Tierra Adentro
Lettering: Lygia Pires

¿Forma parte Brasil de América Latina? Para Sérgio Rodrigues, la respuesta, lejos de ser obvia, evidencia la soledad de su gigantesco país, mezcla de una autosuficiencia orgullosa y el aislamiento al que lo condena el idioma.

El 29 de noviembre de 2014 yo estaba en la Ciudad de México cuando el periódico Excélsior publicó el obituario de Roberto Gómez Bolaños, en el que afirmaba que la muerte del famoso comediante, ocurrida la noche anterior en Cancún, dejaba en luto a una multitud «en toda América Latina, en Brasil y en España». Fue el diplomático brasileño Gustavo Pacheco, entonces encargado de nuestra promoción cultural en tierras mexicanas, quien me llamó la atención sobre un detalle. En la lógica del periódico se refleja una percepción bastante común: Brasil no es parte de «América Latina». Hay que nombrarlo aparte.

¿Será así? ¿Acaso a los brasileños no les gusta verse de esa manera? Si es evidente que, histórica y políticamente, eso es un error de clasificación, hay poderosos vectores culturales que apoyan la idea de separar al país latinoamericano más grande territorialmente y colonizado por los portugueses, del resto del bloque, aquellos colonizados por los españoles. Lo sé desde siempre. Lo sabemos todos. Pero fue en aquella visita de 2014, mientras presentaba en Ciudad de México y en Guadalajara mi novela El regate (aparecida en Anagrama, con traducción del escritor mexicano Juan Pablo Villalobos), cuando me puse a reflexionar más detenidamente sobre esa distancia, ese abismo, esa falla. Estas mismas ideas las retomé ahora, en septiembre pasado, cuando volví al país invitado al festival literario de San Luis Potosí y comprobé que aquella distancia sigue intacta.

¿De dónde viene este alejamiento? ¿A dónde nos lleva? ¿Y cómo explicar que, a pesar de todo esto, yo me sienta en casa cada vez que vengo a México, ahora que estoy en la bella ciudad potosina, lo mismo que en mi primera visita en 1986, cuando llegué como reportero principiante para cubrir el mundial de futbol?

Ahora recuerdo otra anécdota ocurrida en 2014 que, tal vez, pueda ser leída como una síntesis de los efectos que nuestra desunión histórica provoca en el campo de la literatura. Invitado junto a otros escritores brasileños a la monumental Feria Internacional del Libro de Guadalajara, participé en una de las mesas del programa Latinoamérica Viva junto a un escritor uruguayo, un argentino, un chileno y una ecuatoriana. No sé decir si la experiencia fue interesante para mis colegas o para el público que llenó uno de los auditorios de la fil, pero para mí resultó tan riesgoso como dar un salto mortal sin red. Tomé la decisión de no llevar ningún texto pensado y revisado para leer en el escenario. De haberlo hecho, mi acento sería suficiente para evidenciar mi incómoda posición. Pero fue algo imprudente. Como si no fuera lingüística la fundación de nuestros desencuentros (o como si yo tuviera sobre el español un dominio pleno que sólo tengo de vez en cuando en mis sueños), decidí confiar en mi improvisación. Inmediatamente recibí con sorpresa, y acaso algo de pánico, los discursos leídos por el chileno Nicolás Poblete y por la ecuatoriana María Fernanda Ampuero. Y yo, finalmente, ¿qué estaba haciendo? ¿Me estaba arriesgando a dar un paso mayor al que mis piernas podían dar?

En la opción de la improvisación me acompañaron el uruguayo Mario Delgado Aparaín y el argentino Rodrigo Fresán. Pero la diferencia obvia es que mi jam session tapatía implicaba muchos más riesgos léxico-gramaticales; algo similar a si un estudiante de segundo año de trompeta decidiera subirse al escenario del Blue Note. Pero no me arrepentí. Para tocar el nervio que me interesaba tocar, simular una situación de comodidad hubiera sido escenificar una mentira.

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Comencé hablando de la noticia de la muerte del Chavo del 8 en el periódico, argumentando que esto evidenciaba la amenazada condición de los brasileños —condición, sin dudas, más compleja— como latinoamericanos. Acabé comentando un episodio en el que una amable reportera de la revista New Yorker, en una entrevista telefónica sobre el fenómeno editorial de Paulo Coelho, dijo algo que nunca olvidé. Me preguntó por qué Coelho no abría las puertas al mercado internacional a otros autores brasileños semejantes a él, y yo le respondí que no había ningún otro escritor brasileño parecido a Paulo Coelho. Su trabajo es algo muy diferente, más relacionado con Carlos Castañeda o Richard Bach que a cualquier cosa hecha aquí —le expliqué—. No hay ninguna relación entre lo que hace y la tradición literaria brasileña. Y ahí fue cuando la periodista me lanzó una pregunta espantosa, brutal y al mismo tiempo cándida, claramente desprovista de malicia o de intención de ofender: «¿Acaso la literatura brasilera tiene una tradición?».

Si la misma reportera entrevistara a un escritor argentino, o colombiano, o mexicano, o peruano, dudo que fuera tan ignorante, dudo que hubiese expuesto de manera tan impávida su ignorancia.

¿Y qué tiene que ver una anécdota con la otra? Creo que ambas ilustran el aislamiento brasileño, esa mezcla de autosuficiencia (orgullosa) y soledad (dolorida) de mi gigantesco país. En la mirada extranjera eso se traduce de diversas maneras, tanto en una buena dosis de desconocimiento y dificultad de clasificarnos, como resulta más fácil tratándose de otros pueblos latinoamericanos, hasta aquella ignorancia total e indiferente demostrada por la periodista norteamericana, miembro de una de las revistas más inteligentes del mundo. En términos culturales, Brasil siempre suele proyectarse como un personaje vagamente simpático, pero con este cuento —samba, bossa nova, futbol, favela, playa, caipirinha— casi nadie puede ir más allá de la quinta página.

No tenemos un Instituto Machado de Assis. Las acciones gubernamentales de inserción internacional son escasas y erráticas. Hace dos años, el recién creado programa de apoyo a traducciones de la Biblioteca Nacional —un raro golazo en esa área— rendía frutos en serie, entre los cuales, en lo personal, coseché la edición española de El regate. Hoy, después de restricciones presupuestarias y atrasos continuos en el cumplimiento de los acuerdos firmados con las editoriales extranjeras, corremos el riesgo de que la literatura brasileña, que vive una época de cierta efervescencia dentro del país y que comenzó en los últimos años a tomar promesas de deshielo en el exterior, vuelva a ser un secreto restringido a los brasileños, y ni tanto.

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En Guadalajara, el veterano Mario, que habló antes que yo, citó entre sus referencias de la literatura de América Latina al genial Guimarães Rosa, autor de la difícil —incluso para los brasileños— novela experimental Grande Sertão: Veredas (Gran Sertón: Veredas). Me resultó conmovedor, pero no pude dejar de apuntar el carácter excepcional de esa elección en una mesa en la que fueron citados decenas de autores en lengua española. La asimetría de relación que mantenemos con nuestros vecinos, observé, es flagrante. Sería difícil encontrar a un escritor brasileño digno de ese nombre que no haya leído a Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Pablo Neruda, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Felisberto Hernández o Roberto Bolaño; tal vez no la lista completa, pero al menos un puñado de ellos. Tan difícil, probablemente, como encontrar un joven escritor hispanoamericano que haya leído a Machado, «el brujo» mulato autodidacta que Carlos Fuentes consideraba «un milagro» y uno de los escritores más fascinantes que el mundo produjo en la segunda mitad del siglo XIX. O Graciliano Ramos. O Raduan Nassar. Ahora, para ser justos, hay que reconocer que Clarice Lispector y Rubem Fonseca son bastantes leídos más allá de Brasil.

Pero aquí no se trata de homenajear a Antônio Maria, un cronista y compositor brasileño que en los años cincuenta tuvo algún éxito en la radio gracias a una melodramática canción: «Ninguém me ama», nadie me ama. Nada más lejos de esto. Pero conviene reconocer que, por encima de las diferencias regionales, la literatura hispanoamericana forma una comunidad en la que la información circula velozmente y existe un reconocimiento de un patrimonio común. La base de esta comunidad es, obviamente, lingüística. Aquella vez en la fil, Rodrigo Fresán discurrió sobre el español internacional, un español de sabor mexicano más cosmopolita, que fue creado de manera deliberada en el siglo XX y consolidado con doblajes y traducciones literarias de amplia circulación. Incluso, el autor de Jardines de Kensington reconoció escribir en ese registro.

Sí, claro que siempre existirá el riesgo de artificialidad y pasteurización en el registro lingüístico destinado a romper fronteras. Mientras tanto, las simples posibilidades de su existencia denotan un espíritu comunitario que es confirmado por el papel del viejo mundo en todo esto, como centro aglutinador y caja de resonancia. La mitad de los autores de lengua española de aquella mesa (Fresán y Ampuero) habían elegido vivir en España. También vivía, y aún vive allá, el traductor de El regate, responsable de la calidad excepcional de la edición barcelonesa que ya me llevó dos veces a México. En este punto, la asimetría que mencioné antes, alcanza niveles más dolorosos: Portugal vive en este siglo un momento de especial indiferencia por la literatura escrita en el país que concentra el ochenta por ciento de los hablantes de portugués.

Y a pesar de los obstáculos, de la distancia y de la eterna necesidad de traducción, con todas las inevitables traiciones y malos entendidos que eso conlleva, el haber sido recibido en México con tanto cariño y profesionalismo para hablar de un libro profundamente brasileño como El regate, tanto en 2014 como en 2016, me envuelve en una nube de calor y optimismo parecida a la que me proporcionan dos o tres dosis de mezcal. En la presentación de mi libro en Ciudad de México (donde tuve a Juan Villoro como generoso anfitrión) y en Guadalajara, en las mesas de la FIL con colegas brasileños como Ana Paula Maia, Luiz Bras y Paloma Vidal; en los intercambios de experiencias de madrugada con compañeros de letras de las más diversas naciones, en las cantinas de San Luis Potosí; en los debates siempre animados con estudiantes de secundaria o universitarios; en todas partes, el ambiente de bienvenida que siempre encuentro en México es tan caluroso que a primera vista parece difícil entender por qué Villoro afirmó, en una entrevista publicada durante mi visita de hace unos años, que el país estaba «en descomposición».

Sucede que el México que reencontré en los últimos tiempos conserva la belleza, la alegría y el espíritu festivo del país que conocí en 1986, pero todos sabemos que está gravemente herido. Más herido de lo que, en aquella época, lo había dejado el terremoto del año anterior. El dolor ahora es más profundo porque es espiritual. Dos años atrás, el asesinato monstruoso de cuarenta y tres estudiantes normalistas de Iguala por policías narcotraficantes, a cargo de políticos narcotraficantes, ya exhibía con crudeza casi insuperable el grado de corrupción que puede alcanzar un estado criminal, y no me parece que haya mejorado desde entonces. El momento más dramático de aquella mesa en la FIL sucedió cuando un hombre entre el público, un hombre de alrededor de setenta años, nos preguntó con lágrimas en los ojos si alguno se imaginaba una salida para su país, porque él ya no veía ninguna.

No dudo que esa salida —que yo, evidentemente vislumbro menos que aquel hombre— anida en un futuro en el que a nadie se le ocurrirá decir que el Brasil es una cosa y América Latina, otra. Incluso porque, si en ese futuro no nos hermanamos en la solución, seguramente nos igualaremos en la tragedia de estas sociedades fundadas en desigualdades de pesadilla, habituadas a ser administradas con la violencia del terror.