Historia de lo interminable
El fin no es ningún proceso.
Thomas Bernhard
Como si el cambio sólo se tratara de adquirir una superficie distinta estuve buscando una libreta nueva; cuadriculada porque las de rayas se me hacen un desperdicio de espacio y en las hojas blancas mi escritura se cae. No la encontré. Envidio las notas que no requieren sostenerse por ningún tipo de línea, que hacen del vacío un territorio por trazar. Las palabras escritas en hojas blancas se alejan de las formas prefabricadas de lo paralelo y lo perpendicular, hacen de cada hoja una planicie distinta. Nunca pude con los espacios vacíos. Tampoco con las hojas blancas. Mi letra no tiene centro gravitacional, mientras avanza ondula buscando a qué sostenerse, hacen líneas rectas que terminan siendo curvas. Cuando agarro la pluma aprieto demasiado los dedos, por eso mis palabras quedan pequeñas y apretadas. A veces regreso a mis notas sin poder descifrar su contenido. He tratado de escribir con lápices pero muy pronto se me rompen las puntas. De niño mis dibujos quedaban con trazos muy marcados. Tampoco podría descifrar, ahora, el contenido de aquellos dibujos. No sé si mi letra diga algo de mí. Siempre pensé que la fealdad de mi escritura se corregiría con el tiempo. No ha pasado.
En una entrevista para un documental sobre su obra, Gabriel Orozco dice que los cuadernos son su taller de construcción. No dejo de pensar en eso. En cómo, las obras, cualquier tipo de obra, de un lápiz a un librero, de una taza a una instalación arquitectónica, pasan de ser una idea volátil, como todo pensamiento, a algo material. Y que algunas veces ese proceso de transformación se desarrolle en un cuaderno. Como los de Paul Valery, que los escribía muy temprano antes de comenzar su día y que también eran su taller de construcción, su laboratorio poético. O los de mi abuela que llenaba de cuentas, de listas con pendientes y números y más cuentas. Cuando murió y se empezaron a repartir sus pertenencias, yo me robé un cuaderno suyo. Era de pasta roja y de hojas a rayas. En ese entonces yo hubiera querido encontrar en él historias, secretos inconfesados escritos por ella. En vez de eso, sólo había cuentas de las cosas que vendía por catálogo, listas de pendientes y los resultados de los sorteos que cada año hacía para el intercambio de regalos navideños. Estaban todos los nombres de los integrantes de la familia.
Supongo que esos cuadernos también eran su taller de vida.
Tengo la costumbre de anotar en libretas listas absurdas de cosas por hacer, clasificaciones bibliotecarias de libros, pensamientos que no llegan a ser anécdotas. Al principio las hojas se llenaban de frases de libros. Era un copista. Bouvard y Pécuchet en el mismo cuaderno. No tengo la costumbre de raya, o anota,en mis libros. Quizá porque me acostumbré muy pronto a ser lector de biblioteca. Aunque hay lectores que rayan los libros ajenos como si fueran propios. Es lo de siempre. Un abuso sobre otro.
Esa gente ha de ser la misma que en los cuartos de hotel, en vez de ser la presencia efímera que no deja ningún rastro, se empeña en que los futuros huéspedes vean su paso por los cuartos. Yo nunca me he sentido totalmente dueño de mis libros, ni de los cuartos de hotel que visito. No sé de dónde saldrá ese empeño de hacernos violentamente visibles. Quién sabe. O tal vez sí. Claudio Magris dice que el gesto de anotar cualquier cosa surge de ese miedo primigenio a no recordar. A olvidar todo al segundo siguiente. Ahora que lo escribo me parece demasiado obvio. La escritura siempre ha sido una prótesis de la memoria. Todo por el miedo. Soy igual que las personas que rayan los libros, que se apropian de los cuartos que no son suyos.
El hábito de las transcripciones fue creciendo con el tiempo. Anotaba frases ajenas, párrafos enteros de anécdotas que no eran mías. Después, sin darme cuenta, lo dejé. Las transcripciones se convirtieron en notas propias. Nada de ficción ni de poesía. Registros, apenas, de las cosas que pasaban, todavía sin anécdotas pero tampoco un diario. Me falta el temple de largo aliento que se necesita para ser el interlocutor de uno mismo. No puedo contra mi propio aburrimiento. Lo intenté, como tratamos de hacer las hazañas que nunca serán nuestras. No pude. Escribo sin resignación. Nunca un diario, notas simplemente.
Esas transcripciones fueron mi mejor ejercicio de memoria literaria. Mi laboratorio mental. En el proceso de llevarlas a mis cuadernos, muchas de ellas se iban volviendo parte de mí. Eran mis prótesis mentales.
Cada vez escribo menos en papel. Y mis libretas se van quedando medio vacías. Y no sé que he perdido al volcarme, casi de lleno, a la facilidad de los textos en Word. Hace unos días leí que vivíamos bajo la tiranía del Word. No sé si sea para tanto.
De los cuadernos de Orozco surgió la necesidad de adquirir una libreta nueva. A pesar de todas las que tengo sin acabar. De nuevo la idea idiota de volver a comenzar desde un lugar distinto. No un lugar, ni un espacio de tres dimensiones, sino las posibilidades de una hoja. En un cuaderno caben, por ejemplo, desde todas las mediciones que, cálculo por cálculo, Orozco hizo para cortar longitudinalmente un Citroën, reducir su volumen y volver a unirlo haciéndolo mucho más angosto, hasta la idea mínima de colocar naranjas en las ventanas de los edificios contiguos al moma, titulando a la obra ingeniosa y sencillamente Home run.
Como si las obras se trasladaran en un maletín portátil, como el que propone Enrique Vila-Matas para llevar los libros necesarios que harían surgir en cualquier latitud la obra propia. Ideas transportables que no necesitan de ningún oneroso espacio para sobrevivir.
Un cuaderno es un maletín portátil. Hace algunos años no encontré, tampoco, la libreta que deseaba. Aquella ocasión, en vez de resignarme ante el fracaso, forré de tela café una libreta francesa de pasta dura. Tenía en la mente, aunque no la había visto en ningún local, la imagen clara del cuaderno que quería. Mis anotaciones se habían desprendido ya del academicismo
pastel de los cuadernos escolares. Quería una libreta discreta. A la libreta forrada le puse, a manera de marcos, un forro de hilos negros en las esquinas. No era como la imaginaba pero era una pequeña máquina transparente, me dejaba transcribir las frases que me gustaban, las cosas que quería sin pensar mucho en ello. En la primera hoja escribí una frase de Robert Walser, “¿Dónde podría estar yo si no estuviese aquí?” Ya no recuerdo de qué circunstancia surgía en la narración. Cuando leí la frase en el libro, sentí que las palabras se desprendían de la hoja: era el epígrafe perfecto para mi cuaderno. Yo pensaba que uno era aquello que escribía, aunque eso fuera las frases de los otros que uno colecciona. Si es que yo estuviese en algún lugar, pensaba, sería ahí. En ese cuaderno. En esas transcripciones.
Después de esa libreta, no la primera, pero sí la fundacional, he ido comprando y perdiendo cuadernos por doquier. No he vuelto a forrar ninguno. En Rastros de carmín Greil Marcus dice que la diferencia radical entre el aburrimiento y el ocio, es que mientras
el primero te lleva a ser un espectador de mercancías por consumir, el segundo plantea la posibilidad de ser el creador de los propios artificios. La vida es una diferencia entre aburrirse y hartarse, entre forrar un cuaderno y comprar uno nuevo.
Un cuaderno no es un libro. Contra la idea del texto terminado, del libro como fin último de la escritura, los cuadernos representan la figura de lo que no termina por llegar, de lo que está en proceso. Su espíritu es, como dice Fabio Morábito, albergar la expresión más personal y gratuita. Los cuadernos son esbozos que no terminan por definirse, espacios ambiguos que no se consumen a pesar de tener un número limitado de hojas, como si lo escrito en ellos siempre estuviese llegando.
Escribir en cuadernos es un proceso sin final. Un continuo atemporal.
Es difícil encontrar personas que llenen sus cuadernos de la primera a la última hoja. Yo dejé libres las primeras hojas de mis cuadernos pensando que algún día podría escribir los comienzos adecuados para cada libreta. Nunca lo hice. Los cuadernos reivindican la posibilidad de lo inacabado, de lo que siempre está por suceder, de la vida como un continuo y no como la triste e ingenua idea de los comienzos totales.
Aunque haya veces que necesite tanto esos comienzos. Alan Pauls dice que los diarios son “un flujo informe de exabruptos”. Yo creo que más que con los diarios en sí, el flujo informe tiene que ver con los cuadernos que vamos usando a lo largo de la vida. En un diario pensamos encontrar lo que no sabemos que somos. Los cuadernos, en cambio, van surgiendo por razones ajenas a nosotros. Como la escuela, donde nos piden cuadernos para aprender a ser adultos.
Y al final, lo mejor es ir llenándolos de cosas que no son escolares. De dibujos burlones sobre los demás. De frases informes que ya no podremos identificar. De todas esas ideas que nacieron y murieron durante un minuto.
Vuelvo al cuaderno rojo de mi abuela. Paso las hojas. No tienen lo que yo esperaba. Pero nada lo tiene nunca. Veo su letra. Es manuscrita. Me acuerdo de las veces que la veía escribir, deslizando su mano sin levantarla de la hoja. Siempre envidié eso: su letra y el desplazamiento de su mano. Yo no sé si la escritura a mano está condenada a la desaparición. No me importa. Veo su letra. Creo que más que todas las cosas que quise encontrar, notas, secretos, es bueno que exista el registro de su letra, del movimiento de su mano.
Nadie volverá a escribir como ella. Abro mi cuaderno forrado de tela. Leo la frase de Walser. “¿Dónde podría estar yo si no estuviese aquí? Ya no llevaría la pregunta tan lejos, en vez de pensar un cuaderno de notas como un diario travestido, pensaría la pregunta en su expresión más inmediata, más directa: ¿dónde estaría yo si no estuviese, justo en este momento, aquí?