“El idioma del paraíso”: la Historia y las historias en la obra de Verónica Murguía
I
Asegura el historiador Serge Gruzinski que, en este milenio, “hace falta ser artista […] para capturar el presente”. A fin de probar su punto, aporta una fotografía tomada por Kader Attia, en la que se aprecia a un grupo de adolescentes modernos que juegan al fútbol en un campo argelino, empleando como portería un auténtico arco romano en ruinas. “Como tantas obras de arte —acota Gruzinski—, el arco cristaliza en sus piedras temporalidades múltiples que contaminan e inervan el presente. Un presente que, en este caso, es en igual medida el reflejo de un futuro abierto […] y un eco del pasado […]”. Su apunte incita reflexiones de otra índole: ¿No podemos definir del mismo modo a la literatura? ¿No es en los vestigios de la tradición que el escritor juega a abrir y resignificar el futuro?
Sirva como evidencia de lo anterior la obra de otra artista: Verónica Murguía, quien vivisecciona sin anestesia a la Historia, a fin de extirparle más de una verdad. Su escritura es diagnóstico: revela males crónicos que las sociedades occidentales vienen arrastrando, al tiempo que hace inventario de sus síntomas. En la obra de Murguía una pregunta se hace eco: ¿qué diremos del pasado que no hable asimismo del futuro?
La clarividencia es también una poética, demuestra Murguía. En su novela El cuarto jinete —publicada en el punto más crítico de la pandemia del COVID 19, aunque escrita algunos años antes—, la autora revisitaba el medievo para componer un cuadro clínico de pestes contemporáneas. Fanatismos, prejuicios y estigmas propios de aquel oscurantismo, Murguía los retrotraía para forzarnos a encarar un oscurantismo de hoy. Ya antes, sin embargo, en los cuentos de El ángel de Nicolás —volumen que cumple veinte años de publicado este 2024—, la autora se adelantaba a las tendencias y las poses, ahondando con postura y apostura intelectuales en una temática que hoy cobra especial relevancia literaria y política: la maternidad disidente.
Llama en particular mi atención el cuento titulado “El idioma del paraíso”, que sitúa su acción en torno al año 1200, durante el reinado de Federico II, emperador del Sacro Imperio Germánico Romano. Enemigo de la Iglesia y mecenas de las artes, Federico II encarnaba el puro contraste: lo mismo amaba la literatura que la tortura. Federico promovió la creación literaria en su corte —y él mismo se las daba de poeta, lo que explicaría su interés por la lengua del Adán bíblico—.
Según el pasaje de la Crónica de Fra Salimbene con que Murguía nos introduce al cuento, Federico II aisló a un grupo de neonatos, creyendo que en sus primeros balbuceos escucharía la lengua edénica. Con curiosidad rayana en la vocación científica, el emperador recluyó a los pequeños en aposentos especiales de su palacio, asignándoles un grupo de guardias y un puñado de nodrizas para su cuidado:
[…] ordenó a las nodrizas que amamantaran a los niños y que los bañaran y limpiaran, pero de ninguna forma charlar con ellos o hablarles, pues quería saber si hablarían hebreo, que es el lenguaje más antiguo, o griego o latín, o árabe, o tal vez el idioma de sus padres. Pero sus esfuerzos fueron vanos, porque todos los niños murieron.
En el relato, Murguía imagina el testimonio de una de aquellas mujeres, no menos humano por ficticio, ni menos vigente por lejano en el tiempo. Al contrario, la nodriza que narra cobra una rabiosa actualidad cuando vemos que su sentir tiene más que ver con las madres de Ayotzinapa que con la propia madre de Dios —siendo la virgen aspiración e inspiración de la mujer medieval—.
La nodriza de apenas diecinueve años, separada de sus propios hijos por capricho de un hombre poderoso, y luego forzada a desempeñarse como madre artificial de los pequeños secuestrados, encuentra en su condición de súbdita —y de sujeto a experimento— dolores y angustias que podemos calificar de metamodernos: observa los efectos mortales del virtual aislamiento en el ser humano, y la devastación de que es capaz la ciencia al servicio de un patriarcado amoral (en la “curiosidad abominable” de Federico II).
[El emperador] creía entonces —cuenta la nodriza— que si los niños no escuchaban palabra alguna de sus bocas infantiles saldría el idioma original, y él lo aprendería de ellos.
Si, como aseguraba Piglia, un relato visible esconde “un relato secreto narrado de un modo elíptico y fragmentario”, en “El idioma…” encontramos dos historias secretas adicionales. En primer lugar, la de una madre que se rebela contra el sistema; y en segundo, la de un ser humano que descubre el poder de las palabras.
Ya desde los primeros párrafos, Murguía nos presenta a una mujer problemática que contraviene no solo su condición de católica practicante, sino de súbdita del imperio:
Dicen en la plaza y en la iglesia que el emperador Federico ha muerto. Doy gracias a Dios. […] El pueblo ha sido convocado […] para rezar por el descanso del alma del emperador. No iré.
[…] Lo enterraron rápidamente allá en Apulia, excomulgado y sin corona, dentro de un féretro descomunal, construido aprisa para contener el cuerpo tumefacto y pestífero. Me parece justo.
Pero, cuando más adelante mueren los pequeños a cargo de las mujeres, sin haber proferido una sola palabra de la supuesta lengua original, la nodriza se nos revela no ya tridimensional sino poliédrica. Los niños, sugiere el relato, pierden la vida a falta de palabras afectuosas; pero, a la par, la nodriza encuentra otras dimensiones de la vida y las palabras:
La desesperación se apoderó de todas [las nodrizas]. No podíamos acariciarlos, ni cantarles para que se durmieran, y ellos parecían pedirnos a gritos una sola palabra. […] El único idioma que poseían los niños era el de las lágrimas. Sé que ese es el idioma humano primero. He visto, además, que en la muerte a algunos se les olvida el habla y se despiden entre moco y lágrimas, así que con frecuencia también es el último. El llanto es el idioma que de verdad nos pertenece a todos […].
Nuestro silencio terminó por matarlos. El primer niño murió una noche, antes del amanecer. Lloraba ya muy quedo y, aunque la nodriza le ponía el pecho en la boca, no tenía fuerzas para chupar. Al ver que el pequeño estaba muerto, la mujer cayó al suelo con los ojos abiertos y fijos. […] Se le secó la leche; la mandaron a su pueblo con una bolsa llena de monedas de oro.
[…] Yo fui de las últimas en regresar, porque el niñito que me había sido asignado era fuerte y valiente, aunque de nada sirvió. […] También se me secó la leche y casi perdí la razón.
Creo saber cuál es el idioma que el emperador Federico —¡ojalá esté ardiendo en el infierno!— quería conocer. Cualquier palabra, en cualquier lengua, dicha amorosamente, desciende de ese idioma.
Las palabras dan la vida y la arrebatan, sugiere Murguía. Todo lo que se haga con ellas —la literatura, por ejemplo—, tiene el potencial de ser un acto de amor.
II
Me gusta la palabra “entrevista” porque evidencia el acto de entrever; es decir, ofrece la posibilidad voyerista de asomarse al otro y vislumbrar algo privado —y, si se tiene suerte, algo escondido—. En ese sentido, el cuento y la entrevista son hermanos: en ambos géneros se asume que hay historias secretas por sacar a la luz.
Entrevisté a Verónica Murguía no solo para ahondar en la visión de una de nuestras autoras fundamentales; sino también para realizarle una suerte de “careo estilístico”: raramente tenemos los aspirantes a escritor la oportunidad de interrogar a los autores que nos importan; de escuchar de viva voz las motivaciones y poéticas detrás de un texto que admiramos.
Presento, a continuación, un extracto de la charla que sostuve con Murguía, a propósito de los veinte años de la aparición de “El idioma del paraíso”.
¿De dónde viene tu interés por la Edad Media?
V. M.: Cuando leí Nuestra Señora de París, me sorprendió la maldad de que podía ser capaz un sacerdote. Eso hizo que me interesara. Y, más adelante, quedé fascinada cuando entendí que se trataba de una época donde la religión se mezclaba con todos los aspectos de la vida, incluido el asesinato, la muerte y la guerra. Dios estaba metido en absolutamente todos los actos de la vida humana.
Federico II era una figura muy problemática para la Iglesia, de modo que cuando la nodriza de “El idioma…” agradece a Dios por la muerte del emperador, no es un acto contradictorio, sino natural. En su visión, todo pasa porque Dios así lo quiere.
Una de las razones por las que escribo sobre un pasado tan distante, es que tengo la libertad de decir que un hombre abominable era también excepcional. Federico II es un hombre que escaparía a las convenciones del siglo XXI. El medievo fue una época que favoreció la exageración: la hipérbole de lo humano, que apreciamos especialmente en sus gobernantes. Incluso la expresión medieval de los sentimientos es hiperbólica: la gente se tira al suelo, llora, se desgarra las vestiduras, besa cadáveres…
En “El idioma del paraíso” tenemos a un grupo de nodrizas, mujeres separadas de sus hijos por el emperador. En la actualidad, en nuestro país, podemos encontrar una experiencia similar: madres que buscan a sus hijos desaparecidos. ¿Qué piensas de este paralelismo?
V. M.: Cuando, hace unos años, Trump separó a las familias de migrantes en la frontera, había niños muy pequeños que fueron maltratados. De aquellas familias, quedan muchas que aún no se reencuentran. Las cosas no han cambiado mucho. En México, en este momento, las madres que buscan a sus hijos desaparecidos representan a Príamo: la escena más conmovedora y desgarradora de la Ilíada. Es una de las escenas con las que abre la literatura trágica: Príamo pidiéndole el cuerpo de su hijo a Aquiles.
Las madres buscadoras son una fuerza de la naturaleza. Para mí, son la expresión del vigor que ansía justicia en este país; el más puro reclamo de justicia. Tenemos, también, a los niños violentados en el conflicto entre Rusia y Ucrania… “El idioma…” es un cuento vigente porque toca la injusticia sobre el cuerpo infantil inerme y el cuerpo femenino inerme.
Tu cuento, para mí, habla sobre una maternidad trasgresora: ¿el primer desafío feminista viene desde la maternidad?
V. M.: Volvamos a las madres mexicanas: ese reclamo que le hiciera a Calderón una madre juarense, la que dijo: “Discúlpeme, Señor Presidente, yo no le puedo decir bienvenido porque para mí no lo es”. Las madres siempre señalan el ensañamiento del poderoso con las víctimas.
¿Podemos decir que en este cuento se muestra la confrontación entre ciencia (la curiosidad del emperador) y consciencia (los empeños de las nodrizas), es decir, una fuerza masculina violenta contra una fuerza femenina protectora?
V. M.: Estoy de acuerdo. Pocos monarcas encarnaron la masculinidad como lo hacía Federico II. Desafiante, atractivo, descendiente de los cruzados, era el resultado de un pedigrí impresionante. Él encarnaba el ideal viril de la monarquía. Las nodrizas, mujeres, eran pobres y comunes en contraste. La idea de la nodriza me gusta porque no se entrega a un hijo propio, sino a uno ajeno. No escribí sobre ellas para demostrar nada, sino para enfatizar algo que sí creo: cualquier mujer haría lo mismo que ellas, protegería a los pequeños.
También hay que recordar que para esas mujeres medievales el ideal no era Jesucristo, sino la Virgen María. Un ideal contradictorio que es también una doble exigencia: la mujer virgen y madre, un binomio demencial. Sin embargo, la Virgen María, a su modo, también es desafiante: ¿una mujer que tendrá un hijo con un espíritu? Es una idea complicada.
¿Te propusiste escribir este cuento como una “parábola” —en el mejor de los sentidos—, o el relato adquirió esa condición sobre la marcha?
V. M.: No. Lo escribí porque expresa algo en lo que de verdad creo. Yo creo que el idioma que podría redimir al mundo es el del amor. Un amor no sensual, sino fraterno. Sé que suena ingenuo, pero más ingenuo sería desterrar la posibilidad. Detrás de ello están los gestos humanos que valen la pena. Pienso en la gente que sirve de médico en las guerras, pienso en los abogados que trabajan pro bono, pienso en las patronas que alimentan inmigrantes —esas mujeres sí saben de qué va la cosa—.
Hoy en día vemos una ruptura entre lo femenino y lo masculino; un rechazo a las narrativas patriarcales del pasado. ¿Qué piensas de esa tendencia actual?
V. M.: Creo que debemos romper con la tradición, sí. Pero haciendo “alianza con los abuelos”, como decía Gil de Biedma. Como mujer y feminista, hice alianza con los hombres que escribían bien. Una doble alianza: con el antepasado sin importar el sexo; pero también una alianza con el estilo y la belleza, sin importar el género.
¿Quiénes son tus abuelos literarios?
V. M.: Marcel Schwob. Victor Segalen, porque recupera una voz y una poética mongolas en sus “Estelas”. Saint-John Perse, con un tono altísimo como las catedrales. Pound, problemático por sus ideologías. Quevedo era un misógino y antisemita, pero escribió un soneto que me hace pedazos y es uno de los lemas de mi vida: “Polvo serán, mas polvo enamorado”. Garcilaso: “Por vos he de morir…”, era soldado, tenía una idea marcial del amor. Es muy fácil ser iconoclasta hoy en día. Lo difícil es entender los íconos.
¿Tú crees que la Historia puede reescribirse o sobreescribirse?
V. M.: Sí. Debe reescribirse para que haya interpretaciones actuales y vigentes del pasado. Valemos solo por ser, no por lo que hacemos. Me cuesta trabajo decirlo porque soy escritora y quiero escribir cada vez mejor. Pero yo valgo porque soy una mujer, no por lo que escribo. Eso yo quería proyectarlo en mi cuento. Y de eso me valió reescribir ese episodio.
En el cuento, los niños mueren a falta de palabras. ¿Crees que eso mismo le ocuriría al mundo si se quedara sin escritores?
V.M.: Sin arte, la vida es inimaginable. Es algo que me gustaría hacerle ver a la gente que no cree en el arte como una clara necesidad humana. Pensemos: en la prehistoria, y sin siquiera tener excedentes de producción, ya pintábamos en las cavernas; en el Neolítico y el Paleolítico éramos animales que hacían pintura y música. Los humanos de hoy somos ese mismo animal. El arte siempre ha sido indispensable.
El cuento, ¿cuál es tu definición del género?
V. M.: Una pregunta, yo creo. Escribí los cuentos de El ángel de Nicolás para decirle a mi amado David Huerta: “Esto es lo que yo le pregunto al mundo”. ¿La verdad, la belleza, la vejez, la guerra…? ¿La violencia, que está en la naturaleza misma de las cosas? ¿Lo humano?
Tal vez lo humano sea alejarse voluntariamente de la violencia.
Bibliografía
Verónica Murguía, El ángel de Nicolás. México: Era, 2004.
Ricardo Piglia, Tesis sobre el cuento: Formas Breves. España: Anagrama, 2000.
Serge Gruzinski, ¿Para qué sirve la historia? España: Alianza Editorial, 2018.