Tierra Adentro
Ilustración por Maricarmen Zapatero

Magdalena Macías, desde el momento en que nació, debió acostumbrarse a que nadie la llamaría por su nombre. Era la hija mayor de Arnulfo “el Gordo” Macías y tenía la mala fortuna de ser su vivo retrato: cuadrada, mirada dura y vivaz, labios curvados hacia abajo, cabello crespo de un castaño incómodo y rubio en los lugares equivocados. Ya desde antes de entrar a la escuela, Magdalena arrastró consigo el apodo de su padre, y en todo Jojutla, desde siempre, fue “La Gorda” Macías.

A la Gorda Macías le gustaba sentarse al frente de la clase, porque era lista, y además de lista era muy cabrona. Tenía olfato para las mentiras, y todos decían que aquello y su complexión eran cosa hereditaria: cabrones y de hueso ancho todos los Macías. Si alguien le tiraba una bola de papel en la nuca, a la Gorda le bastaba echar un vistazo atrás para saber quién había sido. Luego, los hacía confesar con manita de puerco.

Según la gente, la Gorda se hizo policía también por tradición familiar, aunque ella sabía que era por las cosas que le contaba su abuelo, Don Florencio Macías, de cuando vestía el uniforme. Además, a su abuelo le tenía cariño porque era el único que le decía Magda y no Gorda. — ¿Sabes qué es la Ley Fuga, Magda? Cuando se ejecuta a un detenido durante el traslado, y luego uno dice que usó fuerza letal porque el detenido intentó escapar. A eso le decíamos galleguear, quién sabe por qué. Una cosa fea, pero a veces necesaria. —

La Gorda Macías entró a la Academia a los dieciocho, y cuando empezó a patrullar era la única que entrenaba tiro y corría seis kilómetros al día. En poco tiempo pasó de policía Primero a Segundo. Por ese entonces era compañera de Silverio Maldonado, un tilzapotleño moreno, malhechote y alto al que nadie, nunca, se atrevió a ponerle apodos.

La Gorda no paró hasta llegar arriba, con Maldonado como su brazo derecho. Nadie cuadró tanto a una policía municipal como la Gorda Macías en Jojutla. Era de no creerse.

Desde que la Gorda Macías se hizo comisaria nadie que llevara uniforme pedía mordidas ni se tracaleaba nada . Pero si de algo ella disfrutaba al estar al mando, era el haber dejado de ser La Gorda Macías para ser la GM: — Eso sí suena perro. Con ese apodo ya solo me falta mi corrido. — Maldonado dijo: —No mame mi GM, a los polis nadie nos hace corridos, a menos que también seamos narcos. —

La GM controlaba los sobres con efectivo que llegaban de Cuernavaca. Se iban al fondo especial y con eso se hacían cosas para la gente: arreglar las canchas, levantar bardas, a veces también darle dinero a quien tuviera algún apuro, y ella nunca se embolsó nada. — Los invito a mi casa para que vean que no me he comprado ni una tele nueva, cabrones. —

La Municipal de Jojutla ganó pronto tal fama que un día invitaron a la GM a la reunión de mandos en Cuernavaca. Cuentan que el “Gober” Martínez estaba tan contento con sus números que le ofreció a la GM un buen puesto en la Estatal, pero ella lo rechazó. Pensaba que su abuelo de seguro tenía razón: — La policía, igual que la pared de una cocina, mientras más arriba, más cochambrosa se pone. —

De regreso de la reunión, Maldonado le preguntó a la GM por qué había rechazado el puesto. Cuando ella le dijo que estaba muy a gusto en su pueblo, Maldonado, como ave de mal agüero, dijo: —Uy mi GM, pues habrá que andar al tiro entonces, que nada pone más nervioso a un político que una poli que le rechaza dinero. —

Pasaron una temporada tranquila, pero se levantaron rumores. Al Gober no le había gustado el desaire y por eso habló con Favela, el jefe de la Estatal, para que le bajara los humos a la cabrona de la GM. Los contactos de Maldonado en Cuernavaca le avisaron que Favela había mandado a los hermanos Ascencio a agitar Jojutla. — Te haces la chingona, pero bien que aceptas los sobres, — Cuentan que dijo Favela antes de dar la orden.

Era cuestión de tiempo. Al poco, los Ascencio se aparecieron por el pueblo y se pusieron a cobrar derecho de piso a los dueños de los bares. La GM reportó las extorsiones con los estatales, pero ya sabía lo que le iban a decir: que del crimen organizado se encargaba “el Mando Único”. Una forma elegante de decirle que se fuera a chingar a su madre.

A los Ascencio nadie los tocaba porque habían nacido en Jojutla, y porque operaban con Los Rojos. — Hijos de su pinche madre —, decía la GM, — si hasta fuimos juntos a la escuela. —

Al principio la gente les pagó por miedo, pero después, cuando ya no se pudo, tuvieron que volver a hablar con la GM. — No vamos a poder seguir así —, le decían, — yo no ajusto para pagarles lo que me piden, y luego vienen aquí al bar, se toman lo que quieren, molestan a las muchachas… —

Al día siguiente, la GM llamó a la policía Federal donde tenía un primo. Luego de colgar, le dijo a Maldonado: — Vamos a torcer al cabrón del Chicatana. — El Chicatana, a Ascencio le decían así porque era igual que la hormiga: territorial, pero poco agresivo. En el camino a Chinameca, Ascencio había agarrado una bodega grande donde se la pasaba metido con sus hombres, antes de salir a hacer problemas.

Al ver llegar a los federales, vestidos de negro y con sus armas largas, Maldonado dijo:

—¿Está segura, mi GM? Los Ascencio son de Los Rojos… —

— Me vale madres si es Rojo o si es el Santo Padre, Maldonado, aquí con mi gente o se comportan o se comportan —, dijo la GM antes de subir a la camioneta. Cuentan que cuando les cayó el operativo, los narcos ni sacaron las pistolas. Sólo escucharon los golpes en la reja de metal sin entender qué pasaba, porque se suponía que tenían un arreglo con la Estatal y en Morelos nadie los tocaba. Entraron los uniformados y el Chicatana sólo alcanzó a murmurar un — ¿Qué pedo, que no saben quién soy? —

Aunque fuera Municipal, los Federales dejaron a la GM hacer el arresto. — Eres un pinche delincuente —, dijo la GM al esposar al Chicatana.

Después del operativo, mientras se fumaban un cigarro, Maldonado le dijo a la GM: —Esto se va a poner cabrón, mi GM, como mínimo nos van a querer matar. — Ella se acordó de su abuelo, que decía: — Si eres poli y alguien no te quiere matar es porque no haces bien tu chamba. —

Las quejas desde Cuernavaca no tardaron en llegar. Por teléfono le dijeron: — No me chingue, GM, cómo deja a la Federal hacer un operativo en su municipio… usted me pone en una situación muy delicada con la gente del Gober Martínez, está encabronadísimo, lo hizo usted quedar muy mal. — Y ella respondió — Discúlpeme subinspector, pero no me quedaba de otra, por acá la cosa está gruesa y la gente necesita tranquilidad. — En el periódico nacional una nota: Cae mando de Los Rojos en Jojutla Morelos.

En Jojutla la gente llegó a estar contenta y agradecida, pero el gusto duró poco. Ahora faltaba tronar al otro Ascencio, al mayor, el Alacrán Ascencio, sicario de Los Rojos, sobre el que se contaba de todo; que le patrocinaba las pedas a toda la Estatal; que andaba con una actriz de telenovelas; que jugaba golf con el Gober. — ¿Y a ese dónde lo buscamos? — preguntó Maldonado. Y la GM dijo — Cuando les encierras a un hermano esos perros llegan solos. —

El Alacrán Ascencio se puso a reclutar a los muchachitos de las rancherías más pobres. El miedo y los quinientos pesos con los que los sacaba de la casa les bastaban para no negarse a nada. A veces el Alacrán también se llevaba a las muchachas, hasta a las más jovencitas. — Puta madre. — La GM se acordó de su abuelo: — ¿Sabe qué es bien importante para un poli, Magda? Saber cuál es el menor de los males, porque males siempre va a haber. Si ya le tienes la medida de las chingaderas de uno, mejor no le muevas, porque si quitas a ese luego llega otro, y no sabes si el que viene será peor. —

Debía encontrar la manera de ponerle un alto al Alacrán. Si intentaba hacer otro operativo con la Federal, el gobernador iba a mover sus hilos para impedírselo. Del Mando Único ni hablar; todos le lamían las botas al cártel. Volvió a llamar a su primo Alberto y le dijo: — Si no puedes ayudarme con otro operativo al menos consígueme unas armas buenas que tengo un pedo que resolver. — Con el guardadito de los sobres podía pagarlas.

Maldonado pasó toda la semana en indagatorias. Habló con sus soplones, con los campesinos viejos a los que ya no les daba miedo morir, con todos los dueños de los bares en donde Ascencio hacía sus fiestas. Decían que tenía una casa cerca de Coaxtitlán, en la que paraban todos sus sicarios.

A los pocos días lo rastrearon, luego de que su gente hubiese comprado veinte cartones de cerveza Victoria en un Modelorama. Para agarrar al Alacrán, se llevaron cuatro camionetas de la Municipal, y a los polis que menos miedo le tenían, que eran pocos. Pasaron el Cerro Frío y después la carretera de tierra que subía a la Sierra de Huautla.

Entre los cerros pelones no les costó dar con la única casa grande, rodeada de algunos árboles. Todavía estaba a medio construir, iluminada con un generador a gasolina que graznaba desde lejos. Todo estaba tan tranquilo que la casa no tenía la barda terminada, ni nadie que la vigilara. Para no llamar la atención, dejaron las camionetas en una curva que provocaba un punto ciego en la carretera, y subieron a pie hacia la entrada.

La GM llegó hasta la palapa donde se escuchaba música de banda. De un golpe noqueó a un flaco que bebía cerveza, “el Cuerno de Chivo” colgado del hombro como bolsa de señora. Detrás de ella, Maldonado tumbó a otros dos a puro golpe limpio. Pronto se escucharon los balazos uniformes de las armas automáticas. Órdenes, gritos. — No le disparen a nadie, pendejos —, dijo la GM que ya se había echado al piso, pero aun así no dejaba de avanzar hasta donde estaba el Alacrán, a quien Maldonado alcanzó y, antes de que agarrara su AKA, le tiró tres dientes de un culatazo que le hizo también caer de rodillas sobre un charco de sangre y cerveza. Tres sicarios muertos, por suerte ningún municipal. — Qué bueno que no trajimos a los miedosos. —

El Alacrán se mantuvo tranquilo y con las manos en alto, hasta que vio que alrededor no había Federales y que ese operativo no era oficial. Si lo fuera, sonreiría: para gente como él la cárcel sólo significa vacaciones pagadas. Se puso pálido. — Si le paras ahorita a este desmadre, te perdono la vida; andas muy creída desde que le agarraste gusto a tu nuevo apodito —, dijo, pero la voz le temblaba y la GM se rió — ¿me perdonas la vida? ¿Tú a mí, cabrón? Creo que no entiendes cómo funciona esto de que yo te esté apuntando y tú estés arrodillado como un pendejo… Yo te perdono la vida si le paras a tu desmadre, dijo ella y apuntó con la barbilla hacia el camino. Ándale, échate una carrera y aquí la dejamos. —

El Alacrán dijo: —Tú a mí me la pelas, pinche Gorda Macías. —

Escucharlo otra vez le hizo arder las entrañas. El Alacrán corría cerro abajo, trastabillaba y levantaba una nube de tierra parda en medio de la noche.

La GM le disparó de lejos, y por la espalda, mientras corría. “Una cosa fea, pero a veces necesaria.”

Se quedó sentada con Maldonado sobre la barda a medio construir. Otro municipal les trajo una cerveza que rescató de la hielera medio ensangrentada. — Ya se la limpié bien, mi GM, le dijo, lo bueno que ya nos libramos de este culero ¿no? —

Maldonado y la GM bebieron en silencio mientras miraban el bulto a lo lejos, el sombrero tirado, el agujero en la nuca. Maldonado dijo: —No, mi oficial, hay dos cosas en esta vida de las que uno nunca se libra: de la gente culera y de los apodos que a uno le pongan. —

 

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Fotografía de Victor Sounds, 2017. Recuperada de Flickr. CC BY-SA 2.0
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