La estigmatización de san Francisco 800 años después
Según el relato de Buenaventura de Bagnoregio, Francisco de Asís habría recibido los estigmas —signos de la Pasión de Cristo— en 1224, dos años antes de su muerte. Sucedió mientras oraba en el monte Alvernia, situado en la Toscana, entregado a una cuaresma de ayuno en honor al arcángel Miguel.
Tal como aparece en la narración escrita por Buenaventura, Francisco habría sido consciente de cuál sería su destino antes de que las marcas aparecieran en su cuerpo. Solía practicar regularmente el ritual de abrir al azar los santos evangelios, esperando que se manifestara así “lo más acepto a Dios en su persona”. Un día, tomando el libro del altar y abriéndolo tres veces en nombre de la santa Trinidad, apareció reiteradamente algún pasaje alusivo a la Pasión. Fue entonces cuando comprendió que, al igual que sus acciones en vida lo habían imitado, “debía configurarse con él en las aflicciones y dolores de la Pasión de Cristo antes de pasar de este mundo”.
Finalmente, una mañana cercana a la festividad de la Exaltación de la Cruz, mientras oraba en uno de los flancos del monte, Francisco tuvo una visión misteriosa. Pues “vio bajar de lo más alto del cielo a un serafín que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes” que mostraba una efigie de un hombre crucificado. Esta aparición fue interpretada como un presagio de la Providencia que le anunciaba la transformación de su cuerpo en la imagen de Cristo. A partir de entonces, Francisco experimentó “un ardor tan maravilloso en su corazón” que las señales se manifestaron en su propia carne.
En la fe católica, los estigmas son señales o marcas en forma de heridas que aparecen de forma espontánea en el cuerpo de algunas personas —sobre todo de quienes han sido especialmente devotas, extáticas, místicas o santas— y son consideradas como manifestaciones corporales de la Pasión. Este concepto podría tener sus raíces en prácticas antiguas, cuando esclavos y servidores eran marcados con un hierro para indicar quién era el propietario del mismo. La idea de los estigmas como signos sagrados y místicos se consolidó a lo largo de la historia del cristianismo.
Se suele considerar a Francisco de Asís (ca. 1181-1226) como el primer estigmatizado reconocido en la tradición cristiana. Este reconocimiento se basa, principalmente, en el relato escrito por Buenaventura de Bagnoregio, teólogo, filósofo y superior general de la orden franciscana en el siglo XIII, quien en 1262 publicó la Leyenda mayor, obra que trata la vida de Francisco de Asís. Su propósito era consolidar y unificar tanto la narrativa escrita como la tradición oral que hasta entonces había sobre la vida del santo, con la intención de promover así una especie de verdad histórica que valiera como un modelo de observancia, sobre todo para aquellos que buscaban mitigar la regla.
El título de Leyenda mayor no se refiere a una historia ficticia o mitológica, como ahora lo entendemos, sino que corresponde a un género literario empleado en la hagiografía. La palabra leyenda proviene del verbo latino legere, que significa “leer” o “escoger”. Este género narrativo presentaba la vida de un santo de manera ejemplar y edificante, de modo que está destinada a ser leída, escogida y reconocida como modelo de virtud y devoción.
Bagnoregio describe la aparición de las “sagradas llagas” en el cuerpo de Francisco, relatando que:
al instante, comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del varón crucificado. Se veían las manos y los pies atravesados en la mitad por los clavos … y también el costado derecho, como si hubiera sido traspasado por una lanza, escondía una roja cicatriz, de la cual manaba frecuentemente sangre sagrada, empapando la túnica y los calzones.
La leyenda establece así el tipo de heridas que serían consideradas desde entonces como estigmas, en correspondencia con las señales de la Pasión en el cuerpo de Cristo. Conforme a esto, la Iglesia católica sostiene hasta el día de hoy que los estigmas son una participación en los sufrimientos de Jesús, siempre y cuando sean auténticos y otorgados por don divino. Estos pueden ser visibles o no visibles, pero producen el mismo dolor.
A pesar de su deseo inicial de mantener estas señales ocultas —solía referirse a ellas como “mi secreto para mí”— pronto se difundió entre sus compañeros más íntimos y luego entre un amplio círculo de seguidores, revelándose así los primeros milagros. Pues, según la leyenda, después de haberse aparecido los estigmas, cesó el granizo que arruinaba constantemente los frutos en monte Alvernia. Tiempo después, el agua con la que Francisco se había lavado las manos y los pies, curó a un ganado de ovejas y vacas en la provincia de Rieti, cuando sufrían de una peste devastadora. Y, por último, al contacto con el calor de su mano, Francisco salvó a un hombre de morir a causa de la atrocidad del frío en la nieve. Posteriormente, Bagnoregio refiere en su escrito otros milagros que ocurrieron después de su muerte, incluso durante el proceso de amortajamiento.
Los hermanos que lavaban la ropa del Santo o sacudían a su tiempo la túnica porque las encontraban con algunas manchas de sangre, llegaron a conocer palpablemente por estos signos evidentes la existencia de la sagrada llaga, que después, al ser amortajado el cadáver del Santo, contemplaron y veneraron.
A 800 años de este relato, muy lejos ya de la leyenda y del mito, muchos siguen encontrando en el texto de Bagnoregio un modelo a seguir, admirando en Francisco de Asís la comunión con Cristo. Aún hoy, a manera de consigna, es el paradigma de austeridad, de amor por todas las criaturas y de aceptación serena de la muerte. Para otros, la obsesión por los estigmas se convierte en una búsqueda interesante pero sensacionalista de lo sobrenatural. Mientras tanto, todos continuamos enfrentando la realidad más simple, la tangible vulnerabilidad del cuerpo. Nos inventamos —tal vez— remedios, leyendas, ficciones para curarnos las heridas: “sábila, polvos de talco, leche de magnesio, vaselina, miel, clara de huevo, agua de rosas, parches impregnados con alguna medicina. Limpiamos con agua, con solución salina, cambiamos el vendaje sobre la piel muerta”, buscamos recetas, ungüentos que no existen.