Tierra Adentro

Tin Tan. Sobrenombre en sordina sonora, suave. Un chasquido de saliva, un vientecillo por la nariz. Soba la lengua los adentros, acaricia los incisivos, votando sutil en el paladar dos veces seguiditas: se canta de a leve, en corto. Es un micro scat de preámbulo quedo y grossa salida. Tin Tan.

Virtuoso vocalista de exquisitud interpretativa, fenómeno social de la iconografía de la postsegundaguerra, actor actorazo de la fiesta industrial del cine mexicano, impronta cultural nomás, Germán Valdés invade la escena cual hijo desobediente de la Santa putísima mujer del puerto fundacional de nuestro cine, y fue un niño perdido a cuadro que se abrió paso en medio del incólume close up de El Indio, los yermos diálogos de Magdaleno y los milagrosos cielos de Figueroa para, entre las patas de los caballos de Negrete y toda la poética rancherista y de la Revolución mexicana, convertirse en un revoltoso rey de la comedia urbanística, esclavo y amo de un imperio cándido sólo equiparable al de Infante y al de David Silva, que coexistió con el de la crueldad citadina de Gavaldón/Revueltas/Spota, y venció por supuesto al oficialista de su predecesor Cantinflas.

TROVADOR Y FRENTE A CANTINFLAS

Como cantante, un genio único y expresivo con antecedentes en Don Tosti y Cab Calloway, ya rastreados por Manuel Márquez (documentalista de Ni muy muy, ni tan tan… Simplemente Tin Tan, 2005), debe hermanársele con el chicanísimo Lalo Guerrero.

Natural, habiendo grabado alrededor de seis álbumes (pero cantado más de doscientas canciones en sus películas y revistas musicales) sin pretender más que divertirse, ganar unos miles de pesitos, resulta que su voz autoeducada puede estar ya en la gloria de la tradición crooner. Se puede ir aclarando así, para entrar de nuevo a los terrenos de la eterna rivalidad: lo que Cantinflas al toreo bufo, Tin Tan a la cantata chusca.

Aprovecho para enfrentarlos una vez más porque ambos triunfaron en su tema, y ambos, codiciosos, pretendieron el terreno del contrario: Valdés, de pachuco él y su «cuadrilla» completa, se prestó al juego de las vaquillas, del que no salió bien librado el 31 de marzo de 1945 en una función de toreo cómico que ofrecieron él y Cantinflas, a lado de los actores Jorge Negrete y Manuel Medel para los hijos de los gendarmes de la Ciudad de México en el coso de Insurgentes; mientras que Moreno, hacia 1983, tuvo las agallas de grabar un álbum completo «con canciones muy bonitas dirigidas a los niños pero para que las entiendan los grandes», según él mismo sermonea en el comercial que hizo para la televisión promocionando su inusitado experimento sonoro Cantinflas con los niños del mundo, que acabaría retirando del mercado por cuenta propia.

No obstante, los duelistas vivieron dándose picones. Moreno, con cualquier pretexto, cantaba babosadas en sus películas, sin la menor gracia, hoy aún no se sabe si porque aspiraba a burlarse de los geniales segmentos musicales de Tin Tan, o porque creía que su valor musical tenía que reconocerse a ultranza. Por su lado, Valdés, con más de cincuenta indiscutibles éxitos musicales en su haber, en varias secuencias de sus más de cien películas, hace las veces de sabrosos quites imaginarios al toro del siempre mal llamado mimo de México.

EL PACHUCO, EL CULMEN Y EL LOCO AMOR QUE LO CONSUMIÓ TODO

Con una adolescencia de aires fronterizos, teniendo a su padre aduanero en Ciudad Juárez, al descubrir su vena cómica lo más natural era explotar «el disfraz» del outsider de moda en los cuarenta, el pachuco, y llevarlo hasta sus últimas consecuencias pasadas la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, y a pesar del poder icónico del personaje, lo agotó en la carpa y en el teatro de revista.

Tras sus primeras películas (1943-1947), el personaje estaba tan cansado del mismo numerito del paisano que quiere hacerse entender in inglish, que al comediógrafo orizabeño Humberto Gómez Landero no le costó ningún trabajo imponerle otros disfraces: niño, fauno y bigotona de la belle époque en la misma película, todo le ajustaba al boca de bagre que fuera a concluir su obra pachuquista con un grandioso número musical, orquestado por Luis Alcaraz y su carnal Marcelo, al final de Músico, poeta y loco (1947). Durante ese periodo, su filmografía lo expuso como un fenómeno social de novedad, en general repelente, frente al que la «sociedad mexicana» —que rehuía de la nueva ola globalizadora que había comenzado a alzarse con la destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki— cerraba filas.

La consagración de Tin Tan llegó con Juan García El Peralvillo al guión y diálogos, y detrás de la cámara el único cineasta del mismo ímpetu artístico de los Contemporáneos (quizás a lado del cineasta maldito Adolfo Best-Maugard), Gilberto Martínez Solares. De la desfachatez de Calabacitas tiernas (1948) al experimentalismo argumental y dialogal de El bello durmiente (1952), el personaje de Valdés se desarrolló hasta la crueldad. Con rutinas de hasta seis películas por año, Tin Tan se extinguió en la cumbre de sus obras maestras: El rey del barrio (1950), La marca del zorrillo (1951), El revoltoso (1951) y El ceniciento (1951). En esta tetralogía de Martínez Solares/García se encuentra el alma que perdura del personaje, desde donde se siguen encomendando Maldita Vecindad et al.

Todas la experiencias del cine cómico sonoro cabrían en El rey del barrio y El revoltoso, armadas como una serie de numeritos enlazados por una ligerísima trama como pretexto para el continuista. Repletas de acción (de una secuencia a otra, Tin Tan pasa de un maquinista de vecindad a un diseñador de interiores de París a un cantaor, aparentando ser jefe de una gran banda de asaltantes; o de limpiabotas a mesero idiota a hombre mosca, aparentando ser un honesto metiche), Valdés estaba tan fresco en cada uno de esos títulos, que a la distancia nunca aparentan la volatilidad del serialismo con que fueron constituidos por aquella industria voraz, a la que le venía bien un espejo espiritual de un psicópata como el que representa, por ejemplo, El revoltoso, a la luz del desarrollo de una cualidad extra dentro del personaje al que le entregó todo: el arrabalero de buen corazón.

En el terreno de la parodia ingeniosa están las otras dos partes de la tetralogía: el Zorro, héroe fronterizo decimonónico, queda hecho trizas por la mano apestosa del niño Tin y los roces espadachines de su padre el vizconde Martín de Texmelucan (el mismo Valdés hecho un nudo de corporalidades ilimitadas que obviamente se enfrentaban a la rigidez del Nieto del Zorro, que Jaime Salvador había filmado con Adalberto Martínez Resortes en 1948); y la Cenicienta de Walt Disney —que tanto éxito en taquilla había tenido un año antes y de donde parte García Peralvillo para su guión— es destronada por un chamula perdido en la colonia Juárez, que además quiebra el mito de la «humanidad indígena» que ya flotaba en el paroxismo del cine mexicano. En ambos proyectos el personaje, que llega a lindar ya con la perfección instrumental del género, es dinamitado.

Lo peor se dejó venir cuando el campechano Rafael Baledón, el pacense Luis Alcoriza y su esposa vienesa Janet se animaron a reestructurar al personaje en La isla de las mujeres (1952). Potenciaron el acabado de la tetralogía del cándido para llevarlo a terrenos con los que había coqueteado levemente antes: la lujuria, el amor libertino inmerso en las tramas de torbellino, que acabarían en las manos aviesas de Carlos Enrique Taboada, en el cine de luchadores donde participó Tin Tan al final de sus días.

Ya la industria estaba pidiéndolo a dentelladas: en México, Luis Buñuel comenzaba su reinado con Los olvidados (1950) —destripando la pobreza mexicana a la que Pedro Infante cantaba sus alabanzas y de la que el mismo Tin Tan hacía mofa, engrandeciéndola hasta el ridículo—; mientras que fuera del país dos mundos desplegaban las butacas: el europeo o europeizante de la posguerra que rápidamente maduró en el cine y no daba lugar a distracciones fáciles, y el público fácil que se dejaba robar la mirada con cualquier pretexto, sin contar con realizadores como Alfred Hitchcock, John Ford o Michael Powell, que sin mucho esfuerzo mezclaron a ambos butaqueños.

El tono que acabó redondeando al personaje le dio el tiro de gracia. Tin Tan murió ahogado en las tumultuosas piernas de Ana Luisa Peluffo y Sonia Furió, asfixiado por los besos envenenados de Ana Bertha Lepe, Yolanda Varela y Lorena Velázquez, que ya nada tenían que ver con las miraditas idílicas que había tenido con Rosita Quintana o Silvia Pinal.

No obstante la persistente decadencia, Tin Tan al servicio de las mujeres se convirtió en reactivador del «cine-libido» en México, cine de deseo sin culpa que, si bien comenzó furiosamente en La mancha de sangre (Best-Maugard, 1937-1943), se guardó en jorongos y burdeles durante lustros, hasta salir a flote en los bamboleos suculentos de Tongolele o Rosita Arenas, y acabar en las albureras glorias de los desnudos gratuitos de Sasha Montenegro o el virtuosismo bien limitado de Olga Breeskin, con quien sí alternó Valdés al final de su vida, ya en plena desorientación del personaje latente, de lastre segundón, en La disputa (Cardona Jr., 1972).

EL SINUOSO Y DULCIFICADO FINAL

Tin Tan se perdió en el vórtice del cine fabril. Y así, clínicamente muerto, Valdés fue llamado a dar su entrañable voz a varios personajes animados. Desde 1951 (Dos personajes fabulosos, Algar, Kinney y Geronimi, 1949) y hasta 1973 (La telaraña de Charlotte, Nichols/Takamoto), fue una tesitura vocal recurrente y atractiva para el mercado del cine infantil.

Sin embargo, dos son los personajes que cargaron con ciertos dados al prototipo de aquellos tiempos: Tin Tan se pudo traducir en la libertad y la locuacidad del ¿hippie? Baloo (El libro de la selva, 1967), y por supuesto en el desparpajo y la desinhibición del gato jazz ¿vividorazo? Thomas O’Malley (Los aristogatos, 1970), en ese binomio del bávaro consentido de Disney, Wolfgang Reitherman, que sin proponérselo impactó a generaciones proclives a reconocer la grandeza formal cuando la ve, cuando la escucha. ¡Yeah!