Tierra Adentro
La punta del barril de una batería antiaérea en desuso se asoma por una apertura en la zona adyacente a los túneles de Mleeta. Fotografía: José Luis Sánchez Hachero

Durante su viaje a Líbano, el único país de Medio Oriente en el que no hay desiertos ni camellos, Diego Olavarría se adentró en territorio Hezbollah para visitar Mleeta: el memorial de una guerra reciente que funciona, al mismo tiempo, como una especie de parque temático.

I

El camino a Mleeta asciende hacia las montañas del este de Líbano. Atrás quedaron los naranjos, los platanales, el Mediterráneo, la fortaleza marina de la ciudad de Saida, el Beirut cosmopolita de los casinos, los martinis y los cafés donde las élites desayunan croissants. Delante de nosotros: un empinado laberinto de callejones empedrados, flanqueados por casas de reciente reconstrucción (muchas de estas mismas casas fueron destruidas por bombas israelitas en la guerra de 2006), colinas por las que el taxi —un viejo Mercedes Benz contratado en la estación de autobuses de Saida, conducido por un señor de bigote blanco que apenas masculla palabras del inglés— avanza con dificultad. Líbano es un país que, de tan pequeño, se siente a veces más bien como una gran ciudad. Viajar de Beirut a Saida, la tercera ciudad más grande del país, me tomó poco menos de una hora esta mañana por la autopista de la costa. Ahora, subiendo a territorio Hezbollah, tengo la errónea pero inevitable sensación de que, más que estar penetrando en una región distinta de uno de los países más complejos del mundo, estoy subiendo a algo como un suburbio de vistas panorámicas.

El sur de Líbano es un lugar que despierta evocaciones: tierra de flores de azahar, rojas y jugosas granadas, sol apacible y verdes colinas detrás de las cuales se alzan montañas nevadas a las que los griegos antiguos dedicaron mitos y poemas. Es, también, uno de los sitios más maltratados e inestables del mundo, y por todas partes hay huellas de las distintas violencias que lo han atizado: las balas israelitas, chiitas, cristianas, sunitas y palestinas han derramado sangre sobre este lugar en incontables ocasiones.

II

Líbano es un país de ruinas: de los fenicios, de los romanos, de tres guerras en sesenta años. Líbano es una casa hermosa en un barrio de mala muerte. Podría incluso decir que Beirut es la casa con vista al mar. Pero tan pronto te internas en el jardín, o en la montaña, descubres que hay otro mundo. Que, a pesar de la fachada encantadora, en los arbustos que la circundan se agazapan feroces criaturas. Y en efecto, llevamos quizá veinte minutos conduciendo cuando empiezan a aparecer, por todas partes, banderas color amarillo canario con verde, hombres con turbantes y trajes largos estilo iraní. Lo confirmo: hemos entrado a territorio Hezbollah. Y eso significa que Mleeta, el parque temático que vengo buscando, no puede estar ya muy lejos de aquí.

Un grupo de niñas procedentes de Siria posan sobre la cabina de un tanque israelí destrozado durante el conflicto y destinado a la exhibición de el Abismo. Fotografía: José Luis Sánchez Hachero

Un grupo de niñas procedentes de Siria posan sobre la cabina de un tanque israelí destrozado durante el conflicto y destinado a la exhibición de el Abismo. Fotografía: José Luis Sánchez Hachero

III

Antecedentes: Hezbollah surgió como una fuerza de resistencia chiita tras la invasión israelí a Líbano, en 1982. Desde ese momento, los milicianos de esta organización se dedicaron a hacerle la vida difícil a los invasores (guerra de guerrillas de baja intensidad, escaramuzas, atentados pequeños pero eficientes que mermaron poco a poco al ejército más poderoso de Medio Oriente). Tras casi veinte años de desgaste y pocos resultados tangibles a su favor, en el 2000 Israel decidió por fin retirarse del sur de Líbano.

Envalentonados por lo que percibieron como una victoria táctica y azuzados por Irán, el enemigo perpetuo de Israel, Hezbollah se dedicó los siguientes seis años a incrementar la virulencia de su retórica y a lanzar esporádicos cohetes —katyushas rusos contrabandeados desde la cercana Siria— contra los soldados israelitas que ocupaban un último pedazo de tierra conocido como las Granjas de Shebba, que Líbano aún reclama como parte de su territorio.

En julio de 2006, tras una emboscada de Hezbollah en la que murieron seis soldados israelitas y otros dos fueron secuestrados, el gobierno del entonces primer ministro Ehud Olmert decidió atacar a Hezbollah. Empezaron los combates. Israel fue cruento y severo en exceso: no sólo declaró la guerra a Hezbollah, sino a Líbano como país. Los siguientes treinta y cuatro días fueron de bombardeos y muerte.

Sin embargo, a pesar del poderío israelita, Hezbollah resistió los embates. Ocultos bajo las copas de los árboles, resguardados en los túneles de las montañas, y armados con artefactos de vanguardia (Hezbollah posiblemente sea la guerrilla más sofisticada en términos tácticos y de armamento en todo el mundo), los milicianos repudiaron los avances israelitas, y causaron más de cien bajas de soldados. Nadie se hubiera imaginado el desenlace al principio de la guerra: una vez más, y al igual que seis años antes, el ejército israelí se vio forzado a retirarse de Líbano.

A la fecha, y a pesar de que Israel destruyó buena parte de la infraestructura del sur de Líbano durante los combates, Hezbollah considera dicha guerra como una rotunda victoria. Y por eso mandó construir Mleeta.

IV

Mleeta nos recibe con una imagen improbable: en medio de la montaña, un gigantesco arco formado por unos paralelogramos de concreto. Una inscripción dice lo siguiente: “Mleeta: el lugar donde la tierra le habla al cielo”. Unos metros más adelante aparecen un estacionamiento y una boletería (el precio de la entrada es poco más de un dólar, y los niños menores de diez años pagan cincuenta por ciento). Mleeta se terminó de construir en 2011 para celebrar la “victoria” en la guerra de 2006, y es un atractivo turístico particular: mitad parque temático, mitad memorial de guerra, el sitio es, sobre todo, un testimonio del poderío de Hezbollah.

Estos vehículos pertenecieron al ejército israelí y fueron capturados en febrero de 2012. Fotografía: Jose Luis Sánchez Hachero

Estos vehículos pertenecieron al ejército israelí y fueron capturados en febrero de 2012. Fotografía: Jose Luis Sánchez Hachero

 V

(Es importante entender que, hoy por hoy, Hezbollah es más que un grupo militante: es un Estado dentro de otro. Ante la fragilidad del gobierno nacional libanés, fragmentado y débil, Hezbollah ha realizado, en los últimos años, funciones más propias de un gobierno populista que de una guerrilla clandestina. Por ejemplo: ha proporcionado servicios a barrios marginados, construyó escuelas e incluso ha repartido despensas en campos de refugiados palestinos controlados por grupos rivales. Tras la guerra en 2006, Hezbollah distribuyó fajos de dólares (enviados desde Teherán) a los pobladores afectados por los bombardeos y financió la efectiva reconstrucción del sur de Líbano, algo que el gobierno nacional jamás habría podido hacer. Pero más allá de la eficacia de sus métodos clientelares, Hezbollah es mucho más poderoso en términos armamentistas que el ejército nacional. Esto quedó más claro que nunca en mayo de 2008, cuando el gobierno libanés decidió bloquear la red de telecomunicaciones de Hezbollah, así como retirar de su puesto al jefe de seguridad del aeropuerto de Beirut por sus vínculos con la organización. ¿La respuesta de Hezbollah? Ordenar que sus combatientes se instalaran en las calles de Beirut (con todo y metralletas), tomar la avenida que lleva al aeropuerto y poner al país al borde de la guerra civil. Tras dos semanas de violencia en las cuales Hezbollah ganó terreno hacia el este —la zona tradicionalmente cristiana— de la ciudad de Beirut, el gobierno se retractó de su postura).

VI

Hassan Nasrallah es el líder de Hezbollah, y la mayoría de los gobiernos de Occidente lo considera un terrorista. Y es él —barba canosa, lentes de marco delgado, turbante negro— quien les da la bienvenida a los visitantes al parque (esto, claro, como parte de un video introductorio: Nasrallah rara vez sale de su búnker subterráneo; de hacerlo, corre el riesgo de ser bombardeado por Israel, país que lo considera blanco legítimo del asesinato extrajudicial). A partir de este momento, el visitante comienza a familiarizarse con la cuestionable retórica de Hezbollah: los militantes muertos en batalla no son eso, sino “héroes de Allah”. Los atacantes suicidas no son terroristas, sino “buscadores del martirio”. Israel no es un país, sino una “entidad sionista”.

Tras el breve mensaje de bienvenida, los cuidadores invitarán al visitante a conocer los atractivos del parque, los cuales son principalmente tres: los túneles, la estela y el Abismo.

Los túneles son fríos, oscuros y húmedos. Atraviesan la piedra de uno de los cerros. Eran utilizados como refugios antibombas durante los ataques de los aviones israelitas. Tanto en los túneles como en las posiciones cercanas es posible encontrar los puntos en los que los guerrilleros llevaban a cabo distintas actividades, incluyendo la oración diaria y las emboscadas. “Aquí, un combatiente alcanzó la vida eterna”, indica un letrero colocado junto a un arbusto y una kalashnikov vieja. El objeto más popular de los túneles, sin embargo, es una batería antiaérea en desuso. Tengo que esperar a que seis niños posen con el objeto —un hermano mayor o primo les toma fotos con el celular— antes de poder hacer lo propio.

El Abismo es una especie de cráter, rodeado por pasarelas, en cuyo fondo yacen destruidos varios tanques y vehículos israelitas capturados. Herrajes oxidados, trozos de metal, cascos de militares, morteros explotados y algunas misteriosas letras hebreas constituyen las máximas capturas de Hezbollah, y aquí se presumen como gloriosas preseas. Las circundantes pasarelas te permiten caminar y tomar fotos desde cualquier ángulo. A nuestro alrededor, varios padres de familia acompañan a sus hijos jóvenes. Los niños hacen preguntas y los padres explican. Aunque en otros países el turismo de sitios de guerra es común y se considera, incluso, didáctico, sospecho que no debe haber otro sitio en el mundo en el que el evento a reflexionar sea una guerra tan reciente.

La estela de Mleeta —un trozo de mármol con inscripciones en árabe e inglés— tiene grabada una larga oración que culmina con los siguientes versos: “La paz sea con ustedes, oh mártires vivientes / ¡Que Allah dé firmeza a sus pasos en el camino! / La paz sea con ustedes, y con la tierra que acoge vuestras tumbas. / Las bendiciones de Allah sean con ustedes, hermanos”.

VII

Estoy parado cerca de uno de los impresionantes miradores que se encuentran por todo el lugar cuando otra turista extranjera, una texana afroamericana que viste una sudadera de gorrito, con la que he entablado amistad, señala una distante loma y le dice a su compañera, una pelirroja de Virginia: “Mira, desde aquí se ve Israel”. De inmediato se acerca una libanesa de lentes oscuros y pelo perfectamente planchado. “Eso no es Israel, es Palestina”, les reprocha, disgustada por la confusión.

Tras escucharlas rectificar, la mujer se relaja y empieza a contar que ella vive en el sur de Francia, que sus dos hijas —ambas merodean el lugar con el padre— estudian en una primaria pública, que todos hablan francés perfecto y disfrutan mucho su vida en Europa.

La mujer tiene pinta urbana. Lleva pantalón de mezclilla y no usa hijab alrededor de la cabeza. No se trata de una fanática religiosa ni de una religiosa moderada, sino de una libanesa relativamente occidentalizada sin filiación sectaria aparente que, sin embargo, siente que lo que Israel hizo en Líbano en 2006 constituye una afrenta que va más allá de lo perdonable. Y vale la pena recalcar eso: tras la guerra de 2006, Hezbollah pasó de ser un grupo marginal y en buena medida detestado para convertirse en un grupo que, en la cúspide de su popularidad, alcanzó una aprobación del ochenta por ciento entre los libaneses. Hezbollah logró, en esos momentos, unificar uno de los países más políticamente fragmentados del mundo bajo una consigna común: el repudio indiscriminado a cualquier posibilidad de paz con Israel. A raíz de esto, la conciliación entre ambos países está más lejana que nunca.

Los visitantes de Mleeta interactúan con el material de guerra que utilizaron los guerrilleros de Hezbollah. En la colina de Mleeta, un musulmán muestra a su hijo el funcionamiento de una ametralladora antiaérea. Fotografía: José Luis Sánchez Hachero.

Los visitantes de Mleeta interactúan con el material de guerra que utilizaron los guerrilleros de Hezbollah. En la colina de Mleeta, un musulmán muestra a su hijo el funcionamiento de una ametralladora antiaérea. Fotografía: José Luis Sánchez Hachero.

VIII

Antes de partir, insisto en hacer honor a una costumbre obligatoria en nuestros tiempos consumistas: echar un vistazo a la tienda de regalos. Como cualquier parque temático o museo que se jacte de serlo, Mleeta tiene una nutrida tienda de recuerdos. Si lo que el visitante busca es un llavero con la cara de Hassan Nasrallah, una gorra estilo trucker con la foto de medio cuerpo de Mahmoud Ahmadinejad, o un calendario del Ayatola Khomeini, no cabe duda de que ha llegado al sitio indicado. Lo mismo si quiere llevarse a casa un collar con el escudo de Hezbollah o un cartucho de rifle con la palabra “Mleeta” y unas flores de colores pintadas en el costado.

IX

A pesar de su fuerza política, en el último año la credibilidad de Hezbollah ha ido en picada. Esto se debe principalmente a la intervención de sus milicianos a favor del régimen de Bashar al Assad en Siria. Las reacciones de la oposición siria no se han hecho esperar. En agosto de 2013 los rebeldes estallaron un coche bomba en el oeste de Beirut con la finalidad de matar a operativos de la organización; sin embargo, de momento esto merma poco el poder de Hezbollah (un artículo reciente publicado por un think tank estadounidense sugiere que la organización de Hassan Nasrallah tiene alrededor de cincuenta mil misiles en su poder). En Siria, la guerra civil continúa flagelando a la nación entera y amenaza con derramarse en cualquier momento sobre Líbano. Israel se ha vuelto cada vez más volátil, y los partidos políticos de derecha en ese país claman por la destrucción de Hezbollah.

X

“Para los fanáticos de cualquier credo, el paraíso sólo es alcanzable mediante las armas y la sangre”, apunto en mi libreta durante el viaje de regreso a Saida. Por la ventana del taxi me deleito con el paisaje: mar, colinas, nieve resplandeciente y sol caben todos en un mismo encuadre. Ojos de agua brotan de las laderas del cerro y el taxista se detiene a llenar unos garrafones de plástico que lleva guardados en la cajuela (nos asegura que el agua de aquí arriba es curativa). Concluyo que éste debe ser uno de los lugares más bellos que haya visto, más espléndido incluso que cualquier posible paraíso de los autoinmolados. Pero ni siquiera la excepcional dulzura del paisaje sirve de consuelo ante una realidad trágica; toda esta región vive bajo una amenaza constante. En cualquier momento las casas y los edificios pueden reducirse nuevamente a escombros, y los cementerios, hincharse de huesos frescos. Líbano: ese país sedimentado, desde hace dos mil años, con derrumbes civilizatorios. No hay que dejarse engañar por los parques temáticos que intentan disfrazar el sabor del veneno: mientras siga existiendo el odio, la guerra aquí será cuestión de tiempo.


Autores
(Ciudad de México, 1984) creció en distintos países de América del Norte y el Caribe. Es escritor y traductor. Ha publicado crónicas y ensayos en distintos medios. Su primer libro, El paralelo etíope (FETA, 2015), ganó el Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay.
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Fotografía cortesía de la autora
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