Tierra Adentro

“…Y nomás por no escribir entre esta banda de pendejos yo ya no quiero volver a escribir jamás nada mágico. Han echado a perder toda la posibilidad de novela en América Latina con tanto realismo y tanta magia (…)”
E.G

Piromaniaca. Suicida. Paranoica. Adúltera. Fugitiva. Chivata. La rubia que encabezó una revuelta de indígenas en un cóctel del Fondo de Cultura Económica, quienes, bajo su mando, poncharon las llantas de las limusinas propiedad de intelectuales mexicanos arropados por el gobierno. Una ola esbelta y ligera, según la inmortalizó el hombre que más la amó y más la odió, “Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo liquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras” (“Mi vida con la ola”, Octavio Paz). En la estilizada figura de Elena Garro convergen todas las heroínas que recorren las baldosas húmedas de sus novelas y cuentos: Isabel (la estatua de piedra), Mariana, Verónica, Consuelo, Úrsula…las que, como su creadora, son capaces de asistir a una fiesta de gala en bicicleta y escaparse con su amante por la ventana. “Era todavía más hermosa cuando hablaba”, llegó a afirmar el crítico Emmanuel Carballo.  Francesca Gargallo señala contundente: “Elena Garro, con Los recuerdos del porvenir, que se publica cuatro años antes que Cien años de soledad, inaugura el realismo mágico, lo funda ella y no García Márquez”. Carballo lo subraya en entrevista con Carlos Landeros: “….Se adelanta también, también, a García Márquez, Ixtepec, el pueblo de Los recuerdos del porvenir, se fundó antes que el Macondo de Cien años de soledad” (Yo, Elena Garro, Carlos Landeros, Lumen, México, 2007, p. 80).

Pero a Elena, no obstante haber sido designada por el mismísimo Borges “el Tolstoi mexicano”, se le ha escatimado todo mérito, y a cambio se le ha envuelto en una leyenda sórdida donde lo menos descabellado que se dice de ella es que fue espía del FBI. Se le ignora, en cambio, como fundadora de una corriente literaria. Como a prácticamente todas las grandes autoras latinoamericanas, se le excluyó del llamado “boom” pese a que su primera novela, Los recuerdos del porvenir, es un parteaguas no sólo en la literatura mexicana, sino en la de habla española. Nacida en Puebla, el 11 de diciembre de 1916, se trasladaría con su familia a Iguala, Guerrero, durante la revuelta cristera. Se le negó la nacionalidad mexicana porque su padre era español. A partir de ese momento, la niña rubia fue recibida por un mundo hostil que le obstaculizaría su libertad ciudadana, y hasta el último suspiro la élite intelectual le cobró un precio muy alto por rebelarse al rol de “Señora de Paz”; por ungirse en todo su genio que le valdría ser, después de Sor Juana, la más grande escritora mexicana, aunque habría que ver, objetivamente, hasta qué punto la propia Elena propició y promovió esta persecución; ese bullying moral. Hay momentos de su vida que podrían equiparse con la más brutal de sus novelas, Inés, publicada en 1995, cuando ya la autora vivía en Cuernavaca, retirada de la vida pública al lado de su única hija, la poeta Helena Paz, y docenas de gatos.

Las prototípicas protagonistas de las novelas de Elena, una madre y una hija rubias que huyen de un posible linchamiento, aparecen en Inés como personajes casi incidentales: Irene, una adolescente a quien su padre y la amante de este le aplican palizas brutales, mientras la madre, Paula, intenta desesperadamente rescatarla de donde quiera que esté, que pueden ser las invernales calles de París o el sótano innombrado de aquella casa donde nunca entra el sol. Inés, la protagonista, es una novicia española que ha sido contratada por tiempo indefinido para ejercer como doncella de aquella lóbrega mansión francesa, y ante la serie de circunstancias anómalas que pueblan aquella casa donde personajes dignos del Marqués de Sade entran y salen sin empacho, al tiempo que Javier, propietario del lugar, padre de Irene y esposo de Paula, tortura física y psicológicamente a las mujeres de su familia. Inés, que es una jovencita inocente, les brinda auxilio hasta donde su justificable cobardía se lo permite, pero termina convirtiéndose en el cordero de aquella panda de seres infernales que la someten a vejaciones que la autora detalla con admirable sutileza.

Prácticamente todas las novelas de Elena son “romans à clef” (novelas en clave) en gran medida autobiográficas, pero contrario a lo que se ha dicho, advierto en Inés una carga autobiográfica más simbólica que en las otras porque en este caso no solo podría ser Paula o la propia Irene, sino incluso la mismísima Inés, la españolita que nunca dejó de ser: un cuerpo hermoso y juvenil hecho jiras a manos de hombres y mujeres que ostentan alguna clase de poder, de este u otro mundo, que los coloca por encima de la ley.

Y qué decir de Testimonios sobre Mariana, que se afirma es una autobiografía, aunque resulta imposible imaginar a Elena someterse como Mariana ante Augusto, el esposo intelectual de ambiciones exacerbadas, que cada vez que puede la hace parecer ante los demás como idiota o narcotizada: “Nunca supe qué mecanismo secreto provocó su catástrofe —dice Vicente, personaje en el que se ha creído identificar a Adolfo Bioy Casares, el amante parisino de Elena —. Era algo ajeno a ella, un cuerpo extraño que la empujaba a un abismo inevitable. Lo menos suicida en ella era verme y me atrevo a asegurar que fue lo único saludable que hizo. Digo mal, poco después también se cerró para mí como una puerta sellada.”

Elena fue una niña hiperactiva, mitómana y nerviosa que primero soñó con ser “general mexicano” (así, en masculino) y luego bailarina. Sus padres vivían inmersos en actividades intelectuales, particularmente su madre, que deploraba la cocina y permanecía sumergida en la lectura. Ya entonces, la conducta de Elenita dejaba mucho que desear y entre sus peores travesuras sobresale haber estado a punto de incendiar la casa de una vecina, “Amaba el fuego y un día le prendí fuego a la casa de doña Carolina Cortina”. Su padre la envió entonces al internado Sara L. Keen, en la ciudad de México, donde, se esperaba, se disciplinara a golpe de regla y rezos. Consiguieron hacerla devota de la Virgen de Guadalupe, lo cual no le impidió llegar a cabo su segunda gran travesura: casarse a escondidas, siendo menor de edad, con el más porfiado de sus pretendientes: Octavio Paz, apuesto joven de ojos azules y pelo negro y rizado, estudiante de Derecho que prácticamente la raptó cuando iba camino a la UNAM, donde ella estudiaba Letras. En medio del jaleo, todo cuanto preocupaba a Elena era llegar a tiempo a su examen de latín, a lo que él prometió no demorar mucho en el juzgado. Elena nunca se presentó al examen. No regresó, de hecho. Su padre lloró ante la evidencia de que su talentosa hija abandonaba los estudios por seguir en su azarosa aventura intelectual a un marido de veintidós años, pero ya aclamado poeta.

Ser la Señora de Paz permitió a Elena viajar alrededor del mundo e ingresar a un ambiente ultra refinado, que si bien la dejó asqueada le aportó material más que suficiente para sus novelas. Nos dice Rosas Lopategui: “Escribir, obsesiva o compulsivamente, sobre la patología de las relaciones humanas se convierte en Elena en el instrumento que le permite sobrevivir en un mundo en el que ella también es una pieza del complejo tejido de los juegos sexuales, políticos y sociales de los artistas, intelectuales y diplomáticos en el siglo XX (…) son un estudio anatómico, al desnudo, de las lacras de la condición humana.” En Testimonios sobre Mariana, Elena metaforiza su accidentada vida conyugal con Octavio Paz quien, según constatan sus diarios, la humillaba en público y además le era infiel (aunque, insisto, ella no se quedaba atrás). Recrea también su reconocido adulterio con Adolfo Bioy Casares, ya casado con la escritora Silvina Ocampo, quien también aparece como personaje en Testimonios… bajo la identidad de la cínica Sabina, y al que cede la voz narrativa del primer testimonio: el de Vicente. En los diarios inéditos que Patricia Rosas halló parcialmente destruidos por el orín de gato, y se tomó su tiempo para descifrar, Elena confiesa, entre otras cosas, que Bioy fue el gran amor de su vida; que intentó suicidarse junto con su hija, niña entonces, ingiriendo pastillas para dormir y abriendo la llave del gas y que la otra Señora Paz, su suegra, ahorcó a su gatito, cosa que nunca le perdonó.

Octavio Paz se divorcia de Elena cuando trasciende la aventura de esta con el cineasta Archibaldo Burns. Según insinúa Elena en sus diarios, no fue la infidelidad lo que enfureció a Paz (él le permitía hacer el amor con otros) sino su descaro.  Sin embargo, una vez divorciada, Elena termina su relación con Burns, quien llegó a confesar que vivir con ella era una calamidad… pero no recuerda un momento aburrido a su lado. La odisea para colocar su primera novela, Los recuerdos del porvenir, concluye cuando Paz, que a pesar de todo reconoce la genialidad de su ex mujer, lección de ética jamás aprendida por sus autoungidos herederos intelectuales, convence a Joaquín Mortiz de publicarla.

Por entonces Elena se fascina con la ideología social y política de Carlos Madrazo, y apoya activamente la lucha del líder campesino, Rubén Jaramillo, y la huelga de obreros comandada por Valentín Campa y Demetrio Vallejo, detalles que sus detractores ignoran o, en su defecto, pasan por alto en forma deliberada. Estas actividades, aunadas a sus apasionadas críticas periodísticas contra “los intelectuales” que azuzan a los estudiantes de la UNAM a iniciar una revuelta, la colocan en la mira como una de las instigadoras de la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Amenazada de muerte por voces anónimas, se oculta con su hija en una casa de huéspedes, propiedad de María Collado, una española que fuera nana de su madre. Exhibida por la prensa como la “soplona” que dio a conocer la lista de unos quinientos intelectuales involucrados en la agitación (Rosario Castellanos entre ellos), Elena se defiende diciendo que lo que denunció fue la tibieza de estos mismos intelectuales que “(…) usaron la bandera de Rubén Jaramillo, pero jamás se ocuparon de él. Yo lo conocí, yo lo traté, ellos no.”

Aquí inicia la parte más conocida de la historia: el exilio de Elena y de su hija, dos cabezas doradas siempre juntas; su vagancia por París con las medias corridas, su doloroso retorno al terruño amado a instancias de su buen amigo, el escritor René Avilés Fabila; período durante el cual no cesó de escribir obsesivamente sobre su angustia, endilgándosela a Verónica, Bárbara e Inés… mujeres acosadas, perseguidas, algunas veces temidas, cuyos destinos dependen de los caprichos de un ser omnisciente (¿El esposo? ¿El padre?). En sus últimos libros los críticos han creído ver más hambre que arte, particularmente en Mi hermanita Magdalena (Ediciones Castillo, 1998), publicada pocos meses después del deceso de la autora que ya había aprobado su publicación. Esta es también, como todas las de Elena, una roman à clef, “creo que todas las novelas son roman à clef o no son novelas.” Aquí es el personaje de la fugitiva Magdalena, raptada por un iracundo pretendiente, Enrique, en el que la autora se recicla a sí misma y al secuestrador de su alma: Octavio. Estructurada como una novela negra, la trama persigue, a través de las hermanas de Magdalena, Rosa y Estefanía, el destino de la joven rebelde que termina tragada por una puerta negra que engulle a las novias.

Ediciones Castillo sacó a la luz Testimonios sobre Elena Garro, cuya autora, Patricia Rosas Lopátegui, profesora de literatura de la Universidad de Nuevo México y agente literaria de la propia Elena, enfrentó al principio la oposición legal de Helena Paz, quien la acusó de haber sustraído el material, fotografías y textos inéditos, sin autorización, aunque cuatro años después, en 2006, la poeta se disculpó públicamente y reconoció la magnífica y desinteresada labor de la académica. Testimonios sobre Elena Garro, en concreto, dignifica la imagen de la escritora, aunque exagere hasta la hipérbole la “maldad” de Octavio Paz. La ausculta y nos la descifra recurriendo no solo a la experiencia de su trato directo con la autora sino al psicoanálisis. Esta biografía se complementa con El asesinato de Elena Garro (Porrúa, 2006) que sustenta la argumentación del libro anterior con artículos y reportajes de la autoría de la propia Elena, publicados en la revista Presente! de Cuernavaca. Su faceta periodística había sido misteriosamente suprimida hasta entonces. Elena Garro fue la primera en denunciar el asesinato de Rubén Jaramillo junto con su mujer encinta y sus tres hijos pequeños. Muerte, dicen, ordenada por el entonces presidente Adolfo López Mateos, al que por cierto Elena llegó a acusar de acoso sexual, siendo todavía presidente en funciones. Elena misma escondió en casa de su hermana Deva a Jaramillo cuando era perseguido por los federales. La rubia sentía, como Rosario Castellanos, gran debilidad por los indígenas a los que defendía, arropaba y alimentaba. Elena y Deva fueron prácticamente criadas por servidumbre indígena, de ahí que Elena haya estado tan compenetrada no sólo con la problemática sino también con la cosmovisión que da origen a lo que dieron en nombrar “realismo mágico”.

En este mismo libro se menciona el vínculo de Elena Garro con Lee Harvey Oswald, presunto asesino de Kennedy, de donde seguramente surge el descabellado rumor de que la escritora pasaba información a los altos mandos del gobierno mexicano, incluso del estadounidense. Al parecer Elena declaró haber visto a Oswald en la fiesta de un primo suyo. Estaba convencida de que a Kennedy lo habían matado los comunistas (que consideraba verdaderos monstruos); incluso se había personado en la Embajada de Cuba para gritarles “¡asesinos!” el mismo 22 de noviembre de 1963, y aseguraba en privado que Silvia Durán, prima política suya, era comunista y amante de Oswald. Todo lo anterior se volvió el pretexto ideal para hacerla pasar por cabecilla de una compleja labor de espionaje montada por el FBI, cuyo verdadera inquietud se centraba en la alianza entre la escritora y otro defensor de los derechos de los indígenas: Carlos Madrazo, insólito líder priista con claras tendencias izquierdistas, lector asiduo de Balzac y con grandes posibilidades de alcanzar la silla presidencial. El político tabasqueño habría de morir en un sospechoso accidente de aviación en 1969, un año después de que, sin éxito, se intentó presentarlo como principal instigador del Movimiento Estudiantil.

La duda, pues, queda en el aire: ¿Mintió Elena para salvar a Madrazo?, es decir, ¿demandó garantías de protección para su admirado amigo, a cambio de poner el dedo sobre los intelectuales involucrados en la insurrección estudiantil? ¿O fue realmente una soplona, solo por fastidiar a los cortesanos de su exesposo? Su artículo publicado en días previos a la matanza, el 17 de agosto de 1968, en Revista de México, no pudo ser más claro respecto a lo que se estaba gestando: “¿Quiénes son los estudiantes? Los futuros intelectuales. Luego es justo que se lancen a la defensa de los intereses creados por los actuales profesores, periodistas, locutores, pintores, escritores, etc. Y, en efecto, a través del mundo democrático se lanza a los menores de edad al incendio de ciudades y de políticos, posibles contrarios a los intereses creados de los intelectuales en el poder (…) El Complot de los Cobardes, ya que no son los complotistas los que salen a dar las batallas callejeras y a enfrentarse con las policías o con el Ejército en defensa de sus intereses, sino que lanzan a millares de menores de edad a luchar por sus prebendas y posiciones (…)”

Elena Garro era, pues, una mujer que sabía demasiado. Destruirla, asesinarla moralmente se volvía imperativo para las clases política e intelectual de nuestro país, y hacer de ella una especie de Judas de su gremio particularmente rencoroso, remedio infalible. El resto de la historia ya la conocemos… el encono de los críticos contra quien fuera la esposa del hombre más poderoso de las letras mexicanas; de la mujer que se le parecía a Paz más que cualquier otro ser en el mundo, aunque con la enorme desventaja de ser mujer, y quizá en ello radicó la auténtica tragedia de Elena Garro: en ser el yang de aquel tan amado como maldecido.