La grandeza de Chéjov
El domingo pasado asistí a la última presentación de uno los montajes más bellos del año: Tío Vania, de Antón Chéjov, en el Teatro El Milagro. Obra adaptada y dirigida por el maestro David Olguín.
Olguín es, sin duda, el dramaturgo que conoce y entiende cabalmente el trabajo de Chéjov. La precisión y delicadeza que logró en las imágenes poéticas, dieron como resultado ovaciones de pie.
No es para menos, pues Olguín extrae el corazón chejoviano, lo pone en escena y nos deja a merced de su grandeza, sensibilidad y genio.
Al salir del teatro, cerca de las once de la noche, caminé por avenida Reforma con una sola certeza: hay autores de los cuales necesitas para seguir viviendo.
Conmovida al punto del melodrama, no resistí la tentación de llegar a casa y releer algunos de mis pasajes favoritos del doctor ruso; una cosa me llevó a otra y caí indudablemente en La Gaviota, mi obra preferida.
En 1896, Vladimir Nemirovich Dánckenko, dramaturgo ruso y fundador del llamado Teatro de arte de Moscú, recibió el Premio Groboiévod por su obra El valor de la vida; durante la premiación, dicho autor declaró que el verdadero merecedor de tal distinción tendría que ser Chéjov por La Gaviota, que para esa fecha fracasaba “estrepitosamente” en el teatro donde se representaba.
Antón Chéjov siempre se sintió atraído por el teatro. Su primera obra la escribió alrededor de los veinte años; le siguieron una serie de intentos, llenos de una búsqueda de estilo. La Gaviota deja ver el resultado de esa búsqueda.
Es una obra impregnada de emociones que van por debajo de la obviedad. Treplev vive una desgracia, hasta cierto punto es un visionario, un melancólico que entiende que el teatro debe ir más allá; que precisa nuevas formas. “Son las que hacen falta, y si no las hay, más vale que no haya nada”. Nadie lo escucha. Vive bajo la sombra de su madre, deambula y parece que sólo a Masha le importa. Treplev sale, toca en el piano una melodía y el resto la oye con la distancia, como se oye el sermón del sacerdote un domingo a las siete de la mañana.
Y mientras tanto, lo importante sucede precisamente en lo que no se dice, como diría Marguerite Duras: “…no es contar una historia, sino contar todo a la vez: una historia y la ausencia de esa historia, o contar una historia que pase por al ausencia.”
La desgracia, el verdadero conflicto interno sucede obsceno. Nina sufre afuera, lejos del lago y lejos de Treplev. El cambio no se mira, se resume en lo que dice un par de años después: “casualmente vino un hombre, la vio y por no tener nada que hacer, destruyó su vida” se manifiesta en el diálogo. A mi parecer uno de los diálogos más emotivos que haya leído, vaya al punto en el que si uno se tuviera que hacer un tatuaje sería con esa frase de Nina hacia Treplev: “Yo tengo fe y ya no siento tanto dolor y cuando pienso en mi vocación, no temo a la vida.”
Los temas principales: el fracaso, la insatisfacción, incluso la angustia creadora son abordados “desde ángulos humildes, parciales, no pretendidamente totalizadores.”[1] Y ese enfoque es precisamente lo que le da fuerza al drama.
No en balde, Chéjov recomienda: “permítame que le recuerde un consejo: escribir con mayor frialdad. Cuánto más sentimental es la situación, mayor frialdad se necesita a la hora de escribir; de ese modo el resultado es más conmovedor. No conviene azucarar.[2]
Y con esta frialdad acertada, punzante, resuelve el final de la obra. Nada más desolador que la acción del doctor al hojear una revista. Nada más temido que su último diálogo. Sin alteración. Sin aspavientos. Casi autómata. Como caer en un abismo y ser espectadores de dicho descenso, todo al mismo tiempo.
Cuando mi primera lectura de La Gaviota sentí ese abismo. Y cada que regreso a ella -sí, es una obra que visito recurrentemente- esa sensación se mantiene intacta.
Hace poco me encontré con la recopilación que hacen de los consejos que Chéjov da en sus cartas. Él asevera que “También en el campo de la psique se requieren detalles. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes; hay que tratar que se desprenda de sus propias acciones.”[3]
Nada más representativo del estado de ánimo de Treplev que la acción de romper durante varios minutos y en silencio todos sus escritos mientras los arroja al suelo. Acción que no sólo habla del estado anímico del personaje, también de su universo. Esa acción ES el personaje.
La Gaviota es una obra que tiene la semilla de la bandera con la que navegó Beckett -y si queremos seguir la línea, incluso Harold Pinter- de aquello que dice: “lo menos es más”. Pues no es gratuito lo que Chéjov aseguró en 1889: “El tema debe ser nuevo, puede incluso no haber trama.”[4]
Razón suficiente para mantener siempre esta obra muy cerquita del alma.
[1] José Sanchis Sinisterra, Por una teatralidad menor y la dramaturgia de la recepción, México DF,Cuadernos de Ensayo Teatral. Paso de Gato, 2007, pág. 5
[2] Antón Chejov. Sin trama y sin final. 99 Consejos para un escritor. Barcelona. Alba Editorial. 2007. Pág. 78
[3] Ibidem. Pág. 66
[4] Ibidem. Pág.79.