Tierra Adentro

En mi breve época como hija única, mi embarazada mamá me llevaba de paseo al planetario y a una biblioteca con un área infantil donde pasábamos horas viendo libros. Del planetario recuerdo la oscuridad; mi mamá y yo desaparecíamos ante esos puntos de luz que simulaban estrellas sobre el manto negro. Ahí aprendí los nombres de los planetas del sistema solar y me gustaba tanto Júpiter que así quería que se llamara mi hermano. De la biblioteca, recuerdo una colección de libros pop-up del espacio y otro de las etapas del embarazo. Mi mamá me presentó el inconcebiblemente infinito universo y la creación de la vida. Ahí estaban frente a mis ojos los libros y la realidad.

En soledad me encantaba ver las imágenes de un libro de cuentos clásicos ilustrados: la historia de Hansel y Gretel me causaba pesadillas, me encantaba la princesa que no podía dormir por culpa de un guisante y me aterraba ese cuarto lleno de mujeres que Barba Azul había asesinado.

Después de eso, no tengo muchos recuerdos de ir a una biblioteca y sólo iba a librerías para comprar los libros recetados por la escuela. Y lo disfrutaba tan poco como tener que acabarme la sopa. Pero a los 13 años, empecé a ir a la librería no sólo para comprar los libros que venían en la lista de los útiles escolares, sino para decidir qué leer. Esas primeras veces me sentí bastante aturdida y apenada. La librería me imponía y me hacía sentir fuera de lugar. Me daba vergüenza preguntar cualquier cosa y a la vez era incapaz de encontrar lo que buscaba, porque no estaba familiarizada con sus códigos generales ni particulares.

Lo mismo me ocurrió cuando empecé a pintar y necesitaba material. Recuerdo no haber comprado nunca nada de lo que estaba tras el mostrador, porque evitaba tener que explicar a la asistente lo que necesitaba (porque no sabía cómo ni qué necesitaba). Me pasaba, como alguna vez me dijo un amigo, que me estrellaba contra puertas abiertas. ¿Qué creería que me podía pasar?

En el fondo, me daba miedo mostrar mi ignorancia. Esto le pasa también a los niños, pero es como si a los adultos se les impusiera jamás exponer lo que desconocen. Por más que muchos maestros nos hayan asegurado que “no hay preguntas tontas”, o que en nuestra defensa podamos decir que “es peor quedarnos con la duda”, nos da miedo ser tachados de estúpidos. Se acepta que un niño no sepa nada, al final es “un ser en blanco”, una “esponja de todo”. La regla parece ser que un niño puede preguntar tanto como quiera, pero un adulto no tanto y no de todo.

La intimidación causada por los lugares desconocidos se pierde paulatinamente con la familiaridad que nace gracias a la repetición, como ocurre con cualquier ritual. Empecé a visitar librerías y tiendas de materiales más seguido con mi mamá, más adelante también con amigos, novio, maestros, colegas. Y en algún momento ya no me importaba ir sola. A la fecha, aún me llama la atención reconocer gente que pregunta por libros al encargado en voz baja y titubeante, padres que prefieren esperar afuera a sus hijos durante una presentación, porque no saben cómo desenvolverse en ese espacio tan ajeno, o niños que no se quieren sentar en el círculo de cuentacuentos porque es algo extraño para ellos.

La imagen genera otro tipo de intimidación; ésta no ocurre sólo en librerías o bibliotecas, es común verla también en los museos, donde de hecho hay personas encargadas de regañar a quien se acerque a las obras. Entonces los asistentes que no están familiarizados con el espacio ni con las obras en cuestión, se sienten ajenos y poco bienvenidos al lugar. El arte se reduce a algo lejano, grande e intocable que hicieron personas que llevan siglos muertas. O se vuelve algo kitsch que se expone en el bazar del sábado. En ambos casos, no se entabla una lectura de la obra y muchos se quedan sin saber si les encantaría o la odiarían, como si se pusiera un candado en esa puerta.

En cambio, la gente se acerca con más facilidad a la ilustración. Fui testigo en 2007, cuando visité por primera vez la filij. La exposición de ilustradores se montaba en la Galería Central del Cenart, que exhibía las ilustraciones originales de todos los ganadores y seleccionados de ambos concursos (cartel e ilustración). La galería estaba llena de gente, todos los cuadros enmarcados y colgados a la altura de los ojos de un niño promedio (¿1.40 m?). ¿Cuál era la diferencia entre eso y un museo? Me viene a la mente el eslogan del Papalote y esa fascinación enorme que sentía de niña al ir a un museo donde la regla era tocar. ¿Por qué un adulto no puede interactuar también con los espacios y las obras?

La gente se acerca a la ilustración porque, de entrada, al ser entendida como algo para niños, no muerde. Los padres que quizá no entrarían a un museo ni a una galería, animan a sus hijos a que vean esas imágenes que, además, muchas veces los conducen a nuevas lecturas: ya sea ver más imágenes o leerlas en los libros. Ellos las entienden y quieren compartirlas con los más pequeños o bien los niños se las explican a ellos. Hay, como dice María Fernanda García, una conversación horizontal tanto entre imagen y lector, entre autor y lector, como entre los mismos lectores. Y cualquier tipo de ilustración provoca esto.

En la actualidad, a falta de definición, se le llama ilustración a algo que antes se le habría llamado arte, artesanía, arte popular. Muchas artes gráficas y decorativas se han refugiado en ese cajón de sastre. En ella cabe desde el libro ilustrado (y con éste me refiero no sólo al infantil, sino a cualquier libro que use ilustración), las revistas y periódicos con sus viñetas, cartones e infografías; las portadas de discos y libros, el diseño de empaque (cajas, tazas, metrobuses), de textiles, la novela gráfica, el cómic, el fanzine, los carteles, el grabado, el bordado, el streetart y la animación.

La ilustración a veces busca ser reconocida como arte y crea sus propios espacios, otras se congratula de no saber qué es y juega para los dos equipos. Las fronteras entre arte y diseño se disuelven y bailan por todo el lugar. Desde su flanco de diseño, se vuelve accesible y busca comunicar con mayor precisión su discurso, no habla sólo para sí misma. Y desde el arte, conmueve al espectador y lo hace mirar de otra manera la obra y el mundo. Ambas producen conocimiento.

Todas estas formas de la imagen están al alcance de todos. Cuando una obra habla de manera horizontal, termina por ser una puerta abierta. La ilustración es una de las puertas más claramente abiertas que no deja duda de cuán bienvenido es el espectador.


Autores
(Morelia, 1984) Es gestora cultural, ilustradora, editora y escritora. Coordina el diplomado Casa: Ilustración Narrativa de la UNAM. Forma parte del comité organizador de El Ilustradero y del Catálogo Iberoamérica Ilustra. Es socia de Oink Ediciones y del estudio Cuarto para las Tres.