Jean-Jacques Pauvert, la (media) vida de un editor
Desde niño Jean-Jacques Pauvert convivió con los libros. A su pequeña casa de piedra en la localidad de Sceaux, cerca de París, llegaban siempre nuevos volúmenes gracias al oficio de su padre, periodista. Algunos eran comentados en familia, lo cual fortaleció su afición a la lectura. Otros le abrieron un panorama distinto del hombre y la vida. Pésimo estudiante, Jean-Jacques se dedicó a devorar todo lo que buenamente caía en sus manos: Jules Verne, Victor Hugo, Alexandre Dumas, Maurice Leblanc, Octave Mirbeau, Jules Renard, Jules Romains, Georges Duhamel, Alfred Jarry, pero también la Afrodita de Pierre Louÿs, Las flores del mal de Baudelaire, Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos o las novelas sensuales de Colette. «A veces mi familia discutía sobre si podían permitirme que leyera tal o cual título, y la discusión terminaba siempre igual: de todos modos, ¿cómo íbamos a poder impedírselo? Mi padre era infinitamente indulgente. Mi madre me quería demasiado para obligarme en ningún sentido. Yo, mientras tanto, seguía explorando en los libros.» Leer, pues, se convirtió en la divisa de su existencia. Leer a cada momento, leer siempre, leerlo todo. A los doce años centró su atención, página por página, en el Diccionario de la lengua francesa de Émile Littré, que dos décadas después reeditaría. A los quince, tras abandonar la escuela, su padre lo llevó con el legendario Gaston Gallimard para conseguirle un empleo como ayudante en una de sus librerías, ubicada en el bulevar Raspail de la «Rive Gauche» de París. Así comenzaría uno de los capítulos esenciales del mundo editorial francés del siglo XX.
Gracias a las enseñanzas de su tío André Salmon, poeta y amigo de Max Jacob y Apollinaire, Jean-Jacques pudo desenvolverse mejor en su trabajo. Caía bien entre los autores que frecuentaban la editorial Gallimard: Jean Paulhan, Raymond Queneau, Marcel Aymé, Henri de Montherlant, Jean-Paul Sartre, Jean Genet y Albert Camus. Por su parte, el ansia de seguir leyendo lo acercó a la obra de Jean Cocteau, Blaise Cendrars, André Gide y Louis-Ferdinand Céline. Al tiempo que se codeaba —en persona o en papel— con la crema y nata de las letras francesas, entabló amistad con agentes comerciales y libreros de todo tipo, incluyendo los que se dedicaban a distribuir ediciones clandestinas como el judío Simon Kra que «paseaba su alta silueta por todo París portando una cartera de cuero repleta de libros. Dirigía una librería clandestina para la gente de la profesión, en la calle Gozlin, en Saint-Germain-des-Prés, a la que se accedía por un pasillo. Nos llevábamos bien. Me hice con una pequeña clientela, integrada sobre todo por los asiduos de Gallimard que no encontraban todo lo que buscaban en el bulevar Raspail. Por lo visto, no tenía derecho a hacerlo, pero me daba igual». Sus relaciones con libreros como Kra, lo familiarizaron con los libros eróticos hasta que, en el invierno de 1942, un evento sorpresivo perfilaría su futura vocación: «Un agente de librería, con el que ya había hecho algunos negocios, me propuso discretamente en un rincón de la librería Gallimard un pequeño lote de libros. Destapó un poco el papel para que viera las portadas: ahí estaban El coño de Irene y La historia del ojo —en ediciones originales clandestinas— y los tres volúmenes “hors commerce” de la edición Stendhal et Cie (1931-1935) de Los ciento veinte días de Sodoma. Pedía una suma pequeña, no era demasiado caro. Los ciento veinte días de Sodoma fueron saldados a finales de los años treinta; los otros dos apenas los buscaba nadie. Compré.» La lectura de la obra del Marqués de Sade lo dejó estupefacto. Entendía muy poco y, sin embargo, «la voz que resonaba en el texto, unas veces explosiva como un trueno, otras dulzona, sustentada en una enorme comicidad, no se parecía a nada que hubiera leído». Desde ese momento, Jean-Jacques se aficionó a la obra de un autor soterrado (o utilizado en algunos círculos intelectuales sólo como hipótesis de trabajo) que eventualmente sustraería del olvido. Sade, es cierto, era indecente, ofensivo, obsceno, vulgar, técnicamente limitado pero, en todo caso, interesante para cuestionar los propios alcances de la literatura. Además de la obra editada, le debemos a Pauvert una estupenda biografía del Divino Marqués.
En 1945 Jean-Jacques tuvo la idea de fundar una revista y bautizarla con el nombre de Palimugre, palabra que él mismo había inventado. Para tal efecto escribió un manifiesto que envió a varios escritores con el objetivo de obtener colaboraciones. Sólo Marcel Aymé respondió. En el verano de ese mismo año leyó en los Cahiers du Sud un texto de Sartre titulado Explicación de El extranjero de Albert Camus y le gustó tanto que buscó la autorización del filósofo para publicarlo en su revista. A la hora de entrevistarse con Sartre (bajo la mirada inquisitiva de Simone de Beauvoir), le propuso publicar su ensayo en forma de libro, a lo que Sartre accedió gustoso. Así, de manera accidental —casi imprudente— nació su carrera como editor. Una carrera que se prolongaría por más de medio siglo.
Gracias, en parte, a Pauvert, la obra de Sade comenzó a ser conocida más allá de los círculos pornográficos clandestinos. A principios de 1947 imprimió el prólogo a Los crímenes del amor titulado Ideas sobre la novela. Aunque la Cooperativa del Libro a la que se había asociado para distribuir sus ediciones, no se comprometió a ofrecerla en todas partes, a finales de ese mismo año salieron los dos primeros volúmenes de la edición íntegra de La historia de Juliette, obra que lo situaría en el inequívoco mundo de las empresas vigiladas por la policía. Ya teniendo encima las indagatorias de la Brigada Antivicio, Pauvert comenzó a planear la edición íntegra de las obras del Divino Marqués, empresa que le costaría once años de litigios y crearse una fama oscura entre erotómanos y pervertidos que le ofrecían juguetes sexuales para acompañar las ventas de sus libros o participaciones directas en tríos y orgías. «Por mi actividad de editor —escribe Jean-Jacques en La travesía del libro, el primer volumen (y único publicado hasta ahora) de sus memorias— me veía en cierto modo rechazado por la sociedad. Con algunas reservas estrictamente formales, pero en cualquier caso rechazado. El acto esencial que yo quería hacer realidad (algo a ciegas, no lo negaré), la publicación íntegra y oficial de Sade, tropezaba con una serie de barreras que parecían infranqueables. Me veía relegado a la clandestinidad por obras que me importaban. En la producción editorial contemporánea nada me parecía destacable, y todavía menos entre los escasos manuscritos que me ofrecían».
Pero esta situación cambiaría en enero de 1954, gracias a Jean Paulhan que, extasiado, le ofrecería el manuscrito de un «amigo» suyo que contenía una obra excepcional destinada a ocupar un lugar en la historia de la literatura. Con más tedio que ganas, Pauvert revisó el texto de un tirón y quedó fascinado. «A la una de la madrugada leí la última línea, sin aliento. Este es mi libro, le dije a Christiane. Paulhan tenía razón: era el texto que yo buscaba desde hacía años. Sí, soy el editor de Sade, y está muy bien, pero con Historia de O voy a marcar época. Es verdad: yo era el editor soñado para Historia de O, igual que Historia de O es el libro que yo soñaba. No ocurre dos veces una coincidencia como ésta en cincuenta años… Deliraba». Poco después, Jean-Jacques conocería a la autora —amante del propio Paulhan—, Dominique Aury, que firmaría su obra con el seudónimo de Pauline Réage. Hoy Historia de O es una de las obras esenciales de la literatura erótica del siglo XX, entre otras cosas por ser la primera en abordar poéticamente el tópico del sadomasoquismo y la servidumbre sexual. Aunque nunca llegó a juicio, casi inmediatamente después de su publicación, la obra fue denunciada ante la Comisión del Libro por ofender las buenas costumbres.
En ese mismo año, 1954, la relación entre Jean-Jacques Pauvert y André Breton se estrechó considerablemente. Pasaron de ser simples conocidos que de vez en cuando intercambiaban comentarios sobre algún tema, a buenos amigos que se sugerían la lectura de textos prohibidos o poco conocidos. Gracias a este intercambio de referencias, Pauvert pudo editar Melmoth el errabundo de Charles Maturin, El ladrón de Georges Darien, A los pies de Omphalos de Henri Raynal, Monsieur Nicolas de Restif de La Bretonne y El concilio del amor de Oskar Panizza. El retrato que Pauvert nos ofrece de Breton es atípico pues no lo muestra, como suele hacerse, como un individuo soberbio e intransigente, sino como una persona agradable, bromista y dispuesta al diálogo: «¿Un Papa autoritario, él? ¿Un dictador? Era todo lo contrario. No he conocido a ningún hombre más abierto, más accesible. Usaré la palabra en su sentido lato: más encantador. Naturalmente, en cuanto olía la impostura, la explotación de los falsos valores, el fraude intelectual, cortaba en seco, se enojaba. Los complacientes no se lo perdonaban. Me gustaba muchísimo su humor, con esa manera tan personal de poner en entredicho los tópicos, las frases hechas, como sin rozarlas. Sirva de ejemplo esta famosa réplica de sus mejores años: “¿Tiene usted amigos? —Ninguno, amigo mío”».
Además de editar los Manifiestos del surrealismo, Martinica encantadora de serpientes, Arcano 17 y la Antología del humor negro de Breton, Jean-Jacques amplió el catálogo de su sello publicando a autores tan importantes como Pierre Klossowski, Claude Simon —Premio Nobel de Literatura en 1985—, Georges Bataille —con el que mantuvo también una relación muy estrecha— y Boris Vian, al que jamás conocería de manera profunda debido a su repentina muerte en junio de 1959, víctima de un ataque cardíaco que lo sorprendió en el cine mientras asistía al estreno de la película basada en su novela Escupiré sobre vuestra tumba. La década de los sesentas fue, sin lugar a dudas, la más exitosa para Pauvert quien, de manera rápida y sencilla, se hizo de los derechos de la obra completa de Raymond Roussel, —«el mayor magnetizador de todos los tiempos» según Breton— después de negociar con su sobrino y albacea el duque de Elchingen, dio a conocer (además de algunos otros libros de arte), El mito trágico de «El Ángelus» de Millet de Salvador Dalí. Contrario a lo que pudiera suponerse, «a Breton le interesó mucho la aventura del Ángelus. Cuando iba a visitar a Dalí, a mi regreso solía preguntarme y ponía mucho interés en lo que yo le contaba. Del mismo modo que manifestaba a la mínima ocasión, y de forma tajante en pocas palabras, el desprecio que le inspiraba Aragon (más que justificado, prácticamente diría que día a día por los artículos de Aragon en la prensa comunista), siempre hablaba de Dalí con consideración. Vaya, no se trataba de volver a ver a “Avida Dollars”, pero lo tenía incontestablemente por un espíritu poseído por el genio».
A mediados de esa década, en agosto de 1965, Jean-Jacques se vio envuelto en un pequeño escándalo que suscitó la animadversión de muchos de sus colegas. Pierre Démeron, editor en jefe del semanario Nouveau Candide, publicó sin autorización extractos de una charla privada que sostuvo con él mientras paseaban por el bulevar Saint-Germain. Las fuertes declaraciones de Pauvert sobre el mundo de la edición y los editores, consolidaron una postura que no se modificaría demasiado a partir de entonces. Con notable lucidez, Pauvert criticaba no sólo el impostado mesianismo de muchos editores que se sienten superiores a los autores que publican, sino la inflexible mentalidad empresarial que en aquella época ya empezaba a definir la orientación de la industria editorial francesa, obligándole a publicar cualquier cosa aunque fuera de mala calidad. Esta saturación nociva del mercado que convertía a los libreros en simples desempaquetadores fue descrita por uno de los editores más importantes del siglo XX con las siguientes palabras: «No, la edición no está enferma, son los editores. Los libros nunca se han vendido tan bien, y se venderían dos veces mejor aún si no se publicara cualquier cosa. Para un editor literario, es decir, que busca descubrir manuscritos, autores nuevos, hay dos políticas. La primera, la de los Gallimard, Julliard, Seuil, es decirse: “Cuantos más libros publiquemos, más posibilidades tenemos de ganar el Goncourt, el Fémina, o de descubrir una nueva François Sagan”. Un editor que aplica esta política y que ha publicado en un año digamos que veinte novelas, no puede al año siguiente publicar menos títulos, sea buena o mala su cosecha, so pena de ver descender su cifra de negocios. La locura es que se ve obligado a practicar una política de masa, de probabilidades. Desde luego, de vez en cuando, dentro de la masa hay un Le Clézio. Pero a un editor que entre cincuenta novelas me da un Le Clézio lo felicito, no lo admiro. Ha colocado bien su dinero, es todo lo que se puede decir de él. Un editor que publica únicamente tres novelas y dos de ellas son buenas, eso es admirable».
En La travesía del libro Pauvert da cuenta sólo de la mitad de su vida. Hasta ahora, un segundo tomo (si es que existe), no ha salido a la luz ni en francés ni en español. Sus memorias, sin embargo, son un documento imprescindible para ahondar en las principales tendencias de la literatura francesa del siglo XX y en la tarea del editor, aun en tiempos cargados de saturación y mala calidad, o precisamente por eso. Aunque en varias ocasiones este oficio se le revelara a Pauvert como una profesión demasiado ostensible, casi frívola, sus recuerdos están cifrados por la ansiedad propia del lector emocionado que pretende dar a conocer a los demás los textos que lo han marcado. Leer, leer a cada momento, leerlo todo fue, no sólo la divisa de su existencia, sino su legado para la posteridad. No resulta descabellado pensar que el 27 de septiembre de 2014 Jean-Jacques Pauvert murió leyendo, algo que, por increíble que parezca, ya no hacen muchos editores de la actualidad que se han convertido en simples gerentes de ventas.