Las demasiadas listas
Se ha vuelto una práctica recurrente, en el medio literario hispanoamericano, trazar listas y cortes generacionales de escritores. ¿Tienen sentido? Mauricio Bares (Me ves y sufres) y Julio Patán (Negocio de chacales) abordan los pros y contras de esta tendencia.
Pensar es jerarquizar
Julio Patán
El mercado de los libros tiene sus peculiaridades en México, y disculparán que empiece con el mercado pero es que explica, creo, muchas cosas. Una de esas peculiaridades es su resistencia numantina a la literatura en todas sus versiones. No es ya que vendan poco, o menos que poco la poesía, el cuento y el ensayo, como efectivamente ocurre. Es que tampoco la novela suele encontrar una cantidad de lectores equivalente a las que caracterizan a otros mercados, que se sostienen en medida importante gracias a sus ventas. A partir de esa peculiaridad, el círculo vicioso. Como no hay interés entre los consumidores, no hay interés por atender a un fenómeno minoritario, de entrada, en los medios cada vez más ávidos de rating, impactos, escuchas o shares, lo que a su vez no contribuye, evidentemente, a la formación de nuevos lectores de literatura.
En ese contexto, cualquier revulsivo, cualquier corriente que avive las aguas pachorrudas de las letras mexicanas, merece la bienvenida. Y las listas de autores, los ratings, los top ten o twenty o thirty, han demostrado tener la virtud de suscitar polémicas, manotazos en la mesa porque no pusieron a mi bróder que es casi tan brillante como yo (que a propósito tampoco estoy); porque la lista es chilangocéntrica y qué onda con la profusión de genios en Zacatecas, con la robusta tradición hidalguense o con el poderío versificante de la enjundiosa Sonora; porque privó el amiguismo, o porque se ejercieron criterios políticos que dejaron fuera a los defensores del pueblo bueno, o porque hay una conjura de las editoriales poderosas para promover a sus autores, o… Sí: las listas generacionales, las de menores de cuarenta o treinta o las de las primeras obras, o las del tipo que sean, agitan las redes sociales, mueven a publicar algún artículo aquí o allá; de perdida provocan una entrevista con un crítico o una cartita al editor, en una de esas un debate radiofónico y chance hasta en el Once o el Canal 22. Jalan miradas, pues. Captan si no a posibles nuevos lectores —porque semejante proeza requeriría de medidas más profundas, educativas para empezar—, sí al menos a algunos que amenazan con desertar para siempre.
Pero hay otro motivo para promover la elaboración de una, dos o hasta tres listas al año (aunque ni una más, por piedad), y es epistemológico: clasificar es un modo de conocer. Establecer jerarquías, lo que significa por supuesto, dejar fuera, marginar, obliga a establecer criterios de lectura, a contrastar. Eso que se llama esbozar un canon —esbozarlo: evidentemente la crítica de fondo exige mucho más trabajo— está en la médula, pues, del pensamiento crítico, una certeza que deberíamos conservar incluso en estos tiempos de pudibundez, de excesos de corrección política, cuando hasta sugerir que el perro adoptado del vecino es feo o que sus setecientos ladridos por hora y 24/7 son un incordio, puede ser visto como una forma de discriminación.
¿Hay una crueldad intrínseca en los top ten, twenty, thirty? Sin duda. Daños colaterales, que se les llama.
Costales de Diez kilos
Mauricio Bares
Ustedes perdonarán mi ignorancia, pero fue hasta hace una década que me enteré de que la literatura se estudia por décadas. Durante mi breve paso por la universidad, me tocó estudiar a la Generación del 98, la del 27, los Contemporáneos, los existencialistas, al boom, entre otros, cuyos integrantes debían de haber nacido en una misma época, claro está, pero no en un decenio cerrado.
Mi madre nació en 1927 en Chignahuapan, en la sierra de Puebla, donde cada vez que ella y sus primas tenían un rato libre, su abuela las hacía vaciar en el patio los costales que almacenaban en la cocina. La bruja revolvía los granos de arroz, frijol, habas, maíz, y hacía que las chicas los rellenaran granito por granito. Al final, los costales quedaban nuevamente amorfos, con diferentes volúmenes, pero conteniendo lo mismo cada uno. Así imagino a las generaciones. Unas más extensas, otras más prolongadas en el tiempo, otras más identificadas con un país, pero conteniendo algo similar.
Clasificar implica sacrificar lo más valioso de la literatura, lo individual, por la búsqueda y el establecimiento de lo común. Un mal necesario si aceptamos que no se puede estudiar la literatura sin clasificarla. Pero ¿hacerlo por décadas tiene algún sentido? Ya que en parte sacrificamos lo individual, ¿no sería más pertinente buscar «lo común» en lo literario y no en algo tan aleatorio como el haber nacido en una década precisa?
Claro, «movimiento» y «generación» no son lo mismo. El ejemplo más a la mano es la literatura de la Onda. La molestia de los incluidos por Margo Glantz en sus textos sobre el tema radicaba en el ser presentados como un movimiento (gente que se reúne, discute, se influye, planea con un fin común), cuando realmente sólo fueron una generación: un fenómeno más o menos compacto cuyos integrantes vivieron ciertos eventos históricos, sociales y artísticos en edades similares, que los influyeron para abordar temas que les intrigaban, y quienes buscaron formas nuevas para expresarse y hallaron los medios afines para publicar.
Si hablar de nacionalidades ya es hacerle heridas y cicatrices a la literatura, clasificarla por décadas es un balazo al corazón que se ejecuta, según chequé, en Italia, Francia, España, Inglaterra, Estados Unidos, Argentina, Chile y Uruguay. Y hablando de uruguayos, Onetti es un caso interesante: lo ubico más como escritor existencialista que como miembro del boom, al que ingresó gracias a que Cortázar metió el hombro para que lo incluyeran. Onetti me parece más cercano a Sartre y Camus, quien recomendó la traducción de su obra al francés, que a Benedetti o a otro uruguayo nacido en la misma década que él.
El tonto y el perezoso andan dos veces el camino. Poner en costales de diez kilos, sin importar el contenido, es, de entrada, lo más cómodo, tanto como hacerlo por orden alfabético. Pero seguramente también es lo más difícil de sostener a la larga.