Tierra Adentro
Mural de Kaoz que narra, a manera de códice, una historia crítica de la ciudad. Fotografía por Karenina Romez.

O de cómo se vive el arte urbano en una Ciudad Patrimonio de la Humanidad

 

Las grandes construcciones contemporáneas se contraponen a los edificios históricos; sin embargo, no es así en las Ciudades Patrimonio de la Humanidad. El tiempo se vuelve estático y no existe el diálogo arquitectónico. En este recorrido por Guanajuato, Citlalli Sánchez aborda la apropiación visual en una ciudad congelada en su historia.

 

Bien podría ser que el flâneur de

nuestros tiempos vista con jeans, tenis

y lleve en su mochila un aerógrafo.

La vida contra la eternidad

Eugenio d’Ors

 

Luego de vivir diez años en Guanajuato, comienzo a ver con gusto y hasta con placer estético a las ciudades industriales. Los muros descarapelados de los cascos históricos son casi una invitación para su intervención; sus centros viven entre un arte urbano experimental pero ejercitado y las viejas tiendas con algunos de sus habitantes de antaño. Podría decirse que el tiempo parece dialogar ahí, a diferencia de Guanajuato, con algo que el turista quizá no advierte o, si acaso, mira con encanto: el tiempo congelado de la ciudad patrimonio. Los muros son rápidamente pintados, pese a que tampoco hay una restauración excesiva, como el habitante notará después. Ello no impide la expresión, aunque sí la limita: la ciudad, con su forma de plato roto, crea espacios casi íntimos, escondrijos, oasis en plazuelas entre los intrincados callejones que permiten su intervención, muchas veces “clandestina”. No se trata del no-lugar de Marc Augé, aquel espacio que podría encontrarse en cualquier lado (estaciones, aeropuertos, debajo de los puentes, etc.). Por el contrario, aquí está el lugar cargado de la cercanía duradera de sus cohabitantes, cómodo o no para el turista, el estudiante o el fuereño, con sus expresiones limitadas y censuradas, y sus escenarios constreñidos a la oferta y al calendario cultural oficial.

En Guanajuato, un mural rompe con los faroles, la mampostería y los balcones. No es que esto no sea bello, pero como denuncia Frederic Jameson (Foster, 1988, p. 177), hay algo de esquizofrénico en la conservación del pasado. Hay que decir de Guanajuato lo mismo que Koolhaas dice sobre París: “París no puede ser ya más parisiense” (Koolhaas, 2007, p. 8).

La forma de las ventanas, el mobiliario urbano, la paleta de colores y el estilo de la arquitectura son determinados según una interpretación anacrónica e idílica de Guanajuato; cualquier intervención parece irrumpir en la imagen urbana y modificar la dinámica social, quizá porque el recurso (graffiti y mural), y el lenguaje expresado en ellos, nos parecen más presentes, lo que nos permite una mayor identificación. Así se logra una genuina apropiación del espacio; es el caso de las intervenciones en mural de Víctor Segoviano, Lilia Basulto y David Kaoz.

 

VÍCTOR SEGOVIANO

Víctor (Guanajuato, 1980), el Beni, nació en Barrio Alto, una especie de Casbah como la de Argel, donde ningún francés osaría meterse. Después de algunos años, Beni regresó a su barrio. Nadie sabía muy bien a qué se dedicaba porque él hace de todo: dibuja, pinta, diseña, construye y toca la guitarra. Un buen día, sus vecinos le pidieron que les trazara una virgen. Él sólo puso dos condiciones: 1) lo haría el próximo sábado, pues ya tenía que pintar otros murales, y 2) el muro debía estar blanqueado a su llegada. Dudó de que cumplieran el segundo requisito, pero se emocionó cuando llegó y vio el muro blanco. Comenzó a trazar; le llevaban un refresco, una torta, un banco, le hacían plática.

—¿Y qué estudiaste, Beni? ¿Qué haces tanto tiempo viajando?

Terminó el trazo. Al principio sólo pondría a la virgen, pero sobró espacio y acomodó a Juan Diego y le dio profundidad pintando de fondo la Bufa. Quedó tan bien que los vecinos se anticiparon; pensaron que ellos podrían arruinarla si la pintaban:

—Beni, píntala de una vez, ¿no?

—Pero yo no sé usar el aerógrafo, sólo pinto con acrílico y óleos.

—Te los compramos pues, con que coopere todo el barrio, es que queremos estrenarla el 12 de diciembre.

Beni reservó sus fines de semana para terminar el mural, sacó sus viejos óleos atl y sus pinceles; al final puso su nombre: Víctor Segoviano

—¿A poco así te llamas?

Desde entonces el Beni quedó atrás, todos le llamaron Víctor. Un año después, Víctor le dio unos retoques al mural: utilizó al señor de la frutería como modelo para trazar a Juan Diego. El barrio se encargó de asegurar un pedestal que resguardara el mural poniendo una rejilla, un tejado y unas luces. Se pintó también un medallón donde se inscriben los nombres de los fallecidos del barrio.

Cada 12 de diciembre el fiestón de la virgen se arma en torno a ese mural, aunque hay otras vírgenes pintadas muy cerca de la suya. Víctor fue a tocarle un día la jarana a la virgen, aunque él no es ni religioso ni guadalupano, pues en cierto modo tampoco se siente ajeno; “la virgen es un símbolo de los cholos”, me dice. Pero el fino trazo y la belleza de esta virgen ya no es sólo esto, sino referencia necesaria y vanidad de Barrio Alto. La dinámica no habrá cambiado mucho para sus habitantes, quizá para quien más cambió fue para Víctor. “Me he ganado su respeto, pero un respeto bueno”, expresa. Me imagino a Víctor de niño, ávido por la pintura y la música en un barrio más bien agreste; algo parecido al caso de Lilia.

 

LILIA BASULTO

Lilia (Jalisco, 1982) llegó a Guanajuato —sola y con su tez blanca— al barrio del Ejido, otro enclave entre los cerros y el centro. Frente a su casa solía juntarse la barriada a beber, fumar y otras monerías menos inocentes. Lilia llegaba a casa temiendo encontrarlos o simplemente con el anhelo de dormir en silencio. Cabe decir que Lilia Basulto es una pintora extraordinaria; su búsqueda no es sólo plástica: en sus cuadros uno podría leer una investigación, como en su trayectoria. Sus trazos, la composición, la atmósfera creada en ellos los hace obras únicas. Imagino a la pintora pensando alguna solución al peligro y al ruido que estaban cruzando el umbral de su puerta. Fue así que solimes de anticipación a los niños para pintar un mural frente a su casa. Pensó en pintar nopales, como algo simple para que hasta los más pequeños pudieran participar. Era también un modo de “sembrar” un área verde utilizando una planta endémica. Los más pequeños pintaron las tunas, otros las pencas, de colores, mariposas y pájaros. Mientras los niños pintaban, sus madres hablaban; fue el encuentro —cuenta Lilia— de familias que aunque eran vecinas no se hablaban desde hace un tiempo. Con un escueto pretexto, por lo menos aquel día, el barrio se encontró; lo pintado es un testimonio que, además, se reverbera en el habla: Lilia escucha desde su balcón, “éste lo pinté yo”, “el pájaro es de mi hermana”.

Como un conjuro, las reuniones se fueron aplazando hasta recorrerse de sitio. Del mural gris a los nopales coloreados hubo un cambio que acaso tenga que ver con la teoría de los vidrios rotos de George L. Kelling: cuando cambiaron los vidrios rotos del Bronx neoyorquino, el índice de delincuencia disminuyó. Lilia intervino el espacio para mostrar su trabajo y ponerlo al servicio del barrio, encontrando también su lugar en la colonia.

 

DAVID KAOZ

Kaoz (Guanajuato, 1980), poco conocido como David Gómez García, vive en Irapuato, estudió Diseño gráfico y la maestría en Artes en la Universidad de Guanajuato. Ha pintado innumerables murales dentro y fuera del país. En Guanajuato dio varios talleres en colonias marginales como La Venada.

Hace un par de años buscó una pared más protagónica y menos periférica, y encontró un muro que puede verse desde la Plaza de la Paz. Del Pípila hacia el centro necesariamente se pasa por ahí. La idea del mural le gustó a los dueños estadounidenses y apoyaron para fondear la pared. tan 473, una asociación artística que radica en Guanajuato, apoyó con las pinturas. Se invitó a pintar a los niños de las colonias donde ya se habían dado los talleres, y a los vecinos del lugar. El trazo es principalmente de Kaoz, aunque hay otras intervenciones. El mural, aunque parece ingenuo, narra, como si se tratara de un códice, una historia crítica de la ciudad. Para esto integra iconografía local, como la serpiente emplumada del sitio arqueológico de Plazuelas; a su alrededor se leen los tres nombres de la ciudad: Kuanasïuato, del vocablo purépecha que significa “lugar de las ranas”; Mo-Oti, del chichimeca “lugar de metales”, y Paxtitlan, como lo denominaron los mexicas: “lugar entre las pajas”. Junto a la serpiente está Tláloc, la lluvia que abre el espacio al lugar de las ranas. Después se lee: “Vienen a explotar y saquear el oro y plata de Guanajuato, primero fueron españoles y ahora canadienses”. En la imagen dos cerdos comen oro mientras los muertos por el trabajo en la mina se levantan para personificar al Pípila quien, antes de incendiar la puerta, una puerta real, tocará el timbre de la casa. Un gesto poco halagador para sus habitantes. Continúan otros elementos alegóricos como el torito y las casas coloridas de Guanajuato. El mural da la vuelta; en él los niños dibujaron sus siluetas: se ve una niña en silla de ruedas, incluso un niño ciego se dibujó ayudado del trazo que le marcaron con una cinta adhesiva. Aquí el reconocimiento en el muro es explícito, quizá por ello la apropiación de la calle se asume y se vive. Poco a poco, este mural se ha convertido en un referente de la ciudad, aunque quién sabe si un día lo declararán, pese a su autor, patrimonio de la humanidad o inmueble catalogado.

Frente a una asepsia y una gerontofilia visual en la ciudad, las intervenciones artísticas trazan referentes, dan lugar al tiempo presente e incluso a un pasado crítico, no ya únicamente glorioso y colonial, una contradicción en sí.

Desde el ensanchamiento de las calles, hasta la “tolerancia cero”, ese programa que pretendía criminalizar cualquier acto en la ciudad (exportado a todas las latitudes desde Estados Unidos), el espacio público ha sido privatizado; los habitantes no somos dueños de ese espacio que se pretende común, sea porque está resguardado como un patrimonio momificado incluso antes de su muerte o porque no asumimos ninguna ciudadanía, si no es la de mantener el orden civil. Por tanto tampoco nos reconocemos en ella; en tal caso los habitantes son los genéricos y no la ciudad. Vale la pena hacer notar las excepciones, como en los casos de Víctor, Lilia y Kaoz.

Como corolario, las intervenciones urbanas aún se abren paso entre nichos y callejones. Pese a no ser una ciudad industrial, quizá el influjo de actividades culturales podría modificar esta situación marginal. Por ejemplo, Nuevo León será el estado invitado del próximo Festival Internacional Cervantino. Monterrey intervendrá con diestros aerógrafos la plaza de toros. Veremos si abre escena el arte urbano en Guanajuato.

 

El mural de Lilia Basulto fue una experiencia colectiva que creó un vínculo entre los vecinos del barrio.

El mural de Lilia Basulto fue una experiencia colectiva que creó un vínculo entre los vecinos del barrio. Fotografía por Karenina Romez.

 

 

Bibliografía

Koolhaas, Rem, La ciudad genérica, Barcelona, Gustavo Gili, 2007.

Foster, Hal, “Posmodernismo y sociedad de consumo”, en La posmodernidad, Barcelona, Kairós, 1988.

 

 

 

 

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