Las mujeres de la limpieza lo saben todo
A Cruz Estela Peña por el cariño y las enseñanzas
Que algo nos conmueva hasta las lágrimas se considera más una hipérbole, una mera figura retórica, que un fenómeno real —sobre todo en nuestros tiempos colmados de cinismo—. Sin embargo, hay, por lo menos para mí, eventos y obras ante los cuales esa frase hecha termina describiendo mi reacción. Es lo que me pasa al leer los cuentos de Lucia Berlin, historias en apariencia simples, pero en los que hay una profunda exploración de la condición humana productor de una mirada muy atenta y una sensibilidad formidables.
Narraciones como Manual para mujeres de la limpieza, Mi Jockey, Dolor fantasma, Apuntes de la sala de urgencias, 1977, Temps perdu, Toda luna, todo año, Atracción adolescente, Luto, Panteón de Dolores, A ver esa sonrisa, Mijito, Y llegó el sábado o Espera un momento me hicieron romper en llanto —otra frase hecha que, sin embargo, expresa lo que produjeron en mí—.
En sus narraciones, Lucia Berlin tiene el encanto de una conversación con una amistad cercana. A esa intimidad de las amistades de muchos años se suma su magnífica sensibilidad —o mejor decir sensibilidades, una para la construcción de tramas y otra para mostrar las luces y sombras de la condición humana—. Esa amiga que te cuenta historias que siempre te entretienen y nunca te dejan indiferente —perdóneseme el uso de esos dos adverbios temporales y absolutos, pero es parte del encanto que me producen las narraciones de Berlin—.
En español contamos con dos obras que recopilan la mayor parte de sus cuentos: Manual para mujeres de la limpieza (2016) y Una noche en el paraíso (2018), ambas editadas por Alfaguara y traducidas por Eugenia Vázquez Nacarino —quizá, para un lector mexicano, o de otras áreas de Latinoamérica, es uno de los puntos flacos, pues algunas expresiones son traducidas en función del español peninsular, pero, dado que Lucia conocía nuestra lengua e incluso vivió en México y en Chile, se hubiera agradecido una traducción más cercana a nosotros—. Estos dos libros son traducciones de las recopilaciones realizadas por Stephen Emerson, amigo de Berlin, publicadas en los Estados Unidos bajo los títulos de: A Manual for Cleaning Women: Selected Stories (2015) y Evening in Paradise: More Stories (2018) y en ellos se publicó la mayor parte de las 73 narraciones que escribió a lo largo de su vida —La de historias que pudo haber contado, apuntó Mark Berlin, su hijo, en La historia es lo que cuenta—.
En ese texto, que funciona y que es el prólogo de Una noche en el paraíso, Mark Berlin escribió:
Quizá soy la última persona que habló con ella y, una vez más, me leyó [antes apuntó que le leía en su infancia]. No recuerdo qué (¿una reseña, un fragmento de los cientos de lecturas que le pedían, una postal?), solo su voz clara, amorosa, volutas de incienso, destellos de crepúsculo, y que después los dos nos quedamos en silencio contemplando sus libros.
Y no puedo sino coincidir con Mark, porque esa capacidad de su voz está manifiesta en sus narraciones, no era exclusiva de su charla. Los mismos adjetivos y las mismas imágenes con las que su hijo describió su voz pueden aplicarse a su prosa —no es casual que uno de los sinónimos que se le da al estilo sea el de voz—. Voz clara y amorosa con destellos de crepúsculo, eso y más es lo que me mantiene a mí atento a las narraciones de Berlin; la conjunción de una profunda y atenta mirada con un sentido del humor que tanto puede ser irónico como reflexivo. Así, al descubrimiento de la injusticia y la crueldad, en el cuento Estrellas y Santos, ella contrapone la narración de una niña, con comentarios que pueden ser irónicos o, incluso, jocosos, pero que resaltan el mundo al que esa niña ha sido lanzada —con la madre alcohólica, el padre en la guerra, y los abuelos amargados y también enajenados por la bebida—. La protagonista vive en El Paso y es enviada a una escuela de monjas del otro lado de la ciudad, porque su madre no quería que se relacionara con mexicanos —las tensiones raciales están presentes en muchos de los cuentos—:
Por supuesto a esas alturas ya había decidido hacerme monja, porque ellas nunca parecían nerviosas, pero sobre todo por los hábitos negros y las tocas blancas, los velos almidonados pescas e inmaculadas flores de lis. Apuesto que la Iglesia católica perdió a un montón de futuras monjas cuando empezaron a vestirse como las ordinarias guardas de los parquímetros.
La niña desea ser como esas monjas porque ellas, entre todas las personas con las que se relaciona —sus compañeras, su familia directa— son las únicas que la han tratado bien, quienes le ponen estrellas en la frente y le dan estampas de los santos, aunque su familia no sea católica. Pero, por una serie de equívocos, la niña termina lastimando a una monja y aquel sueño se rompe.
Berlin construye Estrellas y santos a través de contrastes: la casa de la niña opuesta al colegio; las monjas contrastan con las compañeras que acosan a la protagonista, quien, con su equipo ortopédico a cuestas, contrasta con la belleza de sus compañeras. La enorme mayoría de sus narraciones se construyen a través de elementos contrastados, sobre todo personajes —ahí está Melina en la narración con el mismo nombre, a quien la narradora desea conocer y con quien se compara, cuyas vidas y personalidades son tan opuestas; ahí está también Atracción sexual donde la niña protagonista, al borde de la adolescencia, es guiada por los misterios de la seducción por su prima mayor, ambas en una cena de gala —una con un vestido de hombros descubierto, la otra todavía con los holanes propios de la infancia y el seducido entre ellas, un junior millonario que trastoca las expectativas de los personajes y de quien lee—.
La narración que le da título a la primera de las colecciones que se publicaron tras su muerte, Manual para las mujeres de la limpieza, está construida a través de los contrastes. Contrasta la narradora blanca entre las otras mujeres de la limpieza, la mayoría negras; contrastan las casas a las que acude a limpiar y las vidas que observa en ellas con la suya propia —en medio del duelo por la muerte de su esposo—. Incluso hay un contraste, que produce la tensión del cuento, entre la narración de su vida como mujer de la limpieza, los consejos para las mujeres de la limpieza y los momentos en que se dirige a su compañero muerto —o en los que lamenta su muerte—, con lo cual logra construir una entrañable historia y trasmitir el dolor y el cansancio, pese a ser una adulta funcional, en los que nos sumerge el duelo: “Mis amigos dicen que me recreo en la compasión. Que ya no veo a nadie. Cuando sonrió, sin querer me tapo la boca con la mano”.
Soy la única persona con quien puede hablar su marido es abogado juega al golf y tiene un amante no creo que la Señora Jessel lo sepa o que se acuerde Las mujeres de la limpieza lo saben todo.
La señora Jessel no se da cuenta de nada y depende de la narradora, quien, en cambio, lo sabe todo; quien no tiene problemas de memoria, pero está deprimida. Así manifiesta la personalidad de la protagonista-narradora, desde su capacidad de observación y su depresión. Lo sabe todo porque observa y por eso está en condiciones de dar consejos; pero también le permite no pensar en su duelo, el cual irrumpe en la narración como los pensamientos intrusivos en la depresión.
Llega mi autobús. Toma Telegraph Avenue hacia Berkeley. En el escaparate del SALÓN DE BELLEZA VARITA MÁGICA hay una estrella de papel de plata pegada a un matamoscas. Al lado, tienda de ortopedia con dos manos suplicantes y una pierna.
Ter se negaba a ir en autobús. Ver a la gente ahí sentada lo deprimía. Le gustaban las estaciones de autobuses, en cambio. Íbamos a menudo a las de San Francisco y Oakland, en San Pablo Avenue. Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue.
En una escena que, además, recuerda a la escena de Ana Karenina previa al suicidio de Ana, cuando ella viaja en un carro por las calles de San Petersburgo y lee los anuncios de las tiendas de la calle mientras sus pensamientos irrumpen en el discurso del narrador en una de las primeras muestras de flujo de conciencia; gran lectora como era Lucia Berlin, y deudora de la literatura rusa, no es improbable que se haya inspirado en esa escena para la construcción de esta.
Los consejos para las mujeres de la limpieza se vuelven una especie de escape, una forma de no estar dándole vueltas a su soledad y la muerte de Ter. Incluso, no pocos de ellos son planteados desde el sentido del humor, como el sexto consejo:
Mujeres de la limpieza: aprenderéis mucho de las mujeres liberadas. La primera fase es un grupo de toma de conciencia feminista; la segunda fase es una mujer de la limpieza; la tercera, el divorcio.
Pero el duelo lo impregna todo, irrumpe, porque no se ha resuelto, del mismo modo en el que la muerte irrumpió y acabó con la vida de Tar, del compañero de Maggie, la narradora.
Dejo la aspiradora encendida media hora (un sonido relajante) y me tumbo bajo el piano con un trapo de limpiar el polvo en la mano, por si acaso. Simplemente me quedo ahí, tumbada, tarareando y pensando. No quise identificar tu cadáver. Ter, aunque eso trajo muchas complicaciones. Temía empezar a pegarte por lo que habías hecho. Morir.
Pienso en el dolor de Maggie, en la ira, en la negación y se me humedecen los ojos. Así es el duelo. Lucia Berlin, como gran observadora que era, sabía captar los elementos esenciales para trasmitir un estado emocional.
Esa capacidad de observación la utilizó en las diversas profesiones que ejerció, sobre todo como enfermera y ayudante administrativa de un hospital —una capacidad que comparte con otros escritores que también fueron profesionales de la salud; pienso en Antón Chéjov, a quien tanto le debe la prosa de Lucia, pero también en Mikhail Bulgakov, o en poetas como William Carlos Williams o Elías Nandino—. Muchas de sus historias se desarrollan en torno a esas experiencias, como Mi Jockey, donde dice:
Mi primer jockey fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo gente y no es para tanto, apenas tardo unos segundos. Muñoz estaba ahí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual. Exasperante, porque no se acababa nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle un quimono a una dama.
Mostrando toda la compasión y el dominio de su prosa de que era capaz, el canal de YouTube Poetry Center Archive Goes Live! tiene un video de una lectura que Lucia Berlin realizó el 24 de febrero de 1984:
Esas cualidades de observación se manifiestan, también, en Apuntes de la sala de urgencias, 1977, narración que va más allá de los meros apuntes. La observadora y compasiva Lucia comparte su experiencia en la sala de espera, hace a quien la lee partícipe de ellos.
Si no les han robado ya el bolso, da la impresión de que las ancianas solo llevan encima la dentadura postiza, un horario de la línea 51 del autobús y una agenda sin apellidos.
[…] Me parece una lástima hacer una prótesis completa de cadera o un bypass a alguien de noventa y cinco años que susurra: “Por favor, déjenme morir”.
Pero no es una mera observadora, participa junto con los paramédicos y el resto del personal de salud, acompaña a los enfermos.
Nos reímos y luego nos quedamos callados, cogidos de la mano… desde Pleasent Valley a Alcatraz Avenue. El señor Adderly lloraba en silencio. Mis lágrimas eran por mi propia soledad, mi propia ceguera [el señor Adderly era ciego].
Esta observadora sabe reconocer el dolor y la forma en la que afecta a los deudos: “Una cosa sé de la muerte. Cuanto ‘mejor’ es la persona, cuanto más cariñosa, feliz y comprensiva, menor es el vacío que deja su muerte”. Puede uno estar o no de acuerdo con su juicio, con lo que significa vacío tras la partida de alguien, pero es evidente que ha llegado a ese juicio a través de la experiencia.
La experiencia le sirve a Berlin como materia prima, pero no se circunscribe a ella. Gran lectora de Proust, sabe que la memoria y la experiencia son materiales con los cuales se construyen las historias. Así, incluso su subjetividad —el yo— es también uno de los materiales con los que puede construir sus historias; de ahí que, en lo personal, no creo que su prosa pueda considerarse autoficción; no le interesa problematizar el yo que observa y narra —como sí hace, por ejemplo, Annie Ernaux, otra gran lectora de Proust—. No hay un único yo en la prosa de Berlin, aunque la mayoría de sus narraciones sean narrados en primera persona. Hay diversos y múltiples yos con los que construye, algunos están cercanos a otros, incluso comparten elementos de sus pasados sin que sean, necesariamente, el mismo —pienso, por ejemplo, en Toda luna, todo año y Penas, ambos transcurren en Zihuatanejo y, en el segundo, el personaje de Dolores recuerda una aventura que es la misma que tiene la protagonista de Toda luna, todo año, Eloise Gore; otro punto en el que coinciden ambas narraciones es que son narradas en tercera persona; al de Penas se pueden incluir Panteón Dolores, Mamá o Espera un momento, que hablan de Sally, aunque ella no sea necesariamente la misma en las diferentes narraciones—. Penas ahonda en el reencuentro de dos hermanas que se distanciaron por veinte años y cuya madre acaba de morir, madre que desconoció a la menor, Sally, cuando ella se casó con un mexicano; es el reencuentro, además, en el momento en el que la menor sabe que morirá, está en tratamiento contra el cáncer y la acaba de dejar el marido, mientras Dolores no puede sincerarse sobre su padecimiento:
¿Cómo podía hablarle a Sally de su alcoholismo? No era como hablarle de la muerte, o perder a su marido, de perder un pecho. La gente decía que era una enfermedad, pero nadie la obligaba a beber. Tengo una enfermedad letal. Estoy aterrorizada, quiso decir Dolores, pero no lo hizo.
Sin embargo, aunque la hermana mayor calla, el reencuentro es posible gracias a que ella asume su papel de cuidadora —es enfermera en California— y ayuda a su hermana a no sentir pena por sí misma.
—Realmente es un consuelo —dijo Sally, cuando se despidió con un beso de Dolores en el aeropuerto.
—Apenas comenzamos a conocernos de verdad —dijo Dolores—. Ahora estaremos siempre ahí, la una para la otra —se le encogió el corazón al ver la dulzura, la confianza en la mirada de su hermana.
Volviendo al hotel le pidió al taxista que parara en una licorería. En la habitación bebió, se quedó dormida y luego mandó que le trajeran otra botella. A la mañana siguiente de camino al avión de vuelta a California compró una petaca de ron, para curar los temblores y la jaqueca. Cuando el taxi llegó al aeropuerto ya había, como suele decirse, ahogado las penas.
Lucia Berlin tuvo una vida muy diversa. Vivió muchas vidas en una sola, de las cuales pudo extraer muchas experiencias, pero además tuvo un ojo extraordinario para saber elegir escenas y momentos de su vida y, a través de ellos, construir sus historias. Si Dolores es una enfermera alcohólica, Eloise Gore es una maestra enviudada recientemente —“Ay, Mel, ¿qué voy a hacer? ¿Abandonar la enseñanza? ¿Viajar? ¿Hacer un doctorado? ¿Suicidarme?”— que trata de traducir un poema del Chilam Balam y al explorar la playa encuentra la isla y a César, quien será su instructor de buceo y con quien llega a tener relaciones sexuales.
Es un cuento de descubrimiento, tanto del mundo que le muestra el instructor como de sí misma y de lo que es capaz.
Salieron a la superficie. El agua turquesa no revelaba nada de lo que había debajo. Por el sol, Eloise supo que no habían estado abajo ni siquiera una hora. Sin peso la persona se pierde a sí misma como punto de referencia, pierde su lugar en el tiempo.
Ella descubre que es capaz de volver a amar, que es posible seguir viviendo.
César la esperó en la oscuridad moviendo apenas las aletas y entonces la atrajo hacia él. Se abrazaron, sus reguladores entrechocaron. Al notar que la estaba penetrando, entrelazó las piernas a su cuerpo mientras daban vueltas y ondulaban en el mar oscuro. Cuando César se apartó, el esperma quedó flotando entre los dos como tinta blanca de un pulpo. Siempre que Eloise rememorara la escena en el futuro no sería como suele recordarse a una persona o a un acto sexual, sino más bien como un fenómeno de la naturaleza, un ligero temblor de tierra, una ráfaga de viento en un día de verano.
Eloise ha encontrado la forma de traducir el poema. Esa solución es una muestra de que ella ha encontrado la manera de reconciliarse con su propio dolor, de enfrentar el duelo. Aunque no muchas de sus personajes son traductoras, la traducción, el traslado, el hecho de ser el puente entre una cultura y otra es un elemento que comparten muchos de los personajes de Berlin —como ella misma llegó a serlo en muchos momentos de su vida—. Así, se puede leer en el inicio de Toda luna, todo año:
“Sabor a mí”. ¿Quién puede imaginar una canción en inglés que hable del sabor de una persona? En México todo tenía sabor. Ajo, cilantro, lima. Los olores eran intensos. Menos las flores que no olían a nada. En cambio el mar, el agradable olor a jungla en descomposición, el tufo rancio de las sillas de cuero, las baldosas enceradas con queroseno, las velas…
Así lo es la enfermera que atiende a la adolescente Amelia en Mijito —cuento en el que, además, la narración pasa de Amelia a la enfermera hasta llegar al desgarrador final—. La joven llegó de su pueblo en Morelia, donde conoció a Manolo, se casó con él; pero lo arrestan y tiene que irse a vivir con un pariente de Manolo, mientras trata de aprender inglés y descubre que está embarazada. Berlin construye el drama de muchas mujeres migrantes que llegan a los Estados Unidos sin siquiera saber el idioma y cómo tienen que afrontar todas las condiciones en contra, quienes, aunque quieren, ni siquiera pueden volver.
También funje como puente la narradora de Luto, una mujer que limpia las casas de gente que acaba de fallecer y quien atestigua cómo los hijos de un hombre que acaba de morir se reconcilian.
Ella guardó silencio, pero pude ver que la muerte empezaba a ablandarla. La muerte cura, nos dice que perdonemos, nos recuerda que no queremos morir solos.
También lo es la maestra que les enseña a los presos a escribir en Y llegó el sábado. Ella logra que uno de los presos se exprese así de uno de los textos de sus compañeros:
—La puesta de sol reflejada en el vidrio. Todas las imágenes evocan la fragilidad de la vida y el amor. Esas muñecas finas como juncos. El dolor está en la conciencia de que la felicidad no durará.
Ese juicio, que se puede aplicar a muchas de sus narraciones, es dicho por el preso que más admira el narrador, también preso, y a quien considera con mayor talento literario.
La capacidad de ser un puente entre personajes, entre culturas se ve también en Panteón de Dolores, donde la narradora trata de que su hermana enferma de cáncer se reconcilie con su madre muerta, quien la desconoció cuando se casó con un mexicano; aunque la narradora misma no acaba de entenderla:
Me cuesta entender por qué nuestra madre odiaba tanto a los mexicanos. Quiero decir más allá del perjuicio heredado de todos sus parientes texanos. Sucios, mentirosos, ladrones. A ella le repugnaban los olores, de cualquier clase, y los de México le parecían aún peores que el humo de los coches. Cebollas y claveles. Cilantro, pis, canela, goma quemada, ron y nardos. Los hombres huelen en México. El país entero huele a sexo y jabón. Eso es lo que a ti te aterraba mamá, igual que a D. H. Lawrence. Aquí es fácil que el sexo acabe confundiéndose, nunca deja de latir. Un paseo de un par de manzanas es sensualidad pura, está cargado de peligro.
En ese cuento se llega a señalar que ella tiene un humor muy mexicano, lo cual es identificable con un acercamiento sin temores a la muerte, un acercamiento que incluso llega a ser juguetón, como en Polvo al polvo:
Hay ciertas cosas de las que la gente nunca habla. No me refiero a las cosas difíciles, como el amor, sino a las más bochornosas, como por ejemplo que los funerales a veces son divertidos o que es emocionante ver arder un edificio. El funeral de Michael fue maravilloso.
Lucia Berlin tiene la cualidad que Borges pedía a los cuentos —y la razón por la que él no cultivó la novela—: la de mantener su raíz oral. Se sienten como si te los estuviera contando una amiga, una amiga que es, nada menos, Lucia misma, cuyas historias no te dejan indiferente y te hacen reír en el momento adecuado, sin por ello ser simplistas, y te pueden llenar los ojos de lágrimas con la oración precisa, con la imagen justa, con sus narraciones que, al menos yo, no puedo dejar de leer. Esa mujer de la limpieza que lo sabe todo.
Fuentes
Lucia Berlin. Manual para mujeres de la limpieza. Prol. Lydia Davis, int. Stephen Emerson, trad. Eugenia Vázquez Nacarino. Alfaguara, 2017.
Lucia Berlin. Una noche en el paraíso. Prol. Mark Berlin, trad. Eugenia Vázquez Nacarino. Alfaguara, 2019.