El deleite de las formas: Irma Palacios
Fue una mañana de febrero cuando visité el taller de la pintora Irma Palacios (Iguala, 1943). Su producción, primordialmente pictórica, se ha basado en una búsqueda permanente del color, la luz, la textura y, sobre todo, de formas, trazos y plastas que se entregan a la mirada como enigmas. Con su peculiar sentido del humor, Irma de vez en cuando bromea al decir que lo que pinta son, a secas, “manchas”. Este tipo de afirmaciones no suponen una falsa modestia; por el contrario, develan la liviandad de su espíritu, la calidez y sencillez que le caracterizan. El reconocimiento que ha tenido su obra tanto a nivel nacional como internacional, incluyendo haber sido acreedora de la beca John Simon Guggenheim (1986-1987) y galardonada con la Medalla Bellas Artes en el año 2022, es el resultado de un compromiso diario con su oficio. Irma ha conseguido hacer de la abstracción un lenguaje inconfundible. Sin necesidad de extraviarse en enredos teóricos, planteamientos rebuscados o armazones discursivos, le entrega al espectador una pintura en su estado más puro.
El taller que Irma emplea para pintar es el mismo desde hace casi cuarenta años. Su familia llegó desde Guerrero para asentarse en la capital del país a finales de los años cincuenta. Ya para ese entonces, a muy temprana edad, Irma sabía que tenía una vocación y un llamado hacia la brocha y el lienzo. “Llevaba conmigo mi Larousse y copiaba las ilustraciones. Así empecé a dibujar yo sola, sin maestro ni nada”, narró Irma aquella mañana. Al enfrentarse a los problemas de la vida adulta, comenzó trabajando en un banco; por fortuna, aquel empleo no consiguió alejarla de su vocación y, en contra de lo previsto, la fue acercando aún más al arte: “todas las actividades del ser humano son atractivas si eres realmente sensible. El chiste es que yo tenía que hacer algo en aquella época. Finalmente la pintura ganó en ese lapso en el cual trabajé como banquera”. En el departamento donde en algún punto le correspondió laborar descubrió un sinnúmero de catálogos de arte: “Me la pasaba leyendo aquellos catálogos. Así fue como me enteré de que existía [Francisco] Toledo. Yo quería seguir los pasos de toda esa gente. Quería ir tras los pasos de esas personas para que me hicieran, a lo mejor, un catálogo algún día”.
Irma logró convencer a su madre de perseguir su vocación contra viento y marea. Se inscribió en la ENPEG La Esmeralda, muy a pesar del susto de su madre al ver al profesorado. Desde joven tenía la certeza de que seguiría una ruta muy diferente a la de su familia y que se dedicaría de lleno a la pintura, decisión que para la década de los setentas parecía arriesgada (y aún ahora). En la Esmeralda conoció a los hermanos Castro Leñero: maravillosa coincidencia genealógica, todos resultaron artistas plásticos. Más tarde, Irma compartiría cuatro décadas de vida al lado de Francisco (†). “En ese entonces La Esmeralda se ubicaba por la Alameda y yo tenía que atravesar toda la ciudad para estudiar por las noches, ya que en la mañana trabajaba en el banco. Desde ese tiempo yo era muy atrevida y curiosa. Hacía muchas preguntas al llegar al taller de grabado. Alguna vez probé haciendo grabados con azúcar y luego mi gato se los comía”. De esa época también rememora a una joven muy tímida que apenas y sostenía la mirada con los demás. Aquella joven venía de Tabasco y se llamaba Victoria Compañ. Décadas más tarde, se revelaría como una pintora geometrista de enorme sensibilidad, si bien su nombre hoy ha dejado de figurar en los anales. Parece ser que hace más de veinte años que no figura su nombre en exposición alguna: “La familia de Vicky [Compañ] tenía muchas panaderías y ella se dedicó de lleno a eso. Yo le decía: ¡Vicky, no dejes de pintar!”
Toda carrera es de tenacidad. La trayectoria de Irma ha sido, pues, de dedicación y constancia desde su primera exposición individual de austerísimo título, Pintura, por allá de 1980, hasta Lino papel (2022), hace apenas unos meses. Desde entonces, el estilo pictórico que ha defendido como medio de expresión por años ha sido la abstracción, si bien a veces sus cuadros poseen visos de figuración tan misteriosos como sutiles donde el espectador caza las siluetas y acecha semejanzas con el mundo vegetal. Su mejor exégeta, Luis Ignacio Sáinz, delimita pertinentemente la mayor preocupación temática en este cuerpo de obra: la poesía y la tierra. Y añade que los cuadros de Irma “especialmente texturizados, remiten a una práctica geológica básica: la del inventario de minerales, su catalogación y explotación”.1 Para Sáinz, estos constituyen “constelaciones de sentido (…) abiertas y expansivas”.2 Pienso yo que cada cuadro sería un islote o formación de tierra en un archipiélago personal. Es el entusiasmo de presentarse ante el lienzo, una nueva oportunidad para buscar una infinidad de formas que remiten, por intención o accidente, a las naturales en sus craqueladuras y rugosidades.
Ejercer la abstracción ha sido también un gesto de posicionamiento frente a las siempre inestables tendencias del mercado del arte. No por nada el gran historiador de arte Jorge Alberto Manrique aplaudió la virtud técnica de sus cuadros y añadía, al comentar una exposición en el MAM en 1993 que “en tiempos de figuración, Irma Palacios persiste, segura, en su pintura abstracta, emocional, sintética, en cierto sentido lírica (…) tal vez la más consistente artista que en el medio mexicano mantiene la fe en lo no figurativo”. 3 A propósito del MAM, Irma recuerda una graciosa anécdota donde atentó con la sacralidad del museo y se llevó el regaño de un guardia: “Una vez en el Museo de Arte Moderno y yo estaba acariciando mi cuadro. Se enojaron los que cuidan para decirme: ‘¡usted no puede tocar el cuadro!’ Y les respondí: ‘¡pero ¡cómo! ¡Si este cuadro es mío!’” Conversar con Irma no tiene nada de cercano a la actitud soberbia del artista consagrado. Al contrario, la calidez y el humor animan su charla.
Aquella mañana gradualmente se fue iluminando: la luz entraba por una ventana situada a lo alto del muro superior del estudio, haciendo que los cuadros irradiaran su calor natural, su propia “temperatura”, como ha advertido la crítica Teresa del Conde en una muy simpática reseña datada de 1993 donde la autora reseñó la exhibición “Espejo natural” (1993) a partir de un elemento inesperado: el cuaderno de quejas y sugerencias para visitantes.4 Aquel ventanal a lo alto supone una peculiaridad en la arquitectura del taller. Las ramas se mecen con suavidad y motivan a la pintora a dar rienda suelta a su labor, a veces con la música de fondo de su colección de discos compactos, de Arvo Pärt a Bobby McFerrin. A un costado, una mesa acumula la rica variedad de óleos Winsor & Newton que Irma atesora para conseguir el efecto terroso de sus cuadros: tierra de sombra tostada, gris de Payne (con un matiz próximo al azul) y blanco de Titanio. Tantos libros almacenados en su taller revelan pistas para acceder a su obra: libros sobre minerales y plantas, cuentos de Grace Paley, y, sobre todo, poesía: “Cuando leo poesía, me vienen imágenes. Si te habla de humedad, pienso en agua, en ríos. La poesía puede conmoverme tanto que modifica por completo mi obra al momento de pintarla”.
Irma reconoce el valor de la palabra literaria como parte de su proceso creativo. En algún punto tendió en mi mano un ejemplar empastado de Tolstoi con la esquina superior mochada (“este lo mordió mi perrito”, advirtió) y las obras selectas de Françoise Sagan reunidas por Plaza & Janés (“¡este libro era prohibido en mi época!”). Su obra ha mantenido un diálogo incesante con la poesía mexicana, entre ellos, con Francisco Hernández, quien escribió un abecedario inspirado en su obra plástica en el marco de la muestra Escribir. Pintar (2002), exhibida en la Galería López Quiroga. La serie fue, por cierto, dedicada al escritor Juan García Ponce un año antes de su muerte. Irma le dijo al autor de Inmaculada: “yo no te puedo hacer una novela, pero sí te voy a escribir una pintura”. Y fue para esta serie de pinturas que Irma estudió alfabetos y caligrafías, develando una estructura secuencial de repeticiones y variaciones. Cada cuadro propone un ritmo que no es monocorde si no que alude a la erótica de inscribir los grafemas sobre el papel. Ponce fue, recordemos, uno de los principales defensores de lo que se llamó “abstracción lírica” en México en su primera fase. No obstante, el diálogo que parece haber nutrido más el campo fértil de la pintura de Irma ha sido el sostenido con la poeta mexicana Coral Bracho, que hace de la palabra poética un desborde, un rizoma donde cada verso es raíz. De hecho, el título de un poema que escribió Coral para la exhibición Tierra de entraña ardiente (1992) es el mismo que he retomado para esta pieza de escritura: “en ella estalla y se entrelaza. En su orilla clarísima / florece. Es el deleite de las formas”. 5
Otra figura importante que cruzó en el camino de la maestra fue la de Rufino Tamayo. Fue el oaxaqueño quien la recomendó para la beca Guggenheim. En ese entonces, Tamayo animaba a Irma con encomio a solicitar la beca, aunque, eso sí, le aclaraba que a él nunca se la daban por más que lo había intentado. Irma evoca los años en la que manejaba hasta la casa de Tamayo para mostrarle sus creaciones en su taller al sur de la Ciudad de México para que así le diera una opinión para seleccionar los cuadros que enviaría a una exposición colectiva en Cagnes-sur-Mer, Francia, gracias a la invitación de un sultán: “Cuando me visitaba, Tamayo se fijaba en todo, hasta en el piso. Al ver las manchas de las gotas de pintura escurridas, señalaba al piso y me decía: ‘mire, Irma, eso que ve usted allí, ¡también son sus pinturas!” Recuerda también que Manuel Felguérez, por su parte, sin querer desalentar, le recordaba lo mucho que le costó obtenerla diez años atrás al haber desarrollado su grandiosa “máquina estética” durante sus años en Harvard. Fue, pues, en 1986 cuando Irma obtuvo esta importante beca, siendo una de las primeras creadoras mexicanas en conseguirlo. “Yo siempre les digo a los jóvenes que alcen la mano y digan: ¡yo! ¡yo! ¡aquí estoy yo! Hay que alzar la mano para que te den una oportunidad.” Mucho podemos aprender de sus consejos los creadores de nuestra generación.
Al ver sus propios cuadros, Irma a veces delata extrañeza. Le es difícil tratar de rastrear cuál fue la emoción que la llevó a escoger un rojo muy intenso o una tonalidad grisácea y glaciar: “Pintar siempre te sorprende: cuando no te sorprende nada, cuando se vuelve sencillo, no tiene sentido hacerlo. Yo a veces me tardo más en ver los cuadros que en pintarlos: ¿de qué se trata?, ¿qué es?” Poco a poco, Irma desplegaba a la par los manteles cuyos diseños elaboró en colaboración con artesanos en Michoacán. Uno, al estilo Malevich, es un mantel blanco con diseños tradicionales blancos. Son exploraciones formales y artesanales, sí, pero también son deleite y regocijo: “No me gustan los precios, no los entiendo. ¿Por qué le tienes que poner un precio al placer de hacer un cuadro? Es una lucha de placer y dolor: es la vida en sí misma. Eso que ves allí: esas manchas, son mi vida. Y yo estoy dejando esto como si fueran mis hijos”. En la decisión de ser artista se cruzó el dilema de la maternidad: “Yo de chica nunca pensé en casarme o tener niños, aunque me encantan los niños. Yo decía: ‘o soy una buena madre o soy pintora’”. Acaso porque la pintura le habría parecido a Irma una entrega absoluta, congruente y armónica con la vida personal y el tiempo que la creación exige: es el acto de producir arte no como un pasatiempo, sino como una forma de subsistencia y una defensa frente al mundo.
Esta decisión, empero, no la hizo descartar la vida en pareja. Francisco Castro Leñero fue su esposo por casi cuarenta años. La más reciente exposición de Irma, Lino papel, inaugurada en diciembre del año pasado en la galería Acapulco 62 (Dr. Atl 62, Ciudad de México), supone el registro emocional de su duelo tras la pérdida de Paco a causa de un padecimiento pulmonar que lo mantuvo en cama por un periodo de varios meses. Cito el emotivo texto de sala escrito por Alberto Castro Leñero, marcado por la intimidad familiar: “este grupo de acuarelas (…) fue realizado en los espacios de tiempo fragmentado cuando ella acompañaba a su pareja, quien trataba de conservar el aliento (…) entre los cuidados intensivos y el dolor del proceso de muerte de Francisco, Irma encontró los tiempos para expresar su energía creativa, irreductible y vital”. Lino papel es el encuentro inesperado entre la pintora y un soporte traído de Oaxaca: las acuarelas confieren contención al dramatismo, alcanzando tonos vibrantes; algunas asemejan paisajes; otras, venas abiertas, heridas. “Ya entendí de qué se trata la vida…, de morirse”, sentencia con una sonrisa estoica la maestra al recapitular un periodo personal tan arduo como delicado.
Quizá el mayor mérito de Lino papel sea recordarnos ese virtuosismo lleno de curiosidad que Irma posee al trabajar materiales distintos al óleo, sin perder de vista un factor emotivo que no pasa desapercibido para el público general ni para el especializado. A la manera de Teresa del Conde, cito la descripción de una espectadora anónima al apreciar por primera vez este cuerpo de obra, quien descubrió: “el dolor y la oscuridad, los signos vitales y el sangrado, el entumecimiento y la aceptación teñidos en este lino rayado, sutil pero fuerte, brillante pero encantador (sic)” En el trazo que dicta la emoción, esta serie de acuarelas tiene el poder de sacudirnos y hacernos meditar sobre el valor de un acto artístico suscitado a consecuencia de un proceso de duelo. Dicho proceso incluso se revela incluso en los títulos de las piezas: Tiempo petrificado, Incendios errantes, Cicatriz de piedra. Podemos imaginar a la maestra pintando estas flores monocromas, estas lilas que desvanecen, como compañía y despedida. Para Elisabeth Kübler-Ross, sentarse junto a un paciente moribundo no tiene que ser un asunto triste y puede legarnos enseñanzas de amor para las generaciones futuras.6 Así, en su muestra más reciente, Irma Palacios nos recuerda que la creación artística puede siempre aportarnos algo más allá de la habilidad técnica, el dato histórico o la potencia crítica, sino que nos conduce a áreas donde palpita una lección fundamental sobre la vida humana y la sanación del dolor.
- Luis Ignacio Sáinz, Irma Palacios. Poesía a la tierra, México, CONACULTA, 2002, p. 8.
- Ibíd. 28
- Jorge Alberto Manrique, “Irma Palacios en el MAM”, La Jornada, 16 de junio de 1993.
- Teresa del Conde, “Irma Palacios y el público”, La Jornada, 17 de julio de 1993.
- Irma Palacios y Coral Bracho, Tierra de entraña ardiente (catálogo de exposición), México, Galería López Quiroga, 2002, p. 24.
- Elisabeth Kübler-Ross, “Living and Dying”, On Life After Death, Berkeley, Celestial Arts, 1991, p. 20.