Tierra Adentro

Ilustraciones: José Salazar Pozos

 

¿Qué movió a Baudelaire a escribir sobre sus contemporáneos? Del novelista y fotógrafo Théophile Gautier a la bailarina Jeanne Duval, lo hizo con la conciencia de que, al retratar a los otros, se reflejaba a sí mismo.

 

A Sergio Ávalos

El primer y más antiguo retrato de Charles Baudelaire se encuentra en la placa que da testimonio de su nacimiento en la rue Hautefeuille, a punto de desembocar en el boulevard Saint Germain. En ese lugar, corazón de la ciudad medieval, se levantó la casa donde vino al mundo el 9 de abril de 1821. La urbe que lo vio nacer rinde homenaje continuo de su paso: hay en el cementerio de Montparnasse un gran cenotafio en memoria suya: compensación por haber sido sepultado en el mismo lote de su despreciado padrastro; su escultura de cuerpo entero vigila el jardín de Luxemburgo; un hotel en la rue Sainte Anne lleva su nombre. La antigua estación ferroviaria de Orsay, ahora transformada en museo, custodia sus imágenes, en pincel de Gustave Courbet, que lo muestra, como era deseo del poeta, solitario y concentrado en medio de la multitud; o en el retrato que de él hizo Henri Fantin-Latour, cuando le quedaban al poeta cuatro años de vida. Allí nos mira, desde la altivez de su genio, prematuramente envejecido, con el supremo conocimiento de que el tiempo, supremo enemigo, era todo suyo.

Pero el gran retrato de Baudelaire es la ciudad de París, que él se encargó de explorar en cada rincón, hacer entrar por la puerta grande de la poesía y provocar ese nuevo calosfrío, siempre nuevo e ignoto, advertido desde un principio por Víctor Hugo y que aún nos sigue helando la sangre con su poderío verbal y su inefable arquitectura. En su «Himno a la belleza», Baudelaire escribió:

De Satán o de Dios, ¿qué importa? Ángel o Sirena,
¿qué importa, si haces, hada con ojos de terciopelo,
ritmo, perfume, esplendor, oh, mi única reina,
menos odioso el Universo, menos pesados los instantes?

Por el peso de sus palabras y la correspondencia entre vida y escritura, Baudelaire pertenece al escaso número de poetas que continuarán brillando mientras otros astros, que en su momento parecían de primera magnitud, se extinguen con el transcurso de los años.

Contemporáneo estricto del nacimiento de la fotografía, fue retratado por todos los grandes artistas de su tiempo. Gracias al testimonio sin maquillaje de los inicios fotográficos, donde el modelo formaba parte integral de la obra de arte, Baudelaire nos mira en su evolución cronológica: Étienne Carjat y Gaspar-Félix «Nadar» lo registraron con sus célebres y originales batones, donde demostraba que el dandy no sólo es el que se arma con todos los recursos de la civilización, sino el que crea su propia moda y estilo: «el dandy debe vivir y dormir frente al espejo», proclamaba, para defender el imperio del artificio sobre la naturalidad.

Cuando decide conquistar la gloria, Baudelaire hace el retrato de su joven generación. Al hacer el retrato de los otros, hace el propio. De tal manera, publicó sus «Conseils aux jeunes littérateurs» el 15 de abril de 1846 en la revista L’Esprit public. El poeta contaba con veinticinco años de edad y ocupaba febrilmente las páginas de los periódicos con sus revolucionarias críticas de arte. Ya había descubierto la obra de Edgar Allan Poe, su alma gemela, había conocido a la mulata Jeanne Duval, la mujer de su vida, y comenzaba a escribir los poemas que habrían de constituir su obra maestra. El joven autor se hallaba en plena etapa de dandismo, entendido no como una elegancia superficial e inmediata, sino como una forma de ser que opone el individuo a la familia, la belleza al utilitarismo, la libertad a la obligación. Por eso la violencia de sus palabras. Bajo su aparente cinismo hay un profundo conocimiento de la naturaleza humana y la obligación suprema del artista: defender la belleza y la manera de procurarla, por encima de todos sus enemigos y particularmente de aquel que se gesta en nuestro propio conformismo.

Baudelaire fue un gran dibujante pero también acudió a la palabra para hablar de los más próximos a su sensibilidad. En 1861, escribió varios artículos sobre sus cofrades en la Revue fantaisiste. Su intención era reunirlos en un libro bajo el título Réflexions sur quelques-uns de mes contemporains, con textos sobre Victor Hugo, Marceline Desbordes-Valmore, Auguste Barbier, Théophile Gautier, Pétrus Borel, Gustave Le Vavasseur, Théodore de Banville, Pierre DuPont, Leconte de Lisle, Hégésippe Moreau, es decir, su propia galería de raros —para acudir a la definición de Rubén Darío—, muchos de los cuales no han trascendido el paso del tiempo, pero de todos los cuales expresó su certero juicio crítico antes que una admiración estéril. De los retratados, además de Victor Hugo, en Théophile Gautier (1811-1872), una década mayor que él, encontraba un alma gemela. Así lo demuestra la elocuente dedicatoria desde la primera edición, en 1857 de Les Fleurs du mal: «Al Poeta impecable/ Al perfecto mago de las letras francesas/ A mi muy querido y muy venerado/ Maestro y amigo/ Théophile Gautier/ Con los sentimientos/ De la más profunda humildad/ Dedico estas flores enfermizas/ C.B.».

¿Quién era el merecedor de tan elogiosa y bella dedicatoria, en el libro fundamental de los tiempos modernos? Vamos en busca de Gautier gracias a Baudelaire, como lo hacemos con los pasos de Lope de Rueda a raíz de que Cervantes —en el prólogo a sus Entremeses— expresara por él su admiración. En nuestro mexicano domicilio, el primer número de la Revista moderna del 1 de julio de 1898, da sitio de honor a Gautier al publicar su poema «El arte», en versión de Balbino Dávalos:

Sí; la obra es más radiante
si el pulimento es terso:
diamante,
mármol, esmalte, verso.
……………………………….
Cincela, esculpe, lima;
Que tu flotante ensueño
imprima
su poderoso empeño.

El arte por el arte como certeramente afirma Robert Kanters, «no se trata de hacer de la estética la categoría suprema de la vida moral, sino simplemente de considerar al arte como el medio supremo de acceso a la verdad». Baudelaire fue un paso más allá de la perfección verbal de Gautier para practicar la alquimia que le permitiría la transformación del lodo en oro, del miasma en elevación, del torpe andar del albatros en tierra a la conquista del espacio por medio de sus alas. En su decisivo ensayo L’art romantique, Baudelaire había dejado clara su postura ante la aportación de Gautier:

Manejar sabiamente una lengua es practicar una especie de hechicería evocatoria. Entonces el color habla, como una voz profunda y vibrante; los monumentos se yerguen y resaltan sobre el espacio profundo; los animales y las plantas, representantes de la fealdad y del mal, articulan su mueca inequívoca; el perfume provoca el pensamiento y el recuerdo correspondientes; la pasión murmura o ruge su habla eternamente semejante. En el estilo de Théophile Gautier, hay una justeza que encanta, que asombra y que hace pensar en esos milagros producidos en el juego por una profunda ciencia matemática. Recuerdo que siendo yo muy joven, cuando saboreaba por primera vez las obras de nuestro Poeta, la sensación del toque justo, del golpe directo me hacía estremecer, y la admiración engendraba en mí una especie de convulsión nerviosa. Poco a poco me acostumbré a la perfección, y me abandoné al movimiento de ese hermoso estilo, onduloso y brillante, como un hombre montado en un caballo seguro que le permite la meditación, o a bordo de un navío lo bastante sólido para desafiar los temporales no previstos por la brújula, y que puede contemplar a gusto los magníficos decorados desprovistos de error que la naturaleza construye en sus horas de genio. Gracias a esas facultades innatas, tan preciosamente cultivadas, Gautier ha podido a menudo (todos lo hemos visto) sentarse a una mesa corriente, en el despacho de un periódico, e improvisar cualquier cosa, crítica o novela, con el carácter de algo irreprochablemente terminado, y que al día siguiente provocaba en los lectores tanto placer como estupor había producido en los compositores de la imprenta la rapidez de la ejecución y la belleza de lo escrito. Esta presteza para resolver todo problema de estilo y de composición hace pensar en la severa máxima que una vez dejó caer ante mí en el curso de la conversación, y de la que él se ha hecho sin duda un constante deber: «Todo hombre, al que una idea, por sutil e imprevista que se la suponga, torna en falta, no es un escritor. Lo inexpresable no existe».

Baudelaire perteneció a la estirpe de los poetas pintores. Si supo retratar a sus contemporáneos a través de la palabra, también lo hizo en dibujos cuya rapidez de trazo evoca a la de su admirado Constantin Guys. Sus retratos y autorretratos más elaborados, recuerdan a los de su amigo Edouard Manet. El que nos ha dejado de Jeanne Duval es extraordinario. Aunque nadie sabe cómo terminaron sus días, Nadar confiesa haberla visto de muletas. Acaso, aventura Camile Mauclair, fue una de las muertas durante los días de la Comuna y acabó en la fosa común. Baudelaire la dibuja en la plenitud de su belleza y sensualidad. En busca de la víctima por devorar. A cambio, escribió en su nombre uno de los poemas para todos los tiempos: «Un hémisphère dans une chevelure». La retratada, más allá de sus rasgos físicos y su existencia en la tierra, adquiere la inmortalidad que sólo otorga el arte. Por esa razón siempre agradeceremos la existencia de Jeanne Duval en la vida del poeta.