Letras monumentales
Para Luis, viajero
Señal maximizada, anuncio que dejó de serlo para empezar a convertirse en la atracción principal. Hay ciertos espectáculos que no comprendo: jamás descifraré el atractivo de las fuentes danzantes, esos conatos de cascada maquilladas con fosforescencia; tampoco entenderé cuál es la gracia de las letras monumentales, el nombre de una ciudad hecha efigie, el agigantamiento de lo que bien pudo haber sido una nota al margen, ficha museística, indicación en la esquina de una cuadra.
¿Tan necesario era poner este letrero?, me preguntó él mientras comíamos un pan, sentados en una banca de la Plaza de la Liberación. La estatua de Hidalgo de frente; a la derecha, el Teatro Degollado; la catedral con sus torres amarillas. ¿Quién de todos los que pasean por aquí ahora mismo no sabe dónde está? Seguimos desayunando mientras las familias posaban frente a las colosales “Guadalajara, Guadalajara”, escenario preferido por los turistas que tapizan sus álbumes no con fachadas ni con el color local sino con las desgarbadas letras.
¿Qué le ven a este montón de materia que dicta el nombre de una ciudad? Parada frente a ellas, no puedo sino sentirlas un estorbo, una mancha, fea tipografía adolescente sobre una página de adobe colonial. No están hechas para el disfrute de la vista humana, sino para alimentar el placer futuro del ojo de la cámara. ¿No es irónico que presumamos un escape de la vida diaria con una imagen tan homologada? Viajeros para los demás, siervos del registro. No hay turismo más triste que este que obliga a viajar como quien cumple una tarea. Fotografías para comprobar, nunca para recordar. El mundo que habitamos es parásito de ese otro, el virtual, que cada vez resulta mucho más verdadero.
Recuerdo haber estado alguna vez frente a unas letras monumentales que me parecieron más grandes de lo que había por visitar en los alrededores. Apenas unas cuantas tiendas de productos típicos, una placita muda; lo demás era tan sólo una réplica de los mismos locales de siempre, esa ciudad tristemente eterna que nos persigue como un déjà vu: un recuerdo punzante que no se siente como estar en casa, sino como el aviso del imperio de lo igual, la sofocante sensación de estar atrapado
Aquellas letras no sólo me parecieron grandes, sino deseosas de empequeñecer lo que había a su alrededor. Ese alfabeto fuera de los márgenes me hizo recordar a aquel mapa intachable fabricado con el rigor de la ciencia de Borges: un mapa tan detallado y perfecto que cubría la extensión del mismo Imperio cartografiado. ¿No son eso las letras monumentales? ¿Mapas más que ciudades? El triunfo de la representación por encima de lo corpóreo. En mi mente comencé a construir el rótulo más extenso que pudiera erigirse en mi país: edifiqué en una plaza imaginaria los sesenta y cuatro caracteres de la Heroica Villa Tezoatlán de Segura y Luna, Cuna de la Independencia de Oaxaca.
Lo voluminoso me atosiga por esas ganas ineludibles de parecer importante. La fiebre por estos rótulos ha crecido sin freno. Todos quieren un poco del glamour de las colinas de Hollywood. Colores vibrantes que rechinan contra los ojos, decoraciones que parecen más bien decirnos que la felicidad sólo puede presentarse de manera estridente. No deja de crecer la lista de las localidades que aspiran a convertirse en un nombre, a volverse un espectáculo, un afiche estéril. Nada, ni siquiera nosotros mismos, puede escapar a la voracidad de la mercadotecnia: habitamos un mundo en donde nada existe si no puede concebirse como una marca. Lo que otros piensan de nosotros: es eso lo que nos da valor. ¿Cuál es tu identidad? Explícala en 160 caracteres. Qué fácil resulta confundir el “conócete a ti mismo” por el defínete, aclárate, diferénciate. Me pregunto si hay espacio para la introspección en un mundo obsesionado con fabricar reputaciones.
Aunque colocadas para “fortalecer la identidad”, según afirman los mandatarios que las erigen, las letrotas parecieran obedecer a otros intereses que nada tienen que ver con las raíces de un lugar sino más bien con los bolsillos de quienes lo gobiernan. 101 mil 959 pesos costaron las seis letras de Xalapa; Mérida, 86 mil 400. Monclova tomó la delantera en esta carrera cuantitativa y desembolsó más de 4 millones para levantar las letras más grandes de todas que abarcan un área de 16 mil metros cuadrados. Esas son las prioridades gubernamentales: designar parte del erario a reforzar la vanidad individual. Triste fue la inversión de Progreso, Yucatán que vio llevarse sus 180 mil pesos por un vendaval que, a los pocos días, arrancó las letras turísticas del malecón.
No puedo sino sentir desconcierto ante estas “experiencias únicas” multiplicadas como fotocopias. Se las devela en importantes actos públicos, alguien corta el listón, son noticia. Generan tanto alboroto que incluso, llegan a enjaularlas para evitar que las roben, tal y como sucedió en Tepezalá, municipio que los locales bautizaron como “pueblo mágico” por su capacidad de desaparecer las cosas. Las letras turísticas, se repite hasta el cansancio, se colocan por el sentido de pertenencia, son motivo de orgullo. Identidad y turismo: ¿la única opción viable para fomentar las visitas consiste en aplanar tanto un sitio hasta que de él no quede ni su sombra? No hay mucho qué hacer ante esa paradoja. Hoy la principal finalidad de un viajero es recorrer miles de kilómetros para observar su propio rostro.
En diciembre del 2018, el gobierno holandés retiró las letras monumentales de I amsterdam que habían sido instaladas cuatro años antes frente al Rijksmuseum. Fueron dos los motivos de esta decisión: despejar el hacinamiento de transeúntes que entorpecían el paso y evitar que el letrero “redujera a la ciudad a una simple historia de marketing”. Estas declaraciones causaron revuelo e, incluso, derivaron en múltiples protestas. Ciertos grupos sociales no comprendían por qué un gobierno había optado por eliminar el anuncio citadino con más menciones mundiales en la red social favorita para compartir fotografías. No obstante, la postura local fue firme: era necesario hacer una limpieza de ese punto que, más que un referente holandés, se había vuelto el símbolo por excelencia del turismo de masas y de sus consecuencias negativas.
Que le rindamos culto a la letra, incluso al grado de convertirla en una estatua, no resulta sorprendente en sociedades mejor educadas que nunca antes en su historia. Pero quizá la obsesión por la grafía nos hace olvidar que hay algo más allá de ella, que el lenguaje no es tan sólo tinta o una herramienta de registro. Sospecho que hace falta otra forma de silencio, el de la escritura, esa plaga que no duerme. Conozco a muchas personas a mi alrededor que experimentan una suerte de náusea por los anuncios: envases, tickets, paradas de camión, camisetas, envolturas, etiquetas. No podemos dejar de escribir. Porque escribir, hoy en día, significa llenar de letras nuestras superficies. Mientras colocamos la comida en la despensa, mi interlocutor favorito me pregunta: ¿acaso hay más letras en una lata que en lo que un egipcio pudo ver en toda su vida?
Nunca he sido buena tomando fotografías. Ya me he acostumbrado a recibir reproches por mi falta de interés en las cámaras. Algunas veces lo he intentado, en otras he cedido el mando del recuerdo a mis amigos. Quizá cometo el error de empecinarme en creer que no necesito fotos para sentir que algo sucedió. Quizá confío demasiado en mis cuadernos de notas, en mi memoria líquida. Quizá, sólo en este caso, no me asusta el olvido. Me pregunto si llegará el día en que no exista lugar sin letrero masivo, el universo mapeado y referido hasta la náusea. Cada esquina de la tierra luchando por sobresalir y denominarse. Trato de imaginar cuándo se acabará la gloria de las letras turísticas y comenzará su declive.
¿Qué moda siguiente las destronará y alimentará las arcas de las grandes empresas? ¿Envejecerán como los monumentos y los edificios, hasta convertirse en emblemas de un pasado herrumbroso? Una esquina en el centro histórico de la capital parece darme la respuesta. En la Plaza de la Soledad, las cuatro letras CDMX se ocultan para el turista. Cubiertas por el comercio informal, se camuflan entre ropa usada, trastes y gritos. La necesidad de la calle les dio un mejor destino y terminó por convertir a este mobiliario urbano en aparador, vigas que dan sostén a una pared de puestos. Sirven para una multitud que no se hinca ante ellas, sino que las gasta y las ha convertido en arquitectura útil. Su única opción fue desistir: no les queda más que asumirse como ruinas del presente; monumento, por primera vez, verdaderamente colectivo.