Tierra Adentro
Huerta en las oficinas de El Nacional en 1937. Archivo personal de Eugenia Huerta.

Una conversación entre Óscar de Pablo y Avril Blanco

 

La noche del 28 de marzo de 1959, después de que el ejército mexicano  tomara por asalto las oficinas del Sindicato Ferrocarrilero del Distrito Federal, fueron arrestados cientos de  ferrocarrileros en todo el país. Días después, Efraín Huerta fechó los versos de “¡Mi país, oh mi país!”, un poema que recorre Buenavista,  Nonoalco, Pantaco y Veracruz: puntos unidos por las vías del tren.

¿Acaso la técnica poética debe subyugarse al servicio de la poesía comprometida? ¿Existe una posición formal que sirva mejor a la literatura militante en nuestra época? En tono ardiente, amado, hambriento y desolado, los poetas Óscar de Pablo y Avril Blanco conversan entorno a “¡Mi país, oh mi país”, uno de los textos centrales para entender la poética de Huerta (social, lírica, desgarradora) y un capítulo oscuro de la historia mexicana.

 

El tal poema, por razones

explicables para cualquier

mexicano, continúa teniendo

una total vigencia.

Efraín Huerta

 

Para Mario González García

 

Óscar de Pablo: El triple centenario de este año (el nacimiento de Paz, Huerta y Revueltas) llega en un momento trágicamente oportuno. Al examinar hoy las obras de estos autores podemos apropiarnos literariamente de nuestro siglo XX y hacernos cargo de una era geológica que parecía perdida pero que hace poco mostró su  vigencia, una era geológica llamada PRI.

Articular históricamente el pasado, decía Benjamin, significa “apropiarse de un recuerdo como relampaguea en un momento de peligro”. Pues bien, el primero de diciembre de 2012 significó para muchos un innegable “momento de peligro” y la apropiación del pasado adquirió verdadera urgencia. Pocos documentos del pasado relampaguean con la intensidad del poema “¡Mi país, oh mi país!”, de Efraín Huerta.

Más allá de su belleza literaria intrínseca —¿existe semejante cosa?—, el poema es hoy el rastro de una de las coyunturas decisivas del siglo: el auge y represión del movimiento obrero y popular de 1958-1960 nació consagrado en cuerpo y alma —en forma y fondo— a la sinceridad de su indignación ética y su profunda veracidad política. Más que ofrecerse al presente como un libro de historia, el poema se le enfrenta como un espejo implacable.

“¡Mi país, oh mi país!” es mucho más que un panfleto. Más que una guía, ofrece un impulso visceral para la acción. Su aparente didactismo revolucionario se desploma por la ausencia de un elemento clave: la esperanza. El poeta no niega que exista un camino hacia delante, pero nos deja suspendidos en la condena de sus versos finales: “y arderemos, impíos y despiadados, / tal vez rodeados de banderas y laureles, / tal vez, lo más seguro, / bajo la negra niebla / de las más negras maldiciones […]”. Es un poema fechado en la derrota.

El 28 de marzo de 1959, el ejército mexicano tomó por asalto las oficinas del Sindicato Ferrocarrilero del Distrito Federal, que dirigía una huelga del gremio. A su secretario general y líder emblemático, Demetrio Vallejo, lo arrestaron los soldados. Pasaría preso los próximos once años.

Esa noche, y las siguientes, cientos de ferrocarrileros fueron arrestados en todo el país. En las colonias obreras de la capital se impuso un estado de sitio en el que cualquier reunión de más de tres personas podía ser disuelta por la policía. Los “micos de la prensa” y “los perros voz-de-amo de la televisión” no tardaron en sumarse a la lapidación pública. El 2 de abril, los medios revelaron que todo el movimiento había sido orquestado por la embajada de la URSS. Sin ocultar su coordinación con la prensa, ese día el gobierno detuvo a dos diplomáticos soviéticos y los expulsó del país. Los ferrocarrileros, habiendo perdido a sus líderes y a sus compañeros más activos, se vieron obligados a levantar la huelga y volver al trabajo. Diez mil trabajadores fueron despedidos. El fin de aquella huelga marcó el punto de inflexión de todo el movimiento social del país.

Un verso del poema de Huerta revela una geografía de la violencia represiva (“Buenavista, Nonoalco, Pantaco, Veracruz…”). Lo que une esos puntos es la vía del tren. Sin embargo, el ascenso de la movilización popular, que había iniciado en 1958, no abarcó solamente a los trabajadores del riel. Los maestros, los petroleros, los telefonistas e incluso los estudiantes universitarios habían estado compartiendo el peso de la lucha y pronto compartirían el de la represión. En palabras del periodista Mario Gill: “La ciudad de México, durante ese año dramático de 1958, parecía vivir una pequeña guerra civil. Las calles eran campos de batalla de todas las policías y el ejército contra los trabajadores ferrocarrileros, petroleros, telegrafistas, maestros, estudiantes, etc.” Al día siguiente de que se levantara la última gran huelga ferrocarrilera, jueves el 4 de abril de 1959, Efraín Huerta fechó “¡Mi país, oh mi país!”. La contundente fecha es el verdadero final del poema.

Además de Vallejo, el movimiento tenía otro líder visible, el regiomontano Valentín Campa, veterano del movimiento comunista desde los años veinte. Tras el allanamiento del local sindical, Campa se ocultó en una casa amiga y organizó desde la clandestinidad un organismo llamado Consejo Nacional Ferrocarrilero. Una de sus actividades era la publicación del periódico El Rielero. Fue ahí, en un periodiquito radical, pobre y clandestino, donde se publicó por primera vez ese poema central en la obra de Huerta, poeta cuyo nombre resplandece hoy en letras de oro en el hipócrita senado.

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Cuando se escribió “¡Mi país, oh mi país!”, el estado de cosas profundamente represivo que describe recién empezaba. Es como si el poema, en virtud de su lucidez y su penetración del momento político, contemplara no sólo los hechos que lo precedieron, sino también los del futuro próximo. El poeta se contamina simultáneamente del periodista y del profeta. Así, a finales de agosto de 1959, el ferrocarrilero comunista Román Guerra Montemayor fue arrestado en Monterrey y torturado hasta la muerte. Dionisio Encina, entonces secretario general del Partido Comunista, fue arrestado en Torreón el 2 de septiembre. Pasaría seis años preso. En octubre, Vallejo sufrió una serie de golpizas en la prisión. Miguel Aroche Parra, Hugo Ponce de León, Fernando Granados Cortés y Máximo Correa fueron sólo algunos de los cientos de izquierdistas que ese año iniciaron largas condenas de cárcel. Mientras tanto, la represión se extendía también a los demás gremios: en abril de 1960 el ejército allanó el local del sindicato magisterial del Distrito Federal. El propio Valentín Campa fue arrestado el 16 de mayo de 1960 para iniciar una condena que duraría diez años.

Ese 4 de agosto los granaderos dispersaron a golpes una marcha magisterial, y una más el día 9. Dos estudiantes resultaron muertos, y David Alfaro Siqueiros, que para entonces tenía sesenta años y era ya una personalidad artística internacional, fue arrestado e inició condena de cuatro años por haber hablado mal del presidente en el extranjero. La culminación de la ola represiva llegó el 30 de diciembre de 1960, cuando la supresión de una marcha estudiantil en Chilpancingo, Guerrero, dejó un saldo de al menos diez manifestantes muertos.

No es casual que un tema recurrente en el poema de Huerta sea el orgullo nacional herido por la injerencia imperialista, retratado con una ironía amarga (“Gracias, mil gracias, Dear Mr. President”). La CIA había hecho su debut internacional apenas cinco años antes, orquestando el golpe de estado de Guatemala que derrocó a Jacobo Arbenz. Por esos días otro escritor de izquierda, Renato Leduc, denunciaba en un artículo de la revista Siempre! la presencia en México de un agente de la CIA llamado Dean Stephansky, asesor especializado en la represión obrera.

Mi repaso hemerográfico de esa coyuntura me obliga a reparar en un elemento que completa la imagen del modo de gobernar del PRI. El mismo hombre que ordenó los arrestos, los allanamientos y quizá incluso las muertes, el presidente Adolfo López Mateos, se hacía llamar “amigo de los obreros” y afirmaba ubicarse “a la extrema izquierda de la Constitución”. Si su gobierno destruía con la mano derecha al ala disidente del movimiento obrero, con la mano izquierda le concedía al ala disciplinada las mayores conquistas: el 27 de septiembre de 1960 López Mateos nacionalizó la industria eléctrica con el apoyo de los grandes sindicatos de electricistas (uno de los pocos gremios ausentes en las movilizaciones de 1958-1960), la concesión económica y política más importante que hiciera el gobierno mexicano a los obreros desde la expropiación petrolera de 1937.

Aunque el foco del poema era el garrote, Huerta quiso incluir un comentario sobre las condiciones sociales específicas que ese garrote defiende y perpetúa: “Pobre país de pobres. Pobre país de ricos. / ¡Siempre más y más pobres! / ¡Siempre menos, es cierto, / pero siempre más ricos!” El juego de palabras, como antes la ironía, no atenúa la amargura de la realidad sino que la subraya. En efecto, la desigualdad social había venido ampliándose de manera vertiginosa desde el final del cardenismo. ¿Y qué decir que aquellos ricos, “siempre menos, es cierto, pero siempre más ricos”? Pese a sus abusos y sus bien documentadas colusiones con el mal llamado “poder público”, especialmente desde el periodo de Miguel Alemán, los Pasquel y los Sánchez Navarro no hubieran figurado jamás en una lista internacional de multimillonarios. Comparados con Slim o Azcárraga, aquellos pobres ricos parecerían mendigos.

El hecho es que en 1959 la sensibilidad ética de Efraín Huerta hallaba intolerable una realidad social mucho menos dramática que la actual. Si los fragmentos de “¡Mi país, oh mi país!” relativos a la violencia represiva recuperan vigencia en forma intermitente, el amargo juego de palabras sobre los pobres y los ricos aumenta constantemente su validez. Ahí, el poema deja de ser documento de una coyuntura para convertirse en espejo y en oráculo.

La coyuntura de 1958-1960 no tuvo un episodio de sangre comparable al 2 de octubre de 1968, pero su extensión fue mucho mayor a la del movimiento estudiantil y su saldo total de energía popular y movilización, por un lado, y de violencia represiva, por otro, puede haber sido equivalente y acaso superior.

A partir de su primera publicación en El Rielero, “¡Mi país, oh mi país!” se reprodujo en diversas publicaciones y antologías, muchas de las cuales lo asociaban con el movimiento del 68 o lo consignaban como texto anónimo. La primera vez que el poema figuró en un libro de Huerta, Poemas prohibidos y de amor, en 1973, la experiencia del 10 de junio del año anterior seguía fresca en la memoria de todos. En esa época el autor consideraba una verdad casi axiomática “la total vigencia” de su poema.

Una vez más, la violencia y los encarcelamientos, la resistencia y las huelgas de hambre en las crujías, el 2 de octubre y el 10 de junio (no del 68 y el 71, sino del 2013) ocupan el primer plano de nuestra memoria. Hace unos días, una valla azul montaba guardia en torno a Televisa Chapultepec. En estas circunstancias, el amargo ingenio y la indignación de Efraín Huerta no sólo aportan profundidad histórica a nuestra mirada, también nos hacen sentir íntimamente acompañados.

 

Rugía impuramente como

deben rugir

todos los poetas que mueren

Efraín Huerta

 

Avril Blanco: Una lectura atenta a los periódicos de hoy revela la notoria actualidad de “¡Mi país, oh mi país!” como referente de una realidad nacional que ha cambiado poco. Con ese mismo asombro lo redescubrieron los jóvenes poetas de la generación anterior, cuando en 1968, bajo el sello Joaquín Mortiz, se publicara la antología de Efraín Huerta: Poesía, 1935 1968. Sin embargo, la mera coincidencia con la realidad limita su lectura.

En tu ensayo apuntas una frase que da pie a plantearse si sólo es la contingencia política y social de México la única arista para retomar el poema de Huerta. Mencionas: “Más allá de su belleza literaria intrínseca […] el poema es hoy un rastro arqueológico de una de las coyunturas decisivas del siglo […]”. Esto constata la potencia social y la actualidad de la obra, pero omite la dimensión de lo poético y formal, que es lo que menos se destaca en épocas recientes al hablar de la obra de Efraín.

Sería interesante retomar la esencia de Huerta —la clarividencia, la agudeza de su lectura sobre acontecimientos históricos, y su compromiso ético y social con el arte— y complementarla con el análisis estético del poema. Era un poeta sumido en el afán de no parecerse a otro (ni a él mismo), así que sus registros son diversos, pero destacar la “belleza intrínseca” de “¡Mi país, oh mi país!” es fundamental.

Afirma Carlos Montemayor en sus “Notas sobre la poesía de Efraín Huerta”: “un poema sólo puede entenderse en función de criterios poéticos (lenguaje, imágenes, conceptos, ritmo, pasión, emoción, profundidad, música […] )”. A pesar de su aparente obviedad, ése es el camino obligado para entender la poesía del vate de Silao. ¿El poema de Huerta contiene esas características? Sí. Aunque el carácter político y estético son inseparables en la poética huertiana.

Pero ¿cuál es su vigencia estética? Si bien el poema de Huerta puede servir como pretexto para hablar de temas sociales y políticos coyunturales de nuestro país, y del mundo, su lectura puede ayudar a repensar el lugar que ocupa en la literatura, ya que su obra trasciende lo circunstancial para hablar de lo humano. Ambos análisis no son enemigos: la unión de lo estético y lo político en función de la sociedad.

No basta retomar “¡Mi país, oh, mi país!” como un retrato de México, un texto documental sobresaliente sólo por la veracidad de los sucesos históricos que retrata. Al contrario, esto abre otras vías de discusión. ¿Cómo unir el discurso poético con el político? ¿Sirve hoy en día el escritor comprometido? ¿La función de la poesía y el discurso poético deben ser sociales? ¿Cómo retomar el poema como partícula literaria y no sólo como ente testimonial?

Desde tu punto de vista el poema nos acompaña en la soledad. Sí, la violencia impera hoy en día, las revoluciones fracasaron y el aparato democrático actual está absolutamente pervertido, pero qué sigue. Haces una lectura contradictoria: la falta de esperanza y el impulso visceral para la acción, pero con la desesperanza se llega a la inacción.

Propongo continuar la reflexión en otro sentido: cómo sentar las bases de un nuevo motor crítico que, asumiendo la validez estética de la literatura política o comprometida, se dote de elementos rigurosos y formales para acercar voces marginadas de nuestra literatura, como la de Efraín, y trascender las premisas conservadoras que dominan nuestra escena intelectual y moldean el gusto literario de las nuevas generaciones. ¿Cómo enseñarle a las juventudes que hubo un poeta mexicano en el cercano siglo XX que escribió contra el poder y a favor de la justicia social desde una palestra que no era en absoluto descuidada en términos estéticos?

 

Ó.P.: Planteas una pregunta que considero clave, tanto en la lectura de la tradición poética como en mi propia práctica como autor; una pregunta que, sin embargo, decidí no tratar al discutir el poema de Efraín Huerta. ¿Debe la literatura políticamente comprometida preocuparse por la cuestión, específicamente literaria, de la técnica? De tu texto se desprende una respuesta afirmativa que comparto totalmente.

Señalas que Huerta escribió “desde una palestra que no era en absoluto descuidada”. La poesía como género exige, por definición, una atención concentrada en las palabras, en todas sus dimensiones. Por tanto, podemos descartar que un poeta de la talla de Huerta fuera descuidado “en términos estéticos”. Pero más que reconocer que el autor fue cuidadoso, habría que preguntarse en qué sentido lo fue.

Una segunda pregunta se desprende de la primera: Si la literatura militante debe preocuparse por la técnica, ¿existe una posición técnica —estilística o formal— que sirva mejor que otras a los fines específicos de la literatura militante en nuestra época? ¿Puede una literatura ser en sí misma afín a las necesidades de la clase trabajadora, por algo más que una alianza explícita con su política?

Naturalmente, cada autor (o cada obra) responde a su modo a estas preguntas. La izquierda mexicana “oficial” del siglo XX (formada en la órbita del estalinismo) tenía una respuesta muy clara: los rasgos de estilo que encontraba adecuados a sus fines políticos eran la claridad más categórica, el nacionalismo y la virilidad. El sentido del humor y la caricaturización eran bienvenidos, aunque sólo para la denuncia del enemigo. Así, cuando, en 1949 José Revueltas osó proponer una literatura de izquierda diferente (compleja, moralmente ambigua, autocrítica y más bien pesimista) con su novela Los días terrenales, un escándalo considerable se abatió sobre él, al punto de obligarlo a retirar la novela de circulación. Incluso Pablo Neruda —que entonces se encontraba en México— se sumó al linchamiento. Notablemente, de los escritores socialistas, sólo su viejo amigo Efraín Huerta se pronunció públicamente en defensa de Revueltas.

Volviendo a “¡Mi país, oh mi país!”, creo que el rasgo estilístico que lo separa de la poesía mexicana convencional es la brutal literalidad de sus alusiones mundanas y la desfachatez con la que mezcla esos elementos “sucios” con elementos retóricos típicamente “poéticos”. Su principal acierto es la decisión de combinar los dictados de la musa poética con los de “la musa plebeya del periodismo”, para usar la expresión de Trotsky. Como dice el propio Huerta en el epígrafe que elegiste, él “rugía impuramente” y ese es el mayor mérito literario de su obra.

Incluso en un texto tan políticamente radical como “¡Mi país, oh mi país!” subsiste un núcleo que, a nivel de la técnica literaria, lo emparenta con la poesía mexicana convencional: la exigencia de identificación afectiva. El lector debe olvidar que lo que está leyendo es una construcción literaria para sumergirse totalmente en la historia que se le cuenta. El efecto emotivo que dicha historia debe producirle es uno solo —en este caso, la indignación cívica—, y viene predeterminado por el tono. Al igual que en la poesía mexicana más canónica, en la poesía política “seria” de Huerta rara vez hallamos algún mecanismo de ruptura que nos arroje fuera de la pieza literaria y nos permita verla como eso, como una pieza literaria, para reflexionar fríamente sobre nuestras propias condiciones y extraer así posibles corolarios prácticos.

El poema es admirablemente lúcido en cuanto a la comprensión de su momento, pues elige sólo los rasgos más profundos (la desigualdad social y el papel del Estado en mantenerla a toda costa). Sin embargo, “¡Mi país, oh mi país!” está lejos de ser un modelo revolucionario “en términos retóricos y estéticos”. A ese nivel, no es distinto de aquel “Ilumínate más, ciudad maldita” con que un siglo antes Altamirano fustigaba al Distrito Federal por haberse entregado al ejército conservador. Juarista como soy, encuentro los versos de Altamirano meritorios y emocionantes, pero no son aún el arte rebelde adecuado a la era del capitalismo en decadencia. A nivel técnico, el poema de Huerta tampoco lo es. Como escribió Bertolt Brecht (quizá quien más seriamente reflexionó sobre la relación entre técnica literaria y tendencia política): “No basta con organizar la identificación afectiva con el proletario en vez de hacerlo con el burgués: es toda la técnica de la identificación afectiva la que ha entrado en crisis”. Quizá por eso estamos ante un poema condenado a apagarse en tiempos de quietud para volver a encenderse como un volcán cada vez que la coyuntura de lucha y represión resurge para convocarlo. ¡Y resurge puntualmente!

Esa capacidad volcánica de reactivarse cada vez que se le necesita —que depende más de la lucidez con que captó su realidad que de la estrategia formal que eligió para representarla— basta y sobra para hacer de éste un poema digno de nuestro estudio crítico y nuestra admiración.

 

A.B.: Descubro que en el cruce de textos y cuestionamientos hemos construido un mapa que describe una geografía más bien apartada, pues más que confrontar puntos de vista divergentes sobre un mismo aspecto, se han planteado inquietudes distintas que coinciden en la pertinencia de acercarse a una obra cuya relevancia ambos damos por cierta.

Apelas a los postulados brechtianos sobre el carácter revolucionario del arte, bajo los cuales la obra de Huerta no encaja, puesto que mantiene la exigencia de “una identificación afectiva” en la que “el lector debe olvidar que lo que está leyendo es una construcción literaria para sumergirse totalmente en la historia que se le cuenta”. Esta lectura escapa de toda polémica.

Juarista como eres, consideras los versos huertianos, a los que igualas con Altamirano, “meritorios” y “emocionantes” pese a todo. Aunque no es para ti “aún el arte rebelde adecuado a la era del capitalismo en decadencia”. Marxista como soy, retomo la discusión sobre estética y política derivada del pensamiento brechtiano. Desde una perspectiva materialista, toda producción de arte está determinada por sus condiciones sociales de producción, que se ven reflejadas en la propia materia sensible de las obras en cuestión y en su dimensión formal. Ello ocurre, a veces, de manera implícita y otras de manera evidente, como en el caso del arte revolucionario propuesto bajo los términos que refieres. Vale tener en consideración esta perspectiva, extenderla, ya no sólo al ámbito de la creación, sino al de la crítica y el análisis literarios; es decir al aparato mediático que define (o por lo menos orienta) las prácticas del consumo artístico en una sociedad específica.

Así, las diversas formas de valorar un objeto artístico pueden adquirir rasgos particulares de acuerdo con el momento histórico en el que ocurren, del mismo modo que presentan sesgos de acuerdo con las coordenadas ideológicas desde las que se ejercen. Por ello, aparecen en el panorama formas tan diversas que oscilan desde la preceptiva de un canon burgués que desdeña toda forma de compromiso político, pasando por la teoría marxista aplicada desde las más variopintas aristas, hasta la del pensamiento posmoderno que hoy se corona como la más hegemónica forma de lectura del objeto artístico, dotada de un relativismo ad absurdum que evade toda interpretación sociohistórica y nos condena a un neoplatonismo en el que la razón nos estorba para llegar a lo nuclear.

Poco hay que discutir sobre la falta de mecanismos de ruptura en la poética huertiana. Sin embargo, considero que lejos de ser un “poema condenado a apagarse en tiempos de quietud para volver a encenderse como un volcán cada vez que la coyuntura de lucha y represión resurge para convocarlo”, “¡Mi país, oh mi país!” es una obra llamada a permanecer como un volcán en continua actividad, en tanto que las condiciones sociales e históricas en las que se produce, y de las que da cuenta, no son coyunturas sino la esencia misma del sistema basado en la explotación.

Valdría la pena acercar la obra de este poeta a las nuevas generaciones, que seguramente habrán de encontrar cobijo y regocijo no sólo en sus luchas sino en sus más profundas inquietudes humanas, y en “¡Mi país, oh mi país!” que —coincido— merece nuestro estudio crítico y nuestra admiración.

 


Autores
(ciudad de México, 1984). Poeta, narradora y editora. Ha publicado en diversas revistas literarias como Casa del TiempoDédaloSíncopeEste PaísPalestraMaldoror (Uruguay); la revista digital Valderrama y el suplemento cultural Guardagujas, de la Jornada Aguascalientes. Su primera obra poética Cosas que nunca dije antes de que estallaran las bombas fue publicada en 2012 por el sello editorial catalán Foc. Fue becaria en el área de narrativa por la Fundación para las Letras Mexicanas (2009-2010).
es poeta y ensayista. Ha obtenido los premios de poesía “Elías Nandino”, (2004), “Jaime Reyes” (2005) y “Francisco Cervantes” (2006), así como el “Alejandro Galindo” de guión cinematográfico. Su libro de poemas más reciente se titula El baile de las condiciones (2011).