La bicicleta y yo
En mis experiencias traumáticas más recientes ha estado presente la bicicleta. Dos tipos me asaltaron a mano armada mientras cargaba mi bici para cruzar las vías del tren. Pedaleaba alegremente hacia la universidad cuando fui arrollada por una camioneta de señora. Dos veces salí de eventos que cubría para el periódico y no encontré en el bicipuerto más que un candado roto. Ninguno de esos eventos me ha quitado el gusto de pedalear por la ciudad.
Hace cinco años que me transporto regularmente en bicicleta. Primero en Toulouse (Francia), luego en Guadalajara (México) y ahora en Madrid (España). Y en definitiva no empecé a hacerlo por mi amplia conciencia medioambiental. Tampoco tenía inquietudes de activismo ciudadano ni estaba intentando ser fashion o cool. Incluso, más de una vez me avergoncé de ir cargando con tantos tiliches, de llegar sudada a los lugares o de complicar algún traslado grupal. La razón de mi necedad era más simple: necesitaba desplazarme distancias medias y quería ahorrarme los euros del transporte.
Entonces me empecé a enamorar de la bicicleta, que hasta el momento había sido –si acaso– un buen recuerdo de infancia. Descubrí las múltiples bondades de las dos ruedas y me hice adicta a avanzar con la sensación del aire en la cara. Conocí los entresijos de la ciudad en la que crecí y de las que elegí para escaparme un rato. La bici mejoró mi humor y mi economía. Y me dio la idea (y el pretexto) para hacer un proyecto de fotos urbanas que se convirtió en un librito: Ciclovista Guadalajara.
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Cada vez es más común ver, en Guadalajara y otras ciudades, a jóvenes que optan por este medio de transporte. Pero hace apenas cinco años, al menos yo no contemplaba otra opción que no fueran los desplazamientos motorizados. Primero, por las largas distancias de una ciudad que ha crecido sin ningún control, y cuya infraestructura se ha planteado en función del automóvil. Después, por el enorme déficit de cultura vial de los tapatíos, personificado de manera magistral por los temerarios camioneros. Y quizá lo más importante: porque apenas surgían, o eran muy jóvenes, las asociaciones ciudadanas en pro del ciclismo urbano. En el último lustro no sólo se han multiplicado, sino que han logrado tener una presencia importante en la ciudad. Con la bicicleta como estandarte han promulgado los valores de ecología, la ciudadanía y el activismo, y las redes sociales han contribuido para que muchos tapatíos hayan comenzado a escuchar.
También la Vía Recreactiva, que cumplirá diez años en septiembre de 2014, ha sido un factor fundamental para este paulatino cambio de mentalidad. Basta con salir un domingo a alguna de las avenidas reservadas a bicicleteros y peatones, para respirar una atmósfera de ciudad amable y cosmopolita.
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Cuando regresé de Europa (en 2009) y decidí que también quería ser ciclista en Guadalajara, más de alguno consideró que era un acto poco menos que suicida. Especialmente mi papá, quien insistió en que abandonara cuanto antes mis ideas progre: las cosas no funcionaban igual en nuestro entorno y era demasiado riesgoso pretender lo contrario.
Y es cierto que no es cualquier cosa transportarse en bicicleta en una ciudad con más de un millón y medio de automóviles. O mejor dicho, en las ciudades en general. No en vano existe el movimiento global de Bicicletas Blancas (o ghost bikers), con el cual los grupos ciclistas denuncian la muerte de sus colegas en accidentes que involucran vehículos de motor. Las viejas bicis blancas colocadas como esculturas urbanas en postes o camellones buscan crear conciencia sobre las vidas perdidas en la ruta.
Aun así, seguí adelante con mis planes. Me compré una linda bicicleta antigua en el tianguis de El Baratillo y empecé a hacer mis traslados en bicicleta. Me atropellaron una semana después. Afortunadamente no fue nada grave. Lo peor fue el tremendo susto, después algunos moretones y claro, el golpe al ego. Pero no podía desistir tan pronto y decidí equiparme lo mejor posible: casco, luces, timbre, guantes y un espejo circular que fue el punto de partida para la serie de fotos de Ciclovista Guadalajara.
Con esas imágenes hechas a través del retrovisor, quise decir que mi percepción de la ciudad cambió por completo cuando me convertí en ciclista. Nací y crecí en Guadalajara pero durante muchos años la vi casi siempre desde el coche en movimiento. A una fría distancia que creía natural, y que sólo se fue rompiendo al ritmo del pedaleo.
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También mi relación con la bicicleta ha ido cambiando con el tiempo. Aquel proyecto fue posible gracias a mi desempleo post-universitario, pues mi ocupación en esos días consistía básicamente en pasear y hacer fotografías. Inevitablemente el libro reflejó esa visión romántica: estaba convencida de que la bicicleta era el culmen de la civilidad y una herramienta con todo el potencial para cambiar el mundo.
Luego me convertí en reportera y mis días se llenaron con prisas. La bici adquirió de nuevo el carácter utilitario que me impulsó a adoptarla en un principio, pues sin duda era la mejor opción para moverme por el centro de Guadalajara y sus alrededores. A las muchas ventajas del pedaleo urbano se añadió el combate contra el estrés. Pero después de la segunda bicicleta robada fue inevitable mi desencanto con la ciudad y con el ciclismo.
Ahora en Madrid he regresado a un justo punto medio. Tengo una bicicleta plegable que utilizo más para el ocio que para el transporte habitual, y así la ciudad es más disfrutable. A diferencia de Toulouse, la capital española no tiene demasiadas ciclovías, pero las bicicletas tienen su sitio en el segundo carril de la derecha –a un lado de los autobuses— y los automovilistas son bastante respetuosos.
Sigo creyendo que la bicicleta tiene la capacidad para cambiar al mundo. Y más en estos tiempos, cuando está comprobado que la principal causa del cambio climático es la quema de combustibles fósiles. Pero hablar en escala global es demasiado.
Lo que es seguro es que la bici mejora las experiencias individuales de quienes emprenden una relación con ella. El ciclista se ahorra la membresía del gimnasio. No gasta en metro, ni autobús, ni combustible. No pierde el tiempo en atas automovilísticos o en encontrar estacionamiento. Se conoce las calles como su mano. Avanza con una sensación de libertad que nunca podrá darle un traslado bajo tierra. Y ya de paso, reduce su injerencia en esa amenaza latente llamada calentamiento global. Es menos parte del problema y más de la solución.