Tierra Adentro

De vez en cuando me preguntan por qué en Oaxaca los artistas parecen surgir de entre los cerros como por arte de magia. Nunca sé bien qué responder, la generación espontánea no existe, para que alguien decida dedicarse a explorar la naturaleza de los objetos, su plasticidad y su falta de dominio sobre el entorno, hay de antemano una serie de factores que enriquecen un caldo primigenio —aunque no autónomo— que llamamos contexto.

En 1999, se publicó póstumamente un ensayo crítico sobre este tema: Atardecer en la maquiladora de utopías, de Robert Valerio, cuyo aporte me parece indispensable pues es un análisis generoso para quien quiera entender mejor cómo funciona el campo cultural y artístico oaxaqueño. Sin embargo, muchas cosas han sucedido desde entonces, el sujeto y el otro como categorías sólidas se han movido de lugar ante la disolución de las promesas neoliberales, y esto ha repercutido en las esferas culturales y sus dinámicas de poder.

Señalaré algunos antecedentes. Después de los acontecimientos políticos del 2006, la escena artística en esta pequeña ciudad se transformó, surgieron colectivos que tomaron las calles como lienzo para protestar contra las estrategias gubernamentales. No obstante, desde entonces dependen del apoyo económico del Estado para mantener un lugar dónde trabajar y seguir produciendo, lo cual resulta cuestionable, contradictorio.

Fuera de eso, me parece que lo interesante de estos organismos es el trabajo de los artistas de manera individual, no su quehacer colectivo. De cierta forma funcionan como catapulta para algunos de sus miembros cuyas estéticas se relacionan con la protesta social a través del grabado, el esténcil, la pintura y el muralismo. Algunos de ellos siguen manteniendo sus espacios o trabajan individualmente.

De aquel parteaguas social a la fecha ese tipo de organización se ha reproducido poco, dando paso a otro tipo de enfoques. Existen ahora diversos espacios de exhibición, talleres de gráfica y centros culturales que funcionan de manera independiente y que buscan subsistir a partir de redes de colaboración en las que se generen recursos necesarios para seguir trabajando. Esto representa una alternativa más libre para generar nuevos discursos sin entablar compromisos burocráticos con las élites culturales.

En medio de este panorama complejo (que lentamente está girando hacia lo independiente) surgen estos artistas quienes, en su mayoría, no se consideran como tales y prefieren ser reconocidos como trabajadores del arte. Quizás esta aproximación hacia la producción, exhibición y venta de arte cambie en los próximos años, pero aquí me interesa dar cuenta de lo que está pasando y puede observarse si uno sale del área de galerías del andador turístico y se acerca a otros lugares.

Para dar esta muestra, un corte casi quirúrgico de la realidad y sus síntomas, parto además de la noción de que en realidad nunca ha existido ni existe una «escuela oaxaqueña de pintura», de gráfica, cerámica, o de cualquier otra disciplina plástica y/o visual. Como Robert Valerio apunta en su ensayo, se trató de un invento de Andrés Henestrosa, a quien se le salió ese comentario desafortunado que ha sido aprovechado por el discurso oficial en sus diferentes niveles, explotando aquella idea para colorear un imaginario colectivo.

La «escuela oaxaqueña de pintura» fue un fenómeno comercial parecido al «boom latinoamericano» de la literatura durante los sesentas, de hecho, el concepto de realismo mágico que surgió para tratar de explicar las similitudes de la narrativa latinoamericana desde México a la Patagonia, también fue utilizado con las modificaciones que se requieren en las artes plásticas y visuales. Acabo de leer un ensayo de Guadalupe Loaeza, «Oaxaca mágica», en una revista del gobierno del Estado de Oaxaca, donde se describe este lugar a partir de aquel exotismo añejo, esa mirada dominante sobre el otro.

Volviendo al planteamiento principal, para que alguien decida dedicarse al arte se necesita un compromiso fuerte consigo mismo al aceptar que en la mayoría de los casos, se vivirá de manera precaria y muchas veces se deberá renunciar a la comodidad estética y a lo que los poderes fácticos nos hacen valuar como éxito personal, para emprender otra clase de búsquedas sin saber a ciencia cierta si habrá resultados concretos, o si se llegará a algo, o si vale la pena.

Dudar de uno mismo formará parte del trabajo cotidiano, y por ello el arte es también un ejercicio no heroico ni rebelde (etiquetas utilizadas con frecuencia como marketing), sino la actividad natural y orgánica que acompaña a ciertas personas al construir su propio medio de expresión. Por supuesto, no hablamos de una característica inusual, tampoco de genio o talento, herencias románticas del sujeto, sino de una forma de cohesión social que hace mucho se desprendió de su carácter religioso para integrar una facultad de la conciencia individual. El arte no ha sido arte desde siempre, como la noche.

¿Qué sucede ahora, cuando sabemos que en las últimas décadas los alcances devastadores del neoliberalismo dieron paso a una era necrótica[1] donde la muerte se ha instaurado como moneda de cambio regular, como ganancia y/pérdida, que las repercusiones de estas políticas necróticas, con nuestra ayuda, han transformado el clima y generado fenómenos aniquilantes, y que por ello cada vez se vuelve más necesario sentarnos a conversar, a convivir y con suerte a construir otro tipo de lazos con el otro?

En Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación (2014), Cristina Rivera Garza se pregunta algo parecido respecto a la escritura: ¿cómo y para qué escribir si nos rodean cadáveres producto de estas políticas necróticas, si el poder encarnado en sus diferentes manifestaciones, disfrazado a veces bajo otro rostro, refuerza sus medidas para mantener intacto y operante el mismo estado de las cosas? Para Cristina, una forma de hacerlo es a partir de lo que llama necroescrituras y desapropiación, estrategias para escribir contra el poder no sólo a partir de lo que se dice, sino cómo y desde dónde se dice.

Para mí, el arte actual, sin importar qué tipo de soporte o medio utilice, es valioso por su capacidad de abrir discusiones, a veces como monólogos interiores que pueden transformarnos, y otras a través de la convivencia y la participación, generando espacios en blanco que permiten el paso del que va a pie para relacionarnos sin formar parte de los mecanismos del poder. A lo mejor estoy siendo demasiado optimista y al final las cosas tengan el desenlace de siempre, pero ¿acaso nos queda otra posibilidad?

Aquí nombro a algunos artistas/trabajadores del arte emergentes en Oaxaca, quienes producen y exhiben actualmente. Por supuesto que la lista está incompleta, pero es un adelanto, una muestra: Jannis Huerta, Abril Salgado, Pavel Acevedo, Pirí Sosó, Adriana de la Rosa, Julio Villavicencio, Daniel Pacheco, Beatriz Rivas, Eriso Chac, Unkle Evolve, Cawamo, Irving Herrera, Eva Macías, Iván Bautista, Edith Chávez, Baltazar Castellano, Alan Altamirano, María Isabel Sánchez Salgado, Carlos Bautista, Los Tlacolulokos, Jesús Flores, Samuel Gardner, Félix Serrano Villalobos, Pako Altamirano, Emmanuel Yost.

 

Nota: El trabajo de algunos de estos artistas puede ser consultado en entradas anteriores de esta columna.

 

 

 

 


[1] El necrocapitalismo o capitalismo gore es un término empleado en los últimos años por diversos escritores, sociólogos y analistas para referirse a la fase actual del neoliberalismo, donde el aumento y la acumulación del capital en un nivel trasnacional es equiparable a la producción global de muerte. En ese sentido, los Estados protegen, promueven y se benefician de las políticas inhumanas de las corporaciones y de las guerras que estas circunstancias provocan, explotando el medio ambiente hasta destruirlo, marginalizando a sus habitantes/empleados para crear situaciones de violencia, pobreza, desplazamiento, despojo y muerte en sus propias comunidades.