Tierra Adentro

Estoy sentado en la terraza de una cafetería de Coyoacán escribiendo esto. Lo hago a mano, en un cuaderno que suelo llevar conmigo para cuando me llega la inspiración y estoy en público, porque si escribo mis ideas en el teléfono parece que sólo estoy enviando mensajes de texto. La verdad es que no se me ocurrió nada, pero acabo de descubrir a una chica guapa que me observa desde la mesa contigua y necesito verme interesante. El viejo truco del cuaderno y la inspiración súbita nunca falla. Cuando termine de escribir esto levantaré la mirada con cara de artista y haré contacto visual.

Esto lo escribo a toda velocidad porque necesito fingir que estoy anotando otra gran idea. Después de sostenerle la mirada unos segundos la chica me sonrió, y yo respondí acariciándome la barba y clavando la vista de vuelta en mi cuaderno, como si verla me hubiera inspirado. Sigo escribiendo porque tiene que parecer que es una idea compleja, así que más vale que mi cara de concentrado sea creíble y que no se note que sólo estoy haciéndolo para rellenar hojas.

Carajo, me acabo de dar cuenta de que hay un pendejo sentado del otro lado del café que lleva un rato echándole ojo a mi musa. El muy cretino también está escribiendo algo a mano, en un cuaderno más bonito que el mío y para colmo, fuma cigarros liados por él mismo. Pediré un whisky aunque sean las once de la mañana.

El whisky con trabajos me está pasando, pero la chica parece definitivamente más interesada en mí que en el idiota del otro lado. Como no quiero interrumpir y mirarla tanto porque se supone que estoy muy concentrado escribiendo algo genial, procedo a transcribir una conversación que estoy escuchando en la mesa de atrás de mí:

—¿Está sabroso el calorcito no?

—¿De verdad vamos a hablar del clima?, ¿no podemos hablar de algo un poco más profundo?

—Pues de hecho estaba citando a Proust.

—¿No te refieres a Camus? Esa frase me suena como de El extranjero.

—Camus, Proust… franceses al final del día.

—Oye, ¿ya viste? Creo que el tipo de enfrente es escritor. Mira cómo escribe y escribe en su cuaderno de notas.

—¡Es cierto! Además está bebiendo whisky a las once de la mañana. Esa es señal inequívoca de que estamos frente a un verdadero artista.

—Mira cómo escribe ahora sobre una servilleta. Seguro es de esos tipos geniales a los que cuando están inspirados nunca les alcanza el papel.

Sí. Esto lo escribo sobre una servilleta. Tuve que fingir que mi cuaderno se había terminado y pedirle unas a la mesera porque el cretino del otro lado del café ahora está ojeando un ejemplar desgastado de Dublineses y ya me robó la atención de la susodicha. Escribir en servilletas es muy romántico y extravagante pero sumamente incómodo. Se rompen con demasiada facilidad y caben muy pocas palabras en ellas. Solamente en este último párrafo he utilizado cuatro y el resto están en condiciones lamentables porque para variar con la salsa del huevo la barba me quedó hecha un batidillo.

Lo de la servilleta no funcionó. La chica sigue haciéndole ojitos al pendejo de Dublineses y ahora me siento bastante estúpido. Se me terminaron las servilletas, se me están empezando a subir los whiskys y para acabarla de joder tengo la barba bañada de salsa verde. También tuve que empezar a escribir en mi teléfono, que es precisamente lo que quería evitar. Ahora es cuando me vendría bien ser un escritor famoso y que en este momento alguien se acercara a pedirme que le firmara un libro. Eso sin duda recuperaría la atención de la chica. Lo más que se me ocurre es sacar uno de los ejemplares del libro de poesía que publiqué hace unos años y que siempre traigo en la mochila (porque no se encuentran en tiendas), entregárselo al mesero y pedirle que me traiga la cuenta escondida dentro.

Ya está. El mesero me va a seguir la corriente. Tuve que agregarle un billete de doscientos pesos porque al parecer un libro gratis de poesía no es suficiente paga para él, pero con esto sin duda la chica es mía. Ahora sólo espero que la tarjeta pase.

¡Pero qué lugar más pinche caro! Logré llamar la atención de la chica pero me costó mucho trabajo fingir alegría y satisfacción cuando en lugar de mi libro lo que firmé fue una cuenta de casi 500 pesos. Esos cinco whiskys resultaron un auténtico atraco y ahora que lo pienso no me siento muy bien. Acaban de dar las doce y media del día y ya estoy un poco borracho.

La perdí. El cretino de enfrente se acaba de acercar a su mesa y le declamó un poema que supuestamente le acababa de escribir. No me ayuda la borrachera, que al parecer es muy evidente porque desde hace un rato el resto de los comensales me miran con cierto desprecio. Se nota que nunca han conocido a un verdadero artista. Por mí se pueden ir mucho a la mierda todos, incluida la chica guapa y el poeta maldito que me la robó.

Al parecer eso último lo grité en lugar de escribirlo porque ya amenazaron con llamar a una patrulla. Hora de emprender la retirada. Hasta la próxima, queridos lectores.


Autores
(Ciudad de México, 1985) es autor de Y, sin embargo, es un pañuelo (Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2014). Estudió la Licenciatura en Comunicación en la Universidad Iberoamericana, donde no ha regresado y quedó a deber varias cuotas de estacionamiento. Es apasionado del cine, de Monty Python y de escribir semblanzas biográficas en terecera persona. Tuitea como @emedebaena