Tierra Adentro
“Almenas”, de Espacios suspendidos, Patrick López Jaimes, 2011. Tlaxcala, Tlaxcala. Inicio ca. 1980, conclusión desconocida.

No todas las travesías terminan en el lugar donde comenzaron, pero algunos creadores sí regresan al punto de partida. Aquí, la autora de Perra brava relata sus miedos y preconcepciones al salir de su lugar de origen, y también las motivaciones que la llevaron a volver, como parte de su convicción personal por vivir de la escritura.

 

Mudarme es un ejercicio abrumador pero atractivo: al cambiar de casa puedo cambiar de cosas, espacios y relaciones. Me gustan las cosas nuevas, por eso no me aferro a casi nada. He dilapidado mucho: dinero, trabajos que algunos envidiarían, amigos, momentos con la familia. Gasto todo muy rápido, lo desperdicio. Así como dejo ir las cosas, vuelven los momentos o las personas. El ocio es mi forma de vida; malgastar, mi mal. Y mi bien. Lo he tenido todo para luego verme entre la nada porque me gustan los espacios vacíos. Para mudarme pronto he aprendido a sustituir los libros impresos por los virtuales, los discos por descargas y las películas por Netflix. Aunque no tengo planes de cambiarme de casa en los siguientes años, quiero que esta casa continúe así, amplia, espaciosa. Libre. El primer año que pasé aquí no le dije a los amigos que había vuelto a la ciudad. Si los encontraba les decía que estaba de visita, que seguía viviendo en otro lado. Así pude encerrarme. Deshabitarme de todos. Fácilmente puedo deshacerme de los amigos, y no es que me sobren; a mí lo que me falta es espacio y silencio.

Como quería ser editora me mudé de Guadalupe, Nuevo León, al Distrito Federal entre el 2004 y 2005, cuando terminé mi carrera en Letras. Me fui porque cuando era niña pensaba que la gente que había hecho los libros que nos daban en la primaria era gente muy feliz, así que el trabajo editorial siempre me atrajo como oficio productivo. Es decir, no como mi oficio principal ni como mi interés real. Sabía que quería escribir pero también que debía vivir de algo, y la edición no me resultaba alejada de la creación literaria. Me gusta hacer libros, pues; no me apasiona ni me mata de éxtasis, pero me gusta más que, por ejemplo, hacer gráficas, pintar paredes o cambiar llantas.

En el D.F. tuve la buena fortuna de trabajar en varias editoriales, dos de ellas consideras entre las más importantes del país. Sin embargo, sólo en casa realizaba mi verdadero trabajo, el “improductivo”, ese que no me iba a dejar nada nunca: escribir. Así escribí Perra brava (2010), a ratitos, sentada en la cama, tomando apuntes en el micro, frente al café del Vips, en carretera, en aeropuertos. Los lunes interrumpía mi labor y, ojerosa y de mal humor, volvía a encerrarme en la oficina; regresaba a godinear, a someterme a un horario, a ver pasar la hora de salida sin poder irme, a aplicar el “podrán poseer mi cuerpo pero no mi alma”. Era como la canción de Mecano: “este cuarto es muy pequeño/ para las cosas que sueño”.

Como norteña que soy, me busqué a otro norteño igual a mí y nos hicimos compañía. Nos convertimos en socios de dinero, de vida y de cama, hasta que un día nos aburrimos de vivir en el D.F. Yo más que él. Me asfixiaba tanta gente, tanto ruido, tanto voltear al cielo y sólo ver edificios. Lo mejor que me había dado el D.F. fueron mi hombre y mi primera novela publicada. Ninguno de los dos estaba amarrado allá, así que yo tampoco.

Dejaría trabajo, amigos, la oportunidad de ingresar a un área laboral muchas veces más creativa que la editorial y mucho mejor pagada. Por supuesto, todo mundo cuestionó mi idea de dejar el D.F. ¿Para qué volver? “Allá”, decían refiriéndose al norte, “no hay nada”. ¿Por qué? Sólo para poder respirar. Sólo eso.

Todo lo desperdicio. A veces me he quedado con las manos vacías para volver a llenarlas en minutos. Todo lo que tengo, cuando tengo, me lo da lo que escribo. Si nunca malgastara no sé qué clase de ente —obeso, inflado, hinchado, relleno de helio, volando sobre los edificios— sería. Si hubiera conservado cada trabajo, cada contacto, cada peso, cada ascenso, estaría muy triste, aferrada a las cosas. La escritura, que es una nube tan frágil y tan menuda, no tendría espacio junto a mí.

Me encanta vivir aquí, en Apodaca. Es tan rancho. Puedo conducir sin encontrar tantos vehículos; aquí eso del tráfico no es problema. Conducir de madrugada sin ver un solo auto me entusiasma muchísimo. Transitar entre espacios donde no hay nada más que yerbas y el viento. Estar a pocas cuadras de la carretera. Tener todo el espacio. Mi casa sólo tiene los pocos muebles que necesito. Lo demás es espacio libre, ventanas grandes, nubes encima y todo el viento del estado que viene y se arrincona frente al parque que miro mientras trabajo.

Es un poco suicida, desde el punto de vista laboral, ser un egresado de Letras y vivir en Nuevo León. Los espacios son pocos y las labores repetitivas, administrativas, a menos que uno se dedique a la docencia o al periodismo. Pero yo no tengo la paciencia necesaria para dar clases y hacer notas, cuando la materia prima son solamente los hechos; siento que llevo puesta una camisa de fuerza.

Entonces lo que hago es escribir. Ya no como mi trabajo improductivo, sino como el productivo. Tengo ya mi segunda novela publicada y más cosas en camino, cuentos, por ejemplo. La gente sigue pensando que escribir es un pasatiempo, pero no es algo que me preocupe desmentir, justificar ni defender.

Todavía me preguntan qué hago aquí. ¿Qué podría hacer en cualquier otro lado, sino escribir? No me interesa más. Si no tengo un proyecto creativo para desarrollar y un trabajo de edición al cual entregarme, me dedico a vivir, a pasar el tiempo nada más. Cuando recién llegué a esta casa un conocido me preguntó a qué me dedicaba: “Soy ama de casa”, le contesté, y no me creyó; le dio mucha risa que se me ocurrieran esas cosas. Los días que no tengo ninguna novela para escribir me siento desempleada, siento que voy a dormir sin merecerlo. Afortunadamente, mis esporádicos días como ama de casa no suman ni un mes repartido a lo largo de toda mi vida.

Si ya terminé una novela, comienzo otra. Siempre me invento algo. Cuando los niños dejan de pasar por el parque, cuando el teléfono para de sonar, cuando ya no hay nada interesante que ver en la tele, cuando lo mejor que sucede es el silencio, comienzo a escribir. Este aire libre y esta paz no podría tenerlos en ningún otro lado. Amo estar aquí; no planeo mudarme más. Todos deberíamos tener derecho a vivir en el lugar del mundo donde dejamos el corazón enterrado. Eso es la felicidad. Todos deberíamos tener derecho a trabajar en lo que disfrutamos y de enorgullecernos de nuestra obra. Eso es la dignidad.

Antes, cada día pensaba a dónde me mudaría, pero ahora llego a casa y sé que ya no tengo que preocuparme más por esas cosas.

 


Autores
La redacción de Tierra Adentro trabaja para estimular, apoyar y difundir la obra de los escritores y artistas jóvenes de México.
(nacida en Nuevo León en 1979) es escritora y editora, autora de las novelas Perra brava (Planeta, 2010) y Bitch Doll (Ediciones B, 2013). Egresada de la Facultad de Filosofía y Letras, UANL. Ha sido becaria del FONCA en dos ocasiones y finalista del Primer Premio Iberoamericano de Narrativa Las Américas. Sus textos aparecen en diversas antologías y revistas. Fue editora en Alfaguara Infantil, editorial Aguilar y el grupo Random House Mondadori, entre otros. Actualmente es la directora editorial de MiaUtopía y editora en 27 editores.