recuerdo es un pensamiento anclado al entorno y estimulado por un objeto particular. Así, la ocupación —o la apropiación— del espacio es también un factor de permanencia en cuanto a su relación con la visibilidad y la memoria. Los verbos “pensar”, “querer”, “recordar” y “construir” son, por ende, inseparables.
No obstante, la estadía de Mariquita y Angelita trasciende lo puramente mental. El desentierro de los huesos de la Angelita, por ejemplo, desemboca en que esta aparezca visiblemente “junto a la cama, llorando, una noche de tormenta”. La posibilidad de que se trate de un episodio alucinatorio desaparece cuando, más adelante, la narradora pasea por la calle con Angelita y admite que algunos vecinos también pueden ver el rostro vendado de la bebé, comprensiblemente suspendidos entre el extrañamiento y la pena. De manera parecida, afirma la “Historia de Mariquita” que:
En los excepcionales minutos de silencio ocurrían derrumbes innecesarios, sorprendentes bailoteos de candiles y paredes, o inocentes quebraderos de trastos y cristales. […] Las sirvientas inventaron que la culpable era la niña que escondíamos en el ropero: que en las noches su fantasma recorría el vecindario.
Queda claro que, en ambos cuentos, hay instantes en los que lo metafísico se presenta como nuevo gobernante de la realidad. La “segunda vida” de las pequeñas difuntas se instala en los recovecos de lo “lógico” y mezcla lo insólito con lo rutinario.
Pues bien, el proceso de “reconstrucción” de Mariquita y Angelita afecta tanto la dimensión interna de los familiares como la externa. Para ser más específicos, la convivencia de la vida y la muerte, la presencia de lo oculto en lo cotidiano, transforma lo habitual en habitable. En los cuentos revisados, el frasco de chiles y los huesitos enterrados en el huerto irradian —extienden, reviven, imprimen sobre todo lo que les rodea— la paradójica presencia de una pérdida. Así, cualquier elemento del ambiente puede ser evocador y contenedor de aquello que se añora.
Acosta identifica una interesante consecuencia de este hecho: “Al hablar de lo oculto dentro de lo habitual, las apariciones buscan transgredir los límites que separan al yo de los otros. […] Todo un universo de simbologías se resquebraja”. Esta propuesta es cautivadora y refuerza el lazo que une todo lo que hemos analizado hasta ahora: si se desdibuja la frontera entre “lo otro” y lo propio, entonces se vuelve posible que un muerto comparta y se instale en la memoria, los sentimientos, la experiencia, la temporalidad y el refugio de alguien más.
Por eso, no es fortuito que las narradoras de ambos cuentos presenten los hechos, en las palabras de Graciela Monges, “filtrándolos siempre a través de su propia visión del mundo, individual e intimista; una fina y emotiva sensibilidad que da acceso a la realidad interna del personaje”. Es cierto, hay una enorme ternura en la relación de las narradoras con las difuntas, ya sea que esta adquiera tintes fraternales (como en el texto de Dueñas) o maternales (como en la obra de Enriquez). Es ese acceso a la realidad interna lo que permite que se crucen las barreras entre “el otro” y el “yo” y que surja, como resultado, un singular contacto afectivo.
En consecuencia, podríamos decir que nos encontramos ante una nueva forma de “nigromancia”, si definimos este término como la convocatoria de los muertos y la “conversación” que podemos establecer con ellos. Y es que la narradora de la “Historia de Mariquita” parece tener una comunicación intuitiva, sin palabras, con su hermana mayor. De manera similar, en “El desentierro de la Angelita”, la protagonista habla directamente con su tía abuela difunta, quien parece entenderle a la perfección y, a pesar de su incapacidad de hablar, responde con un asentir o negar de la cabeza. Estos fragmentos denotan que la ya mencionada convivencia entre la vida y la muerte se concreta en seres que comparten una historia, un vínculo amoroso, una misma morada.
Veámoslo así: estos cuentos destacan por introducir personajes “fantasmales” cuya permanencia se basa en la “cartografía” afectiva del cuerpo, la ocupación de un espacio compartido y el “aterrizaje” tangible de su historia y su memoria. Los restos corporales de las bebés muertas parecen anclarlas a su hogar, “reconstruirlas” (es decir, traerlas de vuelta al plano terrenal) y proyectarlas en el ambiente. Esto impacta tanto la realidad interna de sus familiares —mediante el acompañamiento y la “conversación” con las narradoras— como la externa —con la inserción de lo oculto en lo cotidiano—. El eterno retorno de las pequeñas difuntas nace del hondo apego de quienes las amaron, el cual se puede materializar, por ejemplo, en un frasco al que se le cambia cuidadosamente el agua, en dos alitas de cartón cortado, en pequeños detalles que delatan una gran ternura.
Finalmente, esta también es una invitación abierta para preguntarnos, con base en nuestra literatura, cómo siente nuestro continente a sus propios fantasmas.
Referencias
Ricardo Daniel Acosta. “Presencias fantasmales en cuentos de Mariana Enriquez y Gabriel Rolón”. Entropía, vol. 2, 2021, pp. 113-129.
Guadalupe Dueñas. “Historia de Mariquita”. Tiene la noche un árbol, 2da ed., Fondo de Cultura Económica, 1968, pp. 23-27. Colección Popular.
Mariana Enriquez. “El desentierro de la Angelita”. Los peligros de fumar en la cama, 2009.
Graciela Monges. “El desamparo y la orfandad en Tiene la noche un árbol de Guadalupe Dueñas”. Escribir la infancia: narradoras mexicanas contemporáneas, El Colegio de México, 1996, pp. 197-211.