La soledad de los cadáveres
¿Qué nos dicen los muertos desde sus fotografías? ¿Por qué existen las fotos de cadáveres? ¿Cuál es su función? Marina Azahua arroja luz sobre estas cuestiones en una versión alterna del capítulo final de su libro Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia (Tusquets, 2014).
La fotografía es un adiós.
Pertenece a la vida
después de la muerte
del retratado.
Eduardo Cadava
¿Cómo se postra uno frente a un cadáver? Si el calor del cuerpo sigue presente, ¿se trata de un ser humano? Si ya enfrió la piel, ¿es entonces un objeto? Si los muertos son objetos, ¿importa qué nombres habrán tenido? ¿Qué pasa con los cuerpos tirados en la calle que ni cartera traían? ¿Cuál habrá sido su sabor de helado favorito? En qué momento se convierte el muerto en objeto y ya no en ser humano con gustos y predilecciones, ¿al instante de la muerte?, ¿al instante de convertirse en fotografía? La marca de la muerte acompaña al cadáver fotografiado hasta su nueva vida como materia plana, bidimensional. En cualquier fotografía de difuntos persiste una llaga que llora, una pústula que emana. No observamos la muerte de alguien, sino el hecho mismo de que ya no es alguien. Ya no es ser. Es algo nuevo.
El asombro ante el retrato de la muerte es posiblemente universal. La manera como se congela el fin de una vida tiende a reproducirse de modo casi alquímico en la plata de la fotografía; graba cada detalle, guarda cada arruga y mancha, a veces incluso guarda la verdad de los últimos instantes. Por eso es importante aprender a mirar a los muertos, reconocerles aunque sea con la mirada, evitar replegarnos para verlos verdaderamente, aunque nos duela y nos recuerde a la maldad humana, porque el rostro de los muertos posee la sinceridad de lo neutro. No tienen otra opción más que ser lo que son. Poseen una calma imprevisible. En ocasiones también inspiran terror. Pero resulta más desconcertante la tranquilidad contradictoria que se aloja en algunos. Hay una muerta en particular, cuya quietud persigue; su nombre era Evelyn McHale.
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A las diez cuarenta de una mañana de medio siglo XX, un policía de nombre John Morrissey notó una mascada blanca que caía flotando desde las alturas del Empire State. Unos segundos después, escuchó un golpe seco. Cuando uno salta al vacío puede caer elegantemente y aterrizar con los pies cruzados. Pero esto no es común. Al saltar desde el piso ochenta y seis del edificio Empire State se corre el riesgo de perder los zapatos. Siempre son lo primero en irse. Lo mismo sucede en los choques: la gente inexplicablemente pierde los zapatos. Se dice que es tal la contracción de los músculos, tan innatural el movimiento corporal causado por el impacto, que se le salen a uno, existan agujetas, hebillas o nada. Al saltar del edificio se perderán zapatos, incluso hasta se romperán las medias, pero pueden conservarse los guantes intocados. Se puede caer los más de trescientos metros de altura, llegar al fondo, caer sobre una limusina y destruirla, pero seguir con la mano aferrada al collar de perlas que con tanto cuidado se colocaron sobre el cuello esa misma mañana. Se pierden los zapatos; y la vida, por supuesto, sin duda se pierde.
El 2 de mayo de 1947 el New York Times informó en un breve artículo que Evelyn McHale, tras haber realizado una visita a su novio, subió hasta la plataforma de observación del piso ochenta y seis del Empire State y se convirtió en la décimosegunda persona en saltar desde aquella altura. Los que deciden lanzarse al aire no suelen llegar a su fin como una visión tolerable ante la mirada ajena. Sus cuerpos normalmente terminan destrozados, con huesos alojándose en sitios donde no corresponden. Pero Evelyn no. Ella sólo perdió los zapatos. Robert Wiles, un estudiante de fotografía, la escuchó incrustarse contra la limusina de las Naciones Unidas. Corrió y miró la escena. De inmediato produjo la única foto que publicaría en su vida. La imagen resultante se conoce popularmente como “el suicidio más bello”. En la fotografía, el rostro y el cuerpo de Evelyn McHale se encuentran en reposo absoluto. Nada en su compostura indica que haya saltado desde una altura mortal, excepto su falta de zapatos y el hecho de que está acurrucada entre el metal corrugado del techo de una limusina destruida. Seis mil quinientas ventanas más arriba, en la plataforma de observación, la policía encontraría una nota que decía: “No quiero que nadie dentro o fuera de mi familia vea ninguna parte de mí. ¿Podrían, por favor, destruir mi cuerpo por cremación? Les ruego a ustedes y a mi familia —no hagan un funeral ni remembranza alguna para mí. Díganle a mi padre que tengo demasiadas de las tendencias de mi madre”. Atravesadas por una línea de tinta, en la misma nota, se podían leer las siguientes palabras: “Él está mucho mejor sin mí […] yo no sería una buena esposa para nadie“.
Lo único que quería era desaparecer, pero el cuerpo de McHale se convirtió en un nuevo cuerpo que es la imagen fotográfica. Pasó a formar parte del imaginario colectivo en el instante en que Wiles vendió su foto a la revista Life, y dos semanas después se publicó a página completa. Quince años más tarde, la imagen del cadáver de Evelyn se integró a la serie Death and Disaster de Andy Warhol. Una serigrafía con el título Suicide (Fallen Body) reprodujo mecánicamente el epicentro de su caída.
Un segundo antes Evelyn estaba ahí, en el borde, observando el horizonte como todos los demás turistas. Pero de pronto dejó de estarlo. Nadie, nada, ni la barandilla ni las múltiples barreras la detuvieron. Ya no está. Ha desaparecido. Se ha lanzado. No quiero que nadie dentro o fuera de mi familia vea ninguna parte de mí. El deseo de desaparecer súbitamente: ahí radica el impulso básico del suicidio. Esfumarse. Disappear into thin air, dicen los angloparlantes. Desaparecer por completo y convertirse en aire. No cualquier aire. Aire delgado, viento. ¿Podrían, por favor, destruir mi cuerpo? Y sin embargo, su imagen final robó su último deseo. Esa misma caída con la que Evelyn buscaba desaparecer del mundo para siempre la fijó en la posteridad.
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Lo último que nos dejan los muertos es su cuerpo. Y sin embargo, casi siempre tenemos el impulso de cubrirlos. Pero no los cubrimos a ellos, sino a su muerte. Cuando su abuela agonizaba, mi madre se escondió tras una cortina y por eso la pudo ver morir. Asomada entre la tela, para que no la vieran doctores y enfermeras que entraron corriendo a intentar salvar a la moribunda, mi madre pudo ver cómo en el instante de la muerte los ojos se cubren de nube y, lechosos, dejan de ser humanos. El aspecto físico de la muerte nos obliga a entablar una nueva relación con ella a nivel material. Entender que observamos un cadáver, y no un cuerpo vivo, es el primer paso hacia la construcción del cadáver como objeto. Intentamos resistir, hacemos lo posible por presentar a los difuntos como si aún estuvieran vivos. Les cerramos los ojos en un impulso por imaginarlos dormidos. Pero pronto la muerte vence, y el rigor mortis abre de nuevo los ojos, las bocas se convierten en abismos expuestos y los miembros se fijan. Entonces no nos queda más remedio que aferrarnos a otra cosa, algo que no sea el cuerpo que comienza ya a desintegrarse. Así, buscamos otras formas que vengan a representar al ser, ahora cadáver, que vive ya la soledad más profunda: la de la muerte.
Cuando la pareja del artista Barton Lidicé Beneš murió de SIDA, en el instante de su fallecimiento emanó de su nariz un fluido que su amante limpió con una bolita de algodón. Tras las formalidades del velorio y el sepelio, el artista regresó a su casa, donde sus amigos habían retirado la cama hospitalaria del difunto y algunos otros artículos médicos. Lo único que quedaba en el lugar donde había muerto su pareja era esa bolita de algodón en el piso. Beneš de inmediato la recogió y la agregó a su profusa colección de objetos. Este impulso, que a muchos parecerá desagradable, responde al instinto natural de los vivos de quedarse con un trocito —alguna memoria física, no importa cuán ínfima sea— de quien los ha dejado.
Hace poco llevé a restaurar una silla que perteneció a mi madre. En el local de composturas la esposa del tapicero me dijo que entendía perfectamente mi apego hacia la silla, pues ella también guardaba algo que le recordaba a su padre muerto: el catéter que estaba inserto en su brazo al momento de morir. Años después de la pérdida, los ojos de la señora aún se nublaban al describir cuánto atesora ese tubito de plástico, con sangre adentro, recordatorio tanto del fallecimiento de su padre como del hecho mismo de que existió. Esa sangre, en ese tubito, fue de alguien, alguna vez. Ese alguien fue mi padre.
Tomar una fotografía de nuestros difuntos no es tan diferente a guardar un pedazo de ellos. Se trata de una muestra de cómo nos aferramos a nuestros muertos y la necesidad de asegurar la presencia última de quien no volverá a estar presente entre nosotros. ¿Pero qué hay de los muertos ajenos? ¿Por qué los fotografiamos a ellos? ¿En dónde radica la moralidad o no de fotografiar a los muertos en el instante de su vulnerabilidad más extrema, cuando definitivamente ya no se pueden defender? ¿Qué elección tienen los cadáveres que se vuelven símbolo?
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Me pregunto si la lámpara de noche que acompañó la muerte de Stefan Zweig y su pareja, Lotte Altmann, estaba encendida o apagada cuando los encontraron muertos. El buró de la habitación en Petrópolis, Brasil, está poblado de todo lo que uno espera encontrar al lado de la cama de quien duerme. Aparte de la lámpara, hay tres monedas y una caja de cerillos; a través de estos objetos uno imagina el gesto del hombre que mete la mano al pantalón para sacarlos y depositarlos ahí, antes de meterse a la cama. Un vaso de agua parece un objeto igual de inocente hasta que uno imagina que contuvo el agua con la que los amantes suicidas se tragaron las pastillas que les darían muerte. Protegiendo la superficie del buró, una carpetita con flores. Encima, una botella, quizás de cerveza, se acomoda al lado de un pañuelo lánguido al pie de la lámpara. ¿La habrán apagado antes de dormir por última vez juntos?
Se siente extraño este acto de escudriñar los instantes finales de la vida de una pareja por medio de los últimos objetos que tocaron. La fotografía engaña, y uno podría creer que Stefan y Lotte duermen en la acojinada cama, pero no. Sus manos están fijadas una a la otra, la cabeza de ella se acomoda en el hueco del hombro de él. Reconstruir el suicidio de la pareja sólo es posible gracias a la fotografía que se produjo de ellos, quizá por motivos de investigación policiaca o por un impulso noticioso de nota roja. Sin la fotografía no existiría el registro de sus últimos momentos, vistos a través de los últimos objetos que tocaron. La fotografía es la invasora que nos permite entrar, una y mil veces, a esta escena de muerte en 1942. ¿Tenemos derecho, o no, a entrar al espacio de estos muertos, analizar las posturas de sus cuerpos y esculcar sus cajones? ¿Acaso por estar muertos dejan de ser sus pertenencias privadas? ¿Acaso ya son nuestras para ser tomadas y utilizadas de esa manera? Diane Arbus le escribió a su amigo Marvin Israel afirmando que “esto de la fotografía es verdaderamente el negocio del robo […] me siento endeudada con todo por habérmelo llevado o estar a punto de hacerlo”.
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La fotografía “no dice (forzosamente) lo que ya no es, sino tan solo y sin duda alguna lo que ha sido”, dice Roland Barthes, “la esencia de la Fotografía consiste en ratificar lo que ella misma representa”. La fotografía para él es testimonio de que aquello que es posible observar, ha sido. Un espejo depositado en el trayecto del tiempo. Sin embargo, el planteamiento del autor, puesto de cabeza, resulta igualmente certero: si la fotografía es testimonio de lo que ha sido, también es confirmación de lo que ya no es. En el caso de las fotografías de cadáveres, la idea crece. Estas imágenes se vuelven evidencia de un proceso donde se afirma no sólo el “haber sido”, sino también el hecho de que esa persona, tras haber muerto, ya “no es”. La fotografía se convierte aquí en un proceso, y no en una rebanada de tiempo que atestigua lo que fue: registra lo que está sucediendo. Dentro de la imagen, aquello que sucedió, seguirá sucediendo para siempre. La fotografía de muertos registra el proceso mismo del des-ser, del dejar de ser, el proceso de construcción de la soledad del cadáver, el testimonio de su aniquilamiento, de su abandono del mundo.
La vida de un cadáver es corta. El tiempo que pasa entre que la persona muere y su cuerpo comienza a desintegrarse es sustancialmente breve. A las pocas horas el cadáver inicia su proceso de autodestrucción. La fotografía de difuntos registra ese breve espacio de tiempo, esa corta vida del cadáver y, sin embargo, fija y alarga el proceso para que podamos atestiguarlo una y otra vez.
Las imágenes sirven a quienes las consumen y no a quien retratan. En pocas instancias se vuelve este fenómeno tan evidente como en el caso de la fotografía de cadáveres. Ahí el retratado es sometido a un proceso que lo convierte en objeto de devoción o testimonio; su presencia en el mundo se transforma en un cuadro de papel y se convierte en cosa, tanto por el uso de la cámara como por el hecho de haber muerto y haber pasado a ser un objeto. La muerte convierte primero a la persona en objeto, y la fotografía extiende ese proceso.
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La muerte de los otros es prueba y ensayo de nuestra propia muerte. La foto congela un instante como prueba de que existió y murió la persona, de la pena de quienes lo rodean y del hecho de que ellos también han de morir. La prueba de vida de quien ya no existe es consuelo para aquellos que aún respiran. De ahí que la fotografía de difuntos jugara un papel tan fundamental como recurso social de rememoración.
Por más de un siglo fue socialmente aceptado producir y poseer una fotografía del cadáver de un ser querido. A través de este acto, que ahora nos parece tan extraño e incomprensible, se construía un objeto de duelo que ayudaba a canalizar simbólicamente la pérdida. Mi abuela es fotógrafa y se ha arrepentido siempre de no haber retratado a su hija muerta. No sé qué haría yo con una foto de mi madre difunta. No sé bien qué sentimientos me causaría. Quizás alabaría esa foto como hago con el resto de las imágenes que la retratan, los únicos espacios a través de los cuales la puedo mirar. Quizá la imagen de su cadáver me causaría pavor, o me evocaría el mismo hundimiento en el estómago que me provoca el último retrato que le tomó mi abuela a escasos días de morir. Sigue bellísima, pero ya tiene la sombra oscura de la muerte apeñuscada en los dientes de su sonrisa débil, le rodea los ojos, habita en sus labios retraídos de cansancio. Me llama la atención el arrepentimiento de mi abuela, el hecho de que años después me diga que hubiera querido registrar ese instante que es, probablemente también, el que más quisiera olvidar. Ella insiste siempre en lo bella que se veía mi madre muerta, en lo hermosa que la había vestido mi padre tras horas de encerrarse con ella en el cuarto, sólo dejando pasar al resto de la familia cuando ya la había acomodado, vestido y peinado. La imagen del cadáver de mi madre pervive en la mente de mi abuela. Entonces caigo en cuenta de que las imágenes más poderosas de nuestros muertos no se pueden retratar, se quedan plasmadas en la memoria, con materiales que no tienen equivalencia en el mundo físico, son experiencias imposibles de concentrar sobre un trozo de papel y plata.
Quizá la fotografía que mi abuela hubiera querido tomar le hubiera servido de consuelo. Así lo fue para muchos otros antes que ella. Fotografiar a los muertos solía formar parte fundamental del proceso de luto, era una extensión misma de éste. Hasta hace pocas décadas, las fotografías post mórtem eran objetos altamente simbólicos que contenían un lenguaje propio y un uso social particular.
En una imagen japonesa, probablemente de 1875, producida en Yokohama, se muestra a una familia que baña al padre muerto. El cuerpo pálido del difunto se acomoda dentro de una tina de madera donde es lavado con cuidado por dos jóvenes, uno de los cuales lo mantiene postrado. Una mujer ayuda vertiendo agua sobre el difunto con un cucharón. En el extremo derecho de la escena se encuentra una joven arrodillada, doblada completamente hacia adelante en gesto de llanto y cubriéndose la cara con un pañuelo. Un bonsái y un biombo de bambú constituyen el único fondo. La imagen es significativa porque muestra cómo la fotografía post mórtem solía formar parte (y siguió formando parte, entrado el siglo xx, en ciertas comunidades) de los rituales básicos que acompañaban la muerte de un ser querido. También exhibe la cercanía corporal que solía existir entre vivos y muertos. La producción de esta imagen, casi teatralmente escenificada, fue una extensión de las actividades del duelo que incluían bañar el cadáver, vestirlo y prepararlo para su cremación o entierro. La imagen también muestra que la muerte se pensaba como un evento comunal, vivido por la familia entera, con sus varios miembros auxiliándose en las diferentes etapas del luto.
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La experiencia de ver un cadáver es tan singular como único es el evento de cada muerte. Uno observa un cadáver por primera vez, dos veces; quizás a la tercera vez le siga atormentando, pero después uno ya no lo ve, sabe que verá muchos más y la costumbre avasalla. El paso del tiempo lo asegurará, veremos otro aún. Unos en vivo, otros en imágenes. Cuando el asombro amenaza con cesar, la fotografía del cadáver suple la experiencia directa de mirar al muerto. Nos estremecemos ante la portada de la nota roja casi del mismo modo en que lo haríamos frente al cuerpo inerte. Lo que nos tortura no es tanto el cuerpo, sino el hecho que se esconde tras su recién adquirido estado. A través de la imagen se mantiene el vínculo entre las experiencias. Entre lo vivido y lo visto se mantiene una constante: la certeza de que aquel está muerto, y yo, que lo miro, todavía no.
Nada es gratis, y el precio que se paga por mirar a los muertos es que se les roba el espacio privado de su propia muerte. Se les impone y niega su soledad en el mismo gesto. Como la chica que caía del Empire State, que no quería ser vista nunca más, y sucedió todo lo contrario. La distancia entre su cuerpo y el público que la mira, en vivo o en la fotografía, es insuperable. Aunque estemos ahí, mirando, al lado de su cuerpo, éste ha quedado ya inevitablemente abandonado, solitario. La fotografía de muertos rompe la distancia segura entre observador y observado, roba la intimidad de la partida y traiciona a la muerte misma al perpetuarla. Y sin embargo, no podemos evitar mirar.
Nuestros muertos anónimos, que no son nuestros pero los hacemos propios, revelan que la atrocidad puede ser hermosa a pesar de que nos desconcierte y aterre esta idea. Existe algo cautivante que emana de la violencia: texturas y efectos físicos que le otorgan un nuevo nombre al muerto. Le dan una segunda vida, ya no como ser, sino como cadáver. Pero hay otros muertos que no gozan del mismo destino: los muertos sin nombre, los que nadie hace suyos, éstos son los que más nos aterran. Basta con entrar a la página del Servicio Médico Forense para encontrarlos. No creo que sea su naturaleza mortuoria, evidentemente desagradable, lo que más nos impacte de ellos, sino su anonimato —el hecho de que estén naturalmente abandonados, sin reclamar, sin quién los vele. Siempre queda, latente, por encima de la víscera retorcida, la idea de que podríamos haber sido nosotros los abandonados, los atropellados, los electrocutados, los suicidas… y que si fuéramos estos, los que ahora vemos en el Alarma!, no tendríamos nombre porque nadie nos reclamó.
Se habla mucho del daño moral que genera el morbo en la sociedad. Se reprueba, especialmente hoy en día, a los mirones, esa masa reunida que se detiene para observar al cadáver caído, al coche chocado, al niño baleado. Ante esto yo respondería: que lance la primera piedra aquel que no haya pecado de morbo. Y continuaría con una proposición: ¿qué sucedería si el morbo que reúne a los mirones en todo crimen público surgiera más bien del mismo impulso de memorialización que se expresa en las fotografías post mórtem utilizadas ritualmente como objetos de duelo y remembranza pública? Lo que me parece verdaderamente escalofriante no es el muerto, sino que tras descubrirlo, nadie se detenga para enterarse de qué fue lo que le sucedió. ¿Qué ocurre si entendemos al morbo más bien como un rito social, una catarsis a través de la cual resulta posible procesar la muerte de un individuo en un nivel colectivo? Mucho se critica al que se detiene a mirar a los muertos. Peor, considero yo, sería que nadie los mirara. Sería entonces como si nunca hubieran muerto y, por tanto, como si nunca hubieran vivido.