La sábana sobre el hombre invisible
A partir de las obras del escritor Nick Hornby, del periodista Chuck Klusterman, y de los rockeros Patti Smith y Nick Cave, los autores de este texto reflexionan sobre cómo la literatura influye en la música y viceversa: un diálogo de la cultura pop que ha dado como resultado libros deslumbrantes y canciones inolvidables.
NICK HORNBY Y CHUCK KLUSTERMAN
Quién es capaz de no rendirse ante Nick Hornby cuando lee que su alter ego Rob Fleming afirma lo siguiente:
Está visto, los discos me han ayudado a enamorarme, sin duda. Oigo un tema nuevo, con un cambio de acorde que me derrite las entrañas, y sin darme ni cuenta ando buscando una chica, y antes de que me dé cuenta la he encontrado. Me enamoré de Rosie, la de los orgasmos simultáneos, justo después de enamorarme de una canción de los Cowboy Junkies; la ponía sin parar, una y otra vez, y me ponía en plan soñador, y necesitaba una chica con la que soñar, y la encontré, y… bueno, todo un problemón.
Hornby se ganó en 1995 el corazón de muchos, el nuestro entre ellos, con la novela Alta fidelidad. La humilde razón es su forma de contar una historia a través de una primera persona que parecía no amedrentarse por poner su sensiblería, no exenta de machismo, delante del objetivo de los francotiradores literatos, muchas veces exigentes y crueles esperando, casi siempre, leer soberbios tomos de complejidad narrativa: nada de cursiladas, banalidades, simplezas.
Rob Fleming, el protagonista británico de Alta fidelidad, es un tipo cursi. Dueño de una tienda de acetatos, casettes y uno que otro compacto, desmenuza sus emociones masculinas mientras emprende una especie de cuenta regresiva de las chicas que le han roto el corazón, a partir del momento en que Laura lo ha dejado, y lo hace acompañado de la música.
Es facilista catalogar Alta fidelidad como una chick flick para hombres. Se trata de una obra que celebra la cursilería masculina y una búsqueda a través de la música, que es también la del propio Hornby, endémica de una de sus más incisivas obsesiones: el rock pop.
Más que una novela de corazones rotos y hombres aparentemente inmaduros, Alta fidelidad es el entramado de aquellas expresiones artísticas que cobran vida y potencian sentimientos, con los que nos identificamos. Si el rock es la causa, Hornby deriva en el encantador y melancólico efecto: hace una carambola al absorber los símbolos de la cultura pop, como la música, partiendo desde Elvis Presley, hasta Aretha Franklin, Neil Young, Los Cowboy Junkies, Los Smiths, y todo un sinfín de artistas y bandas que conforman el soundtrack de nuestras vidas. Y quizás es en la afectación cuando surge la necesidad de hilvanar las pasiones, lo que da como resultado un libro de literatura pop, como diría Suzanne Moore.
Alta Fidelidad personifica el bucle a la inversa del fenómeno de los músicos asaltando las librerías con sus memorias de rockstars, en libros de ideas y logros consolidados bajo un nombre o una banda que dejó su huella en la historia. Libros y estilos como el de Hornby no son únicos, desde luego, pero sobresalen por la apropiación introvertida de la cultura pop, lo que sea que eso signifique.
Fiebre en las gradas es también un repaso a sus desastres amorosos, revisados bajo el cronómetro de los noventa minutos que dura un partido de futbol. Hornby no pretende descubrir el hilo negro de la música, ni el de las ideas o los sentimientos: encuentra su propio hilo negro. Quizás lo pop tenga que ver con la cercanía, con identificar e identificarse en emociones a partir de referentes cotidianos, como los programas de televisión y sus comerciales. O las canciones de no más de tres minutos. Tal vez por eso sea tan fructífero y, hasta cierto punto, fácil de imitar.
Del lado gringo, está el gran ejemplo de Chuck Klusterman, el antiguo periodista de la revista Spin, poseedor de tal melomanía que le permite ser su propio cirujano: cada canción es un bisturí que le abre las entrañas y le permite diagnosticarse y diagnosticar lo que le rodea.
Klusterman —ferviente defensor del heavy metal y el hard rock, del más vulgar y maquillado, y detractor bárbaro de los sintetizadores— parte de la música y la cultura popular, los partidos universitarios de americano o la grasosa comida rápida, para reflexionar sobre sus obsesiones. A diferencia de Hornby, Klusterman no puede sacudirse de su atinado rol de crítico musical. Es más campirano, observador y sobre todo visceral. No es complaciente ni consigo mismo, a menudo suele burlarse de ser etiquetado como el Hornby americano. De pronto sale de su zona de confort para explicar las fisuras de su país, pero sin desistir de la educación sentimental obtenida gracias a miles de discos compactos:
Me llevará tres horas decidir qué discos compactos amontonar en el asiento trasero de Tauntan. Éste es el tipo de dilema que puede hacer que un tipo como yo pierda el sueño. Jamás me ha preocupado la posibilidad de una guerra nuclear ni la economía ni si resulta imprescindible o no establecer un Estado palestino, pero puedo pasar muchísimo tiempo debatiéndome entre comprar o no comprar los álbumes poco destacables de los Rolling Stones de los años ochenta.
Es en la tiranía de Klusterman donde uno encuentra una compañía suicida. Hornby es entrañable y sofisticado. Pero Klusterman tiene los ganchos al hígado de la influencia.
Sex, drugs and cococa pufs es un cínico manifiesto de la baja cultura plagado de canciones memorables, pero que no necesariamente pasarían el detector del elitismo indie de las nuevas generaciones hípster. Pégate un tiro para sobrevivir es una crónica forense a la road movie, sobre la geografía gringa alrededor de la trágica muerte de varios rockeros. El hotel donde se pasonéo Sid Vicious, el estacionamiento de Wes Warwick en Rhode Island, donde cien espectadores murieron quemados cuando la pirotecnia de un grupo de metal blues salió mal; el lago de Memphis en el que desapareció Jeff Buckley. Son los recuerdos más tétricos del rock mezclados sardónicamente con los suyos: chicas. Más la paranoia: romperá con su actual novia.
Sí, Klusterman es mucho más oscuro, y divertido y punk —aunque creamos que esto último es una tomadura de pelo, a excepción de The Clash. Para Hornby las historias se tejen de sentimientos y canciones, y ésa es la cultura pop, aunque piensa también que la cultura se ha emparejado: «Ya no hay una alta cultura y una cultura popular. Las canciones de Bob Dylan reflejan tan bien su sociedad como lo hizo Cervantes con la suya en su propio tiempo…», dice Nick Hornby a propósito de Funny Girl, su nueva novela, en la que explora la ambición y realización personal alrededor del mundo de los sitcoms:
Ya no existe la «cultura pop» en sí misma, sólo existe la «cultura». Series de televisión como The Wire o Los Soprano son como novelas victorianas, brillantes y profundas. Y no sólo eso, podría decirse que todo lo que hoy consideramos “alta cultura” fue en otro tiempo cultura pop. Dickens, Shakespeare, escribían para el pueblo…
PATTI SMITH Y NICK CAVE
«Trampin’ fue el primer verdadero disco como yo misma», ha dicho Patti Smith. Nosotros hubiéramos pensado que su disco «más ella misma» sería Horses, resultado de recitar e improvisar poesía en los escenarios neoyorquinos, con Lenny Kaye, musicalizando piezas como Piss Factory.
Patti amaba a Dylan, Hendrix y Morrison, pero antes amó a Blake, Brecht y Rimbaud. Antes del rock and roll su proyecto era «Rock’n’Rimbaud»: mezclar poesía con paisajes sonoros.
Primero fue la poesía. El sueño, el deseo y el compromiso de escribirla. Los versos de Jean Genet que Patti y Mappletorpe se leían en voz alta, cuando vivían en el Chelsea Hotel y ella comenzaba a ocupar un pequeño lugar en la escena poética local. Todavía dice que renunciaría a todo menos a la escritura. El rock and roll, sin embargo, es para ella «otra palabra para ‘libertad’. Me gusta ver a cualquiera tomar el rock and roll en sus manos. Es arte grass roots, formado por la gente, amado por la gente, tocado por la gente». Y ése es el espíritu con el que escribió Just Kids.
Horses es un disco para desadaptados, inspirado en su propia no pertenencia a los modelos de vida del sur de Nueva Jersey, donde creció. Es la apropiación de su diferencia: lo más valiente de ser ella misma era improvisar. Las «canciones» que mejor evidencian esta intención son tal vez Birland y Land. Birdland es una pieza de improvisación de nueve minutos con el sello de John Cale como productor. Está inspirada en una anécdota que Peter Reich narra en su libro de memorias The Book of Dreams: Reich soñó que su padre, el psicoanalista Wilhelm Reich, habiendo ya fallecido venía por él en una nave espacial, en plena fiesta de cumpleaños.
No es casualidad que sus letras sean poco exitosas. Los grandes éxitos de Patti Smith son en realidad pocos. El más popular en las listas es Because the Night, coescrito con Bruce Springsteen en 1978. Tampoco es casual que su narrativa obtenga premios como el National Book Award. Just Kids es una hermosa pieza literaria, que no podría conmovernos tanto si fuera un documental. Es un libro que ya tenía en la cabeza, a pesar de que tardó en escribirlo unos veinte años desde la muerte de Robert Mapplethorpe. Novios y después amigos, él solía pedirle a Patti que le contara una historia: la historia de cómo se conocieron aquella noche en el Thompinks Park del East Village, en la que él la liberó de una mala cita, a la que por cierto Patti había aceptado ir porque hacía mucho que no comía, poco después de que ella llegara a Nueva York en 1967. Decidió escribir un libro que Mapplethorpe, apenas lector, pudiera disfrutar. Es la prosa ligera y pausada, rítmica y honesta de una tremenda narradora. Patti es el ícono de su perspectiva de la vida: una compresión agradecida, admiradora de los grandes creadores y pensadores, amorosa y empoderada.
Sus letras y melodías son quizás caprichosas para un público masivo como el de Bob Dylan. Con su poesía sucede lo mismo. Con su narrativa, sin embargo, estremece a un público mucho más diverso que aquel que conoce y disfruta sus canciones. Un público que la eleva a ícono de la cultura masiva y no solamente de una subcultura punk.
Como Patti, los orígenes de la música de Nick Cave se pueden rastrear hasta las influencias literarias. Y como ella, él también se levanta temprano todos los días, con excepción de los domingos, para trabajar sentado ante un escritorio.
La escritura es para Cave un método «para acceder a su imaginación, hacia la inspiración y por último a Dios». Dios cobra vida en la escritura. El entendimiento más atractivo, y representativo del imaginario de Cave, sobre lo que significa escribir, pertenece a La vida secreta de las canciones de amor, esa legendaria conferencia en el Vienna Poetry Festival en 1998: «El lenguaje es la sábana que lanzo sobre el hombre invisible, que le da forma».
A comparación de las canciones, para Cave las novelas son lo más sencillo de escribir. Quizá por eso se siente un impostor en el terreno literario. Ha dicho que escribir libros es perseguir una idea: «cuando sabes de qué coño vas a escribir», empiezas.
Antes de admirar a Bowie, Reed, Pop y desde luego Cash —de él aprendió que las canciones podían ser hermosas y macabras—, amaba a Nabokov. Bien sabido es que su padre, maestro de literatura, le mostró Lolita cuando cumplió 12 años.
Tardó tres años en escribir su primera novela, The Ass Saw the Angel, cuyo protagonista Eurochd está inspirado en Dave Mason de The Reels, y un imaginario bíblico que él mismo refiere a las fotografías de Julia M. Cameron. Eligió las palabras específicas para componer un lenguaje que fuese tan particular que resultara reconocible.
Escribió el primer borrador de su segunda novela, La muerte de Bunny Munro, en seis semanas. Empezó escribiendo un guión para que John Hillcoat filmara la historia de un vendedor de productos de belleza, pero le salía en prosa. Es una novela cinematográfica, de acciones y gestos, de escenarios donde acontece la más cercana sordidez. Un drama de héroes y antihéroes complejos y creíbles, entre el absurdo terrenal y un humor negro exquisito. Escribía a mano, caballo en los autobuses, camerinos, fiestas y hoteles, durante una gira. Pronto se dio cuenta de que el texto sería un libro y le pidió a su editor que no le permitiera publicar una mierda de novela.
Bunny, el protagonista, está inspirado en el estereotipo de un hombre británico que Cave dice no comprender: misógino alcohólico, impedido por su egoísmo —por aquellos días el autor leía el Scum Manifesto de Valerie Solanas—, que se masturba conduciendo hasta en el funeral de su esposa. Un tipo obsesionado con vaginas, sobre todo la de Avril Lavigne, que representa su deseo pervertido e insatisfecho de amor. Es una crítica a una masculinidad, si se quiere, pero no es la historia de un macho insoportable, sino una siniestra historia de los afectos. En el documental 20,000 Days on Earth dice algo que persiste en la novela, que escribir canciones es un contrapunto: «juntar dos imágenes dispares y buscar de qué manera la chispa vuela. Es como dejar a un niño pequeño en la misma habitación con un, no sé, un psicópata mongol o algo así, y sentarse para ver qué sucede. Luego metes un payaso, digamos, en un triciclo, y otra vez esperas, observas y si aquello no funciona: le disparas al payaso».
La canción de la bolsa de mareo resultó de un proceso similar. Cave tenía un montón de canciones pendientes y trató de escribirlas en los aviones, también durante una gira que comenzó en Nashville. Al cabo de unas bolsas de mareo llenas de versos y garabatos pensó que tal vez podría conseguir un poema de largo aliento, de pronto reflexivo, de pronto delirante, a partir de las nimiedades de la vida de un rockstar; y llamó a su editor.
Las epifanías oscuras de Cave, a veces desquiciadas, otras hermosas, hacia las que muchos de nosotros gravitamos, se intentan explicar con las puertas mentales que abre la heroína. También con la adicción a esta droga que lo marginó de la sociedad londinense, el rechazo como causa y como efecto la distancia aún mayor de la tradición moral que moldea profundamente canciones y literaturas. Pero el problema de la fe es su más interesante inspiración. Su fascinación por el Antiguo Testamento, y años más tarde por el Nuevo, la violencia de la condena y también de la redención le inyectó misticismo bíblico a su arte. Y es tal vez porque él mismo es ateo que compone historias sobre la belleza y el horror de la divinidad en la vida cotidiana, de «cómo creamos nuestras propias catástrofes, que son las fuerzas creativas internas» sin hablar de religión.
Patti y Cave son performers. Ambos cantan con voces ásperas, constantemente hacen spoken-word. Son letristas brutales que recrean en el escenario el romance, la alegría, la tristeza o la furia. Si lo que nos conmueve de ambos es su maestría en contar historias, son dos lados de una misma moneda: las de Patti equilibran el universo, le hacen justicia al lado iluminado de la fuerza. La de Cave, más que renombrar el universo lo crea a partir de la celebración del lamento, donde él se siente libre y nos libera, porque todos tenemos derecho al horror y a la tristeza. De sus libros y canciones brotan imágenes en torno a la pérdida, a la desorientación ante el trastorno por el vacío de la fe, una melancolía crónica: «los sentimientos de pérdida y añoranza que se cuelan por mis huesos y canturrean en mi sangre, toda mi vida».
Just Kids y The Dead of Bunny Munro son dos obras literarias que representan la cultura popular de su momento, las luchas internas de sus generaciones, las sociedades que albergan la diferencia sin reconocerla. Son dos historias del duelo, una ficticia en la que no sabes si reír o llorar, y otra real y extraordinaria.