En la guarida de los ladrones
De un viejo y fornido árbol, a espaldas de la iglesia de San Sebastián, cuelgan a dos hombres vestidos de manta, con huaraches y el rostro cubierto por paliacates rojos. Un sacerdote con sombrero negro, nariz roja y sonrisa etílica, en compañía de su acólito, se acerca para dar la extremaunción a los colgados, pero en lugar de santos óleos, arroja gotas de pulque. Al pie del árbol se alinean cinco bigotudos con carabinas, apuntan al doble péndulo humano y disparan. La multitud que observa se cubre los oídos. Otros tiros se escuchan entre jinetes que vigilan la ejecución. También a caballo, tres hombres con faldas, pelucas plásticas, bustos opulentos y bigotes rasurados a las prisas, sonríen y mandan besos a diestra y siniestra.
Al megáfono, un viejo de barba rompe el pacto de ficción, pide aplausos para los ejecutados, para los tiradores y para el sacerdote y su “alcohólico”. La gente ríe y el sacerdote les avienta gotas de pulque. Es la recreación de Los bandidos del Río Frío, último día de la semana de las festividades de San Sebastián Mártir, domingo, mayordomía de los arrieros, en Tepetlaoxtoc, cabecera del municipio de mismo nombre, Estado de México, año en curso. Bajan a los colgados y los jinetes van por otros bandidos para ejecutar. Yo aprovecho para empinar el litro de curado de nuez. En mi mochila está el segundo tomo de la novela de Manuel Payno, entre sus hojas descritos los bandidos que aquí se recrean y que, tanto en la ficción como en la realidad, habitaron y se guarecieron en Tepetlaoxtoc.
Entre 1810 y 1894, México se independizó, fue imperio, sufrió invasiones (soldados extranjeros quejándose de la gastronomía picante en inglés como en francés), perdió gran parte de su territorio y fue imperio de nuevo. Entre estos años vivió Manuel Payno, figura política de importancia, pero, sobre todo, por motivos de nuestro interés, autor de la novela de más de mil páginas, en dos tomos (en algunas ediciones, tres), Los bandidos del Río Frío.
Más de un mes con su peso en la mochila, asomándose en los trayectos en metro y metrobús, contemplas sus minuciosos paisajes, mientras tus amistades hablan de la actualidad, del corte de agua del Cutzamala o del trafical citadino; pero para ti San Lázaro es un puerto; San Ángel, un pueblo, y cursas el sistema de lagos, odisea susceptible a mortales tormentas; a las pláticas sobre cárteles y crimen organizado, sobre las prepotencias y ridiculeces de politiquillos como Sandra Cuevas, quieres abonar algún relato de aquel personaje de Payno, Relumbrón; en el tianguis, con tu bolsa del mandado despeinada de espinacas, miras a la frutera y le ves algo de Cecilia; quizá ese cliente coqueto e insistente es como Lamparilla.
Debo confesar que, a veces, leer mamotretos de otro siglo me da una pereza monumental. Pereza que viene sazonada, quizá paradójicamente, de cierta ansiedad lectora: el tiempo que me tomará leer esa novela me tomaría leer unas cuatro o cinco de la mesa de novedades. ¿Sufrirá mi pretenciosa lista de lecturas del año? Se verá menguado el conteo a comparación del año pasado. ¿Y el balance escritoras/escritores? Sumergirme en el tabique de este señor me resta tiempo para leer autoras injustamente olvidadas, o aquellas voces nuevas. Pero a todas estas barreras le acompaña una certeza: siempre que cedo, siempre que sí me voy por el camino arduo, martirizando mis muñecas, ejercitando mi léxico de otros siglos, siempre, y no es exageración, siempre termino encantado.
Los clásicos son clásicos por algo, sí, en parte por un canon que merece revisarse por sus huecos, pero, creo, no por sus aciertos. La selección viene de que son lecturas vivas, no meramente atávicas; superan al juez literario más implacable: el tiempo. A pesar de los siglos de separación entre lector y escritura, siguen comunicando algo. Middlemarch refleja la hipocresía de una moral rígida de provincia, las expectativas castrantes que recaen sobre las mujeres. En Los hermanos Karamazov tomamos un autoexamen de nuestra identidad y existencia. No hace falta ser una mujer inglesa decimonónica o un ruso aspirante a monje para empatizar, para extraer algo de estas lecturas.
La novela de Payno no es excepción. En sus páginas vemos bastantes temas que son relevantes. Destaco la articulación de una red que se puede llamar crimen organizado. Relumbrón, la cabeza de dicha red, ocupa un puesto social y de prestigio en el gobierno y la sociedad, eco que escuchamos en figuras como García Luna. El bandido, Evaristo, ejerce el papel absurdo de vigilante de caminos; por un lado, cuida y, por el otro, asalta. Entonces, la desconfianza actual para con la policía no es cosa nueva; la sospecha de que mantienen vínculos delictivos, tampoco. “¿Para qué le llamas a la policía? Si son los mismos que te asaltaron”.
El anglicismo fake news da la finta de que el fenómeno al que se refiere es reciente, de la era del internet y la desbordante influencia pop y política de los gringos, pero en Los bandidos del Río Frío aparece un licenciado que se adueña de un periódico de oposición al gobierno; bajo sus manos manipula las noticias, exacerba ciertos aspectos, oculta otros, todo con tal de ganarse el agradecimiento del presidente. En el periódico redactan notas rojas con casi nulo sustento en la realidad, ocasionan la indignación del pueblo; chivos expiatorios pagan los platos rotos de un maldito que escala socialmente por medio de la posverdad.
Además de los hombres en falta, con maquillaje exagerado y globos como pechos, hay en la recreación en Tepetlaoxtoc mujeres vestidas de bandidas. A ellas también las cuelgan y ejecutan. Los locales me dicen que eso es nuevo, hace unos años la recreación era cosa de puros hombres. Llegó el cambio: ellas juegan cada vez más un papel protagónico, falta ver cómo sucede en la novela.
Es indudable que sumergirse en los clásicos trae el riesgo de enfrentarse a miradas machirulas de los señores escritores: personajes femeninos unidimensionales, sexualizados, santas perpetuas, idiotas o ausentes (prácticamente un espejo de lo que se ve en aquellos hombres rasurados a las prisas y que reproducen ademanes caricaturescos de su idea de feminidad). Payno es culpable de algunas de estas cosas, lo reconozco; erotiza el cuerpo de las mujeres de pueblo; sin embargo, a las de clase alta las mantiene detrás de un velo de pureza que nunca se arranca. Pero me parece que compensa con la profundidad de los personajes, es decir, no peca de lo unidimensional. Por ejemplo, Cecilia, la frutera, es de lo mejor, tiene un arco, una evolución interesante; además, no está a la merced de los hombres, ella vive como empresaria soltera, se defiende mejor con sus propias manos que con la ayuda de un licenciado coquetón.
Como contraparte a la figura de la mujer, Payno retrata el machismo de los personajes masculinos. No se romantiza el acoso de los pretendientes, ni el celo paterno. La violencia misógina está presente sin ambages. Esta cualidad de la novela la podemos vincular con la corriente literaria a la que se adscribe: el naturalismo. En obras del estilo se encuentran testimonios fieles de las injusticias, del operar de las estructuras sistémicas. Esto permite lecturas actuales, interseccionales, feministas, decoloniales, antirracistas, etcétera. Por ejemplo, Nana de Emile Zola contiene desafíos a los roles de género y a la sexualidad normativa. Leerla no es escapar a otra época, un alienarse, sino que nos lleva a las raíces de problemas y desafíos que nos atraviesan.
En Los bandidos del Río Frío cada capítulo cierra con el mentado cliffhanger, particularidad propia de las novelas por entregas, técnica emulada en las telenovelas y en las series de suspenso. ¿Qué le pasará al apuesto y honrado soldado? ¿Será ejecutado? ¿O de alguna manera sorpresiva salvará el pellejo? ¡Entérese en el siguiente capítulo de esta novelota de más de mil páginas! Y así vas, capítulo tras capítulo, entre decenas de personajes que se van enredando, a veces de manera inverosímil, pero bueno, todo sea por el melodrama del que Televisa sigue haciendo refritos medio cuchos. En fin, leer a Payno es divertido, es como ver televisión, y eso tiene mérito, más en tiempos en los que parece que el “deber” del lector es sufrir penitencias propias y ajenas.
Otra cualidad deliciosa: descubrir en las páginas lo glotón que era el novelista. No tengo dudas de que se servía doble o triple porción de cada garnacha y con harta salsita. Describe los platillos y a uno le ruge la tripa. Muchas obras literarias omiten el lado gastronómico de la vida de sus personajes. Para mí esto es un error grave si se trata del género naturalista. ¿Cómo quieres retratar fielmente una estampa espacio temporal si no dedicas unas líneas a con qué coronaban sus taquitos? Por eso considero que los libros de cocina son documentos históricos importantes. Además, coincido con Payno en lo tragón, gran parte de mi excursión a la festividad de San Sebastián en Tepetlaoxtoc tuvo que ver con la tripa, me eché mis tacos de barbacoa, pancita y surtida.
Payno, además, era un aficionado a los eventos de su tiempo, a la nota roja; nutrió su obra de personajes y sucesos reales. Mantuvo varios nombres de hacendados y lugareños de la región. El coronel Relumbrón, aquel capo del crimen organizado, está basado en Juan Yáñez. De acuerdo con el cronista de Tepetlaoxtoc, la pulquería a la que llegó Evaristo, el bandido, también existió y existe, entonces bajo el nombre Xóchitl, ahora conocida como El Portón, donde compré ese litro de curado de nuez. Asimismo, los crímenes que narra están documentados en los periódicos de aquellos tiempos, de cuando la inseguridad en los caminos, robo de mujeres, asaltos y asesinatos. En la novela, parte de los bandidos son de Tepetlaoxtoc, hostigan a los pobladores y, sobre todo, a los arrieros, esa antigua mayordomía de los encargados de transportar mercancía y personas entre un pueblo y otro. Claramente los habitantes de Tepetlaoxtoc se ven reflejados en la novela, sus penas, problemáticas e idiosincrasias; actúan una narrativa en la que ejercen una especie de justicia que, quizá, en la realidad, nunca vivieron.
Tanto la recreación en Tepetlaoxtoc, como aquellos temas que atraviesan nuestra actualidad, como el gozo que provoca su lectura, confirma que este clásico, Los bandidos del Río Frío, no es una novela trasnochada, un lastre de un canon polvoso y rancio, sino que está vivita y coleando, como las patas de los hombres vestidos de bandidos que cuelgan de aquel árbol viejo y fornido.