Tierra Adentro

Para comprender la ausencia absoluta de sentido en una vida, que más bien se vive por impulso, habrá que destruirlo todo. Habrá que ir aniquilando, una a una, las voces que nos nombran, y reducir el mundo a las arenas yertas de una isla solitaria hasta confundir el murmullo del viento de la devastación con los ruidos de los huecos interiores. Éste es el principio filosófico de Báez Ayala, uno de los cuatro protagonistas de La soledad del mal.

El personaje parece extraído de los intersticios del existencialismo de Albert Camus: un millonario inútil, sin ambiciones, que ha nacido con la vida regalada gracias a una herencia y, en consecuencia, se ha transformado en un hombre que, libre de la necesidad de luchar por absolutamente nada en la vida, se ve desprovisto del sentido de la existencia; entonces mata para tratar de encontrar un asidero ante el silencio de la desesperanza que se abre, inexorable, frente a sus ojos. Sin embargo, ésta habría sido la historia de un hombre que se hubiera dejado morir lentamente, secándose a la luz del sol y la rutina, si no tuviera el detonante primigenio de la ira. Es así como se configura una infancia desolada, con una madre muerta y un padre violento que prefiere mandarlo a un internado (donde terminará violando a un sacerdote) antes que hacerse cargo de él. En Báez Ayala, a su vez, converge la historia de una de sus víctimas, Valeria Longhi, una mujer gris, bonita y masoquista, de quien, a su vez, se desprenden dos historias más, una basada en el sadismo y la codependencia; y otra, en la seducción imposible y el amor. Son, en conjunto, un grupo de seres humanos que, a lo largo de la novela, van descubriendo, en su propia miseria, la humanidad que los define. Los cuatro son víctimas y victimarios que deambulan en una frontera extraña entre el afecto y la venganza, conduciendo sus acciones hasta el punto de quiebre donde tendrán que destruirse, en distintos planos, los pilares de su propia vida: la autoestima subyacente a las relaciones amorosas y el éxito profesional; la moral, que fustiga de forma intermitente a quienes matan por amor o por placer; y la certidumbre acerca de la dirección que tomará el rumbo de la vida en quienes se van hundiendo poco a poco, cada vez más, en el oscuro laberinto de la venganza.

La soledad del mal (UV, 2014) es la primera novela de Horacio Convertini que llega a México, pero no la primera que escribe. Aunque en Argentina la han señalado como novela negra o novela policiaca, me parece que tiene aún más de shakesperiana, pues la muerte sirve de marco para perfilar una serie de conductas capaces de apuntalar los cimientos sobre la conciencia ética y moral de un lector poco habituado a establecer matices en el valor de la gente que lo rodea. No sólo diluye la dicotomía entre buenos y malos, su frontera maniquea; también la de víctimas y victimarios o abyectos y redentores. Tal vez la razón estribe en que se trata de un relato poblado exclusivamente de antihéroes, seres defectuosos que calculan sobre el error y se nutren de los sueños equivocados, como la esperanza de alcanzar un idilio homoerótico encuadrado en el marco más convencional impuesto por una sociedad conservadora (el anhelo del matrimonio o el viaje edulcorado de una pareja que simula una luna de miel) con una mujer heterosexual o la suposición ingenua de que, a partir del sutil juego de poder y disfraz que supone el arte de la seducción, un deudo de las víctimas puede convertirse en cómplice y compañero sentimental del victimario.

Cabe destacar la evidente preocupación del autor por el desarrollo de un estilo narrativo. Si bien Enrique Serna considera que la «voluntad de estilo» es más un defecto que una virtud, el caso de Convertini es la excepción. La adjetivación no deja entrever pretensiones esteticistas o manierismos anquilosados; al contrario, con una estructura narrativa sólida, el autor se da el lujo de explorar un lenguaje poético poco usual en la narrativa contemporánea latinoamericana, cuya deuda estilística apunta a Rodolfo Walsh y Truman Capote, y encuentra paralelismos con la búsqueda estética de Leila Guerriero. Por supuesto, con su respectiva distancia: esta última en la crónica y el non-fiction, y Horacio Convertini en la ficción.

La soledad del mal es una de las últimas publicaciones de la colección Ficción de la Universidad Veracruzana, lograda gracias a un convenio con la Editorial de la Universidad de Villa María (Argentina), la cual fue la casa editorial original de este título. Aunque tardío, es tal vez, junto con el próximo título de Leonardo Padura, uno de los lanzamientos de narrativa más afortunados de la actual administración editorial de esa casa de estudios.