La sombra de Galatea
I
El mundo es un templo de espejos. Durante nuestra estancia en él no podemos evitar concebirnos a nosotros y a los demás a partir de una acumulación de imágenes que se traslapan y confunden entre sí. Nuestras siluetas, nuestras honduras, se cincelan al mismo tiempo que cincelamos las ajenas. La vida se nos presenta, a lo largo del pasmo del calendario, como un ineludible compendio de reflejos.
Me arriesgo a decir que la ignorancia es la mayor de las cortesías que nos otorga la niñez. Al desconocer ciertas verdades del cuerpo, ciertos horrores de la personalidad, nos damos el lujo de ser nosotros en tanto propiedad emergente: fluir junto a lo que hacemos con las extremidades, lo que degustamos con los sentidos, lo que alcanzamos a palpar de la realidad. Nuestro imperio es el rincón desde el que vivimos los días, dominio unánime de la experiencia íntima.
La amargura central de la madurez aparece, pues, al darnos cuenta de que existimos fuera del cuerpo que habitamos. Con gradual pánico —desconcertante y ajeno, como todo lo que visita la vida del adolescente—, encontramos en los otros una proyección de las facciones propias. Hay un juego de identidades: lo que decimos ser no abandona nunca su pugna contra lo que los otros dicen que somos. Abundan, en cambio, los que han sufrido su ineptitud para reconciliar este intercambio de impresiones recíprocas. Ese es mi caso.
Pienso a menudo en Galatea. Ovidio relata en Las Metamorfosis la historia del rey de Chipre, Pigmalión, que en vano buscó una esposa durante varios años. Incapaz de verse satisfecho por las mujeres que lo rodeaban, volcó su vida a tallar en marfil esculturas femeninas que lo ayudaran a compensar ese hueco de realidad. Terminó por enamorarse de una de sus creaciones: la bellísima Galatea. Afrodita, al ver la pasión del rey, decidió darle vida a la escultura.
Hay en cada persona un Pigmalión. Nos esforzamos en esculpir una imagen propia a la que aspiramos siempre representar: amarla hasta que no podamos hacer otra cosa que convertirnos, indiscutiblemente, en ella. Pero olvidamos que los otros esculpen una versión de nuestra imagen dentro de su mente. Y para ellos no somos sino eso: sombra y proyección de su propia Galatea.
II
Desconozco si existe un trasunto fisiológico, mínimamente fiable, que explique de forma más o menos integral los mecanismos con los que asimilamos la realidad y definimos nuestro papel en ella. Muy felizmente ignoro las batallas teóricas que se ocuparon en discutir cómo se forman la personalidad y la percepción de la imagen propia. Hablo, como siempre y como todos, desde mi experiencia.
Es probable que, como vicio de nuestro tiempo, esta costumbre caduque con él. De vez en vez me topo con la misma escena, hurgando en conversaciones dentro de un café o acodado en los pasillos de un centro comercial: una parejita, durante la etapa temprana del cortejo en la que el recelo es el primer mediador de los ánimos, se pregunta mutuamente por su signo astrológico con la esperanza de confirmar compatibilidades o evadir una desgracia mayor. A algunos les basta este prejuicio —azar congénito que se me escapa de la razón— para guiar las pautas del amor y la amistad. Y lo entiendo: nos habita una necesidad incurable de clasificación propia y ajena, un impulso innato por anticipar conductas y predilecciones con el que procuramos salir medianamente bien librados de la vida en masa. Entre los arcanos y eneatipos que buscan condensar las variaciones de la personalidad humana, pienso puntualmente en el inventario del MBTI.
Es el zodiaco de la generación z, el test. Y creo que cada vez es menos popular. Lo inventaron Katharine Cook Briggs y su hija, Isabel Briggs Myers, apoyadas en algunas ideas que Jung había propuesto en 1921. El test plantea que se pueden obtener dieciséis tipos de personalidad a partir de la acumulación de cuatro aspectos que se dividen en dicotomías: se es introvertido o extrovertido, y sensorial o intuitivo, y pensador o emocional, y calificador o perceptivo.
Claro que esto es pseudociencia. Claro que es poco fiable.
Es famoso por el sencillísimo hecho de que a todos nos emociona ver una descripción de personalidad que sea lo suficientemente certera como para levantarnos del asiento, igual que un niño que mira a un superhéroe en la tele, y decir: Soy ese. Además, cada tipología se representa con monitos chistosos organizados por colores, vulnerables a convertirse en meme.
El asunto es que, según el test, soy ENTJ: un monstruo con veleidades de dictador, ilustrado como una caricatura morada que se me antoja remedo de Margaret Thatcher. Cuando se lo conté a una amiga del pasado, confesé que no estaba seguro del resultado que había obtenido, así que le propuse que me aplicara el test durante nuestra charla. Ella leía cada aseveración en voz alta y yo respondía enseguida:
—Como progenitor, preferirías que tu hijo fuera amable antes que inteligente.
—Totalmente en desacuerdo.
La espanté, claro, en medio de los ataques de risa que nos eran comunes. Un asombro discreto me llenó la boca al descubrirme revelándole, con tanta tranquilidad, tanto sosiego, la óptica a través de la que miro los contornos de mi persona.
¿Qué tan distintos eran los lentes con los que ella filtraba mis modos y mi humor? Si ella hubiera respondido las preguntas por mí, ¿habría obtenido un resultado contradictorio al de mis propias impresiones? Me intrigó la zona liminal en la que las identidades se difuminan, la transición en la que diferentes versiones de uno mismo se presumen igual de verdaderas.
Me aterra, aunque no lo descarto, pensar que nuestra identidad está sometida al consenso de los otros.
III
Iba a terminar esta perorata diciendo que la esencial tristeza de la adultez es la resignación. Tuve por plan escupir que la conformidad incondicional con las cosas —casi derrota, casi secuestro— incluye a la totalidad de la persona misma. Muchos ceden y aceptan ser lo que les dijeron que serían, lo que les enseñaron que siempre fueron. Y es que a menudo parece imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es.
Un poco más calmado, me gustaría disentir conmigo.
Hace tiempo dejé de militar en corrientes terapéuticas. No me interesa quién es más eficiente entre los conductistas que electrocutan gente y los psicoanalistas que maquilan recuerdos falsos para explicar la infancia. Me limito a rescatar ciertas verdades que me resultan convenientes, casi cómodas.
Esta es una: cada mañana me alivia la existencia saber que me basto a mí mismo para ser lo que soy. Cualquier juicio, cualquier expectativa, me es tan ajeno como el resto de las cosas que residen fuera de mi piel.