La DMgrafía de Alan Altamirano
Dicen que para aprender gráfica tradicional uno tiene que venir a Oaxaca. En otros lugares se emplean formas de grabado no tóxicas, mientras que aquí las escuelas de arte y los talleres de gráfica siguen trabajando con los mismos materiales que sus maestros y antecesores. Esa dinámica maestro-aprendiz sigue conservándose, quizás porque hacer gráfica no se aprende leyendo o estudiando, sino en la práctica ya que posee las cualidades propias de otros oficios, su conocimiento se pasa de boca en boca. Para hacer gráfica no se necesita aislamiento, como al escribir, su narrativa se extiende hacia diferentes actores del proceso. Escribir, en cambio, requiere de cierto placer por el encierro.
Alan Altamirano trabaja con DM, un aglomerado de madera que le permite escarbarla minuciosamente. Este material no suele utilizarse regularmente, los estudiantes de arte primero aprenden a incorporar la textura natural de la madera en sus grabados para después explorar las posibilidades del detalle. Alan estudió Artes plásticas en la Escuela de Bellas Artes de Oaxaca y actualmente dirige el Taller La Chicharra, donde también suelen trabajar otros artistas en colaboración. En últimas fechas exhibió en Los Ángeles y La Habana. En sus piezas, la piel de cada personaje está grabada con diminutas espirales que representan lo infinito, células que explotan y develan otro cuerpo descarnado, o quizás puesto al revés, como un mapa donde se registran encuentros. Alan prefiere el DM también por razones ecológicas, sus piezas son de gran formato y el DM está hecho de residuos. Si pensamos en todos los objetos que diariamente se fabrican con madera entenderíamos los diferentes grados de violencia que nos aquejan. «Quien esto lea debe saber que fue lanzado al mar de humo de las ciudades como una señal del espíritu roto», dice David Huerta en Ayotzinapa. Aniquilamos años de crecimiento a cambio de diseño de muebles, seguir tendencias se ha vuelto un pasatiempo irrisorio y decadente, las civilizaciones parecen bromas, anhelos suicidas ante lo nuevo. A lo mejor, como dice la protagonista de Melancolía, de Lars von Trier, en la cúspide de su depresión: «life is evil», un actuar de plagas mortíferas sobre los cerros que secan lagos para mantener el césped bien crecido en casa. Inevitables consumidores de los otros. De niña me gustaba ver documentales de National Geographic en mi videocasetera Beta, en especial de tiburones. Los tiburones y su piel áspera, sus diminutos pero alertas ojos, su elegancia al nadar como estatuas de concreto. Ponía una y otra vez un documental sobre su pesca y consumo en China, veía fascinada cómo miles de tiburones quedaban atrapados en las redes, luego los pescadores cortaban de un tajo sus aletas. Comparto este placer con la gente que se arremolina en torno a los accidentados que agonizan o han muerto sobre las calles. Los mirones y yo venimos de la misma estirpe, mamamos de la misma loba, preferimos el cine de zombies y la sección policíaca del periódico. La curiosidad mató al gato. Tal vez sea cierto y «life is evil», un sueño fugaz y malévolo, paraíso compartido por poetas y banqueros, una extraña paradoja. Algo así decía Slavoj Žižek junto a enormes basureros gringos en una entrevista. A veces también siento la vida como sueño, quizás es parte de algún trastorno no diagnosticado, un devaneo: todo hermoso y funesto al mismo tiempo, un accidente interestelar. Como si sueño y vigilia se hubiesen fundido para siempre y la realidad no fuese más que un conjunto de instantes imaginados. Artistas plásticos como Alan parecen poder establecer un puente entre su mundo interior y el afuera. Hay un diálogo constante entre estos dos planos que les permite indagar en sus propios procesos internos hasta que sus ideas alcanzan forma y se concretan. En el centro de Riverside, California, la gente vive obsesionada con sus jardines, las mañanas son para podar césped, recortar arbustos. La pequeña ciudad está llena de magnolias que florecen en esta época del año pero casi nadie camina, no existe lo público. En los grabados de Alan resalta la espiral como textura, relaciona ese trazo con su simbología usual: el infinito, continuación sin fronteras del espacio. En muchas de sus piezas, los personajes suelen desdoblarse como si hubiesen sido interrumpidos por espejos. Los fractales, formas que se repiten constantemente en la naturaleza, también son constantes en su obra. Bajo el microscopio, existen diseños aleatorios que se presentan desde una extraña continuidad, están hechos así, alguien más los imaginó o se imaginaron a sí mismos. Lo que definimos como conciencia no es más que una forma de mirarse desde diferentes perspectivas, de ahí que se piense en la existencia de una conciencia colectiva. Hablamos del ambiente como una cosa abstracta, y quizás lo es. En el siglo XIX la naturaleza representaba un ideal de belleza, en el arte aparecía como tópico amable de exquisitas formas, lo indómito de sus fuerzas no se percibía sino en momentos claves de cada ficción. Los jardines eran metáforas de dominio: la naturaleza modificada por la mano del hombre, la flor que crece para ser observada y cuya utilidad no es otra más que su apariencia, no su función en el mundo sino su valor a partir del observador. Esta distancia se ha vuelto cada vez más profunda al punto de que desconocemos los procesos más obvios de creación y muerte. El desconocimiento de estas relaciones deviene en insensibilidad y desapego. Ya no se pasea por los jardines, ni siquiera se observan, no están. La obra de Alan Altamirano es una interpretación de la naturaleza, de cómo imaginariamente estamos inmersos en sus confines. Los sujetos aparecen en medio de ese espacio exuberante y simbólico, descansan dentro de un caldo amniótico como recién nacidos. Alan imagina una forma de habitar el universo distinto a la del día a día, un camino metafórico para explicar el encuentro —pero también la separación— en una época en la que hemos perdido la capacidad de imaginar y de crear algo por mano propia.