Hervir es doloroso
Las langostas son arrojadas vivas a una olla de agua hirviendo para evitar que las proteasas descompongan su carne. Es probable que David Foster Wallace viera en ese violento acto culinario un reflejo de su propio dolor interno, que en este texto se analiza bajo el influjo de una intensa, cegadora y amarga migraña.
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Un taladro me perfora las meninges. La migraña también incluye náusea, taquicardia y fotofobia. Mas no basta con eso. Me abate una tristeza tan honda que la muerte parece un buen prospecto. Sé que este pesar suicida es efecto de la migraña, y que un cuarto oscuro y ocho gotas de Tradol® podrán reconciliarme con la vida (al menos con esa forma pálida de existir que es la rutina).
De niño las migrañas eran peores; suplicaba que me cortaran la cabeza (en vez de una guillotina, me administraban un supositorio). Dejar de sufrir era lo único que me importaba. Hay una turbia secta de origen brasileño que opera en México bajo ese lema: Pare de Sufrir. David Foster Wallace lo hizo el 12 de septiembre de 2008. Saltó desde la cima de la celebridad literaria y quedó colgando de una soga, en lo alto para siempre, como en el título del mejor relato suyo que he leído («Forever Overhead»). Sospecho que la tristeza que siento con la migraña es una versión en miniatura del dolor psíquico que él padecía. Imagino su mente como una caldera lacerante, y cada palabra de su obra como una burbuja huyendo del calor.
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Si no anduviera tan triste últimamente, este ensayo se llamaría «Hipsters & Lobsters» y sería un panfleto contra la gentrificación de la literatura mexicana. Dadas mis circunstancias anímicas, me limitaré a hablar sobre Wallace y las langostas.
La buena literatura brota a veces en lugares imprevistos como la revista Gourmet. Entre sus páginas —tan triviales como apetitosas— se publicó «Consider the Lobster», crónica del viaje de Wallace al Maine Lobster Festival en el verano de 2003. Los editores de dicha publicación culinaria probablemente esperaban que el autor aplicaría su talento como retratista a uno que otro de los ochenta mil asistentes al festival, y que lograría grandes efectos cómicos al describir, con la precisión quirúrgica que lo caracterizaba, sucesos como el concurso de belleza Diosa Marina de Maine o la Gran Carrera dominical de jaulas para atrapar langostas.
Lo que seguramente no esperaban esos editores era que se concentraría en el aspecto más oscuro del festival: en la Olla para Langostas más Grande del Mundo se cocinan cada año decenas de miles de langostas vivas. La pregunta medular del texto es: ¿Está bien hervir viva a una criatura sintiente sólo para nuestro placer gustativo? Debo confesar que no me acordé de esta interrogante cuando llegué a la costa de Nueva Inglaterra años después de haber leído «Consider the Lobster», y lo primero que hice fue ir a cenar langosta en un tugurio pintoresco donde la servían con mantequilla derretida en platos de unicel. Lo que entonces me intrigaba era saber qué se sentía comer uno de los alimentos más suntuosos que existen. Como casi toda «primera vez», no fue tan especial como esperaba. Tenía una carne suave y blanca, de sabor sutil, marino y almendrado. Estaba sabrosa, pero no tanto como para que valiera la pena pagar fortunas por ella e ignorar el problema ético de cocinar vivo a un animal.
La postura difundida por el festival es que, dado que las langostas carecen de las estructuras nerviosas con las que se asocia la experiencia de dolor en los humanos, echarlas a hervir despiertas no implica ninguna crueldad. A muchos, incluido Wallace, no los convence este argumento, y apelan al hecho de que las langostas tienen receptores de dolor y presentan conductas de evasión del daño —como tratar de escapar de las ollas de agua hirviente— para creer que estos artrópodos sí sienten dolor. Algunos afirman que sentir dolor no es lo mismo que sufrirlo, y que las langostas justamente carecen de las facultades para hacer esto. El debate continúa (y no cabe en este ensayo), pero la balanza de las razones me inclina hacia la prudencia: hay que considerar a las langostas y tratarlas con lo que burocráticamente llamaré protocolos de compasión.
Más allá del problema bioético, me intriga por qué Wallace decidió dedicar la parte más sustancial de su artículo en Gourmet al problema del dolor de las langostas. ¿Por qué lo atrapó justo ese tema? ¿Por qué no, por ejemplo, desarrollar el magnífico ensayo contra el turismo que está latente en la nota seis del texto[1]? ¿Por qué no extender al ámbito psicológico o al socioeconómico la pregunta sobre la validez de infligir dolor a otros para nuestro usufructo? ¿Por qué no abordar el sadismo o la sobrexplotación laboral? ¿Por qué no divertirnos, como buen humorista que era, describiendo la torpeza de la gente al manipular langostas? ¿Por qué no aprovechar las multitudes de adultos comiendo con babero para hablar de la infantilización progresiva de nuestra sociedad? Tantos temas apetecibles, y escribió sobre la experiencia atroz de las langostas. ¿Por qué?
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«La persona deprimida realmente sentía que lo que era realmente injusto era que no podía… comunicar la terrible e incesante agonía de su depresión en sí misma, la agonía que era la realidad imperante y a priori de cada minuto de su vida —i.e. no poder compartir la forma en que eso se sentía[2]…»
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Leo «Consider the Lobster» como expresión de una psique atormentada. Esta lectura, a su vez, puede leerse como expresión de una psique atormentada (sin duda lo es). Antes que un alegato animalista, el texto de Wallace es testimonio de un sufrimiento incomprensible para las personas que lo rodeaban. Esta condición lo hermana con las langostas. Supo qué se sentía ser langosta en la medida en que se identificó con ellas: «de pie junto a los tanques burbujeantes de la Olla de Langostas más Grande del Mundo, mirando a las langostas recién capturadas apilarse unas sobre otras, agitar con impotencia sus tenazas amarradas, apretujarse en las esquinas posteriores, o alejarse con pánico del vidrio cuando uno se les acerca, es difícil no sentir que ellas están infelices, o asustadas, aunque se trate de una versión rudimentaria de estos sentimientos». Nadie conoce el sufrimiento ignoto como alguien que padece depresión crónica. «Échale ganas», le dice la gente con menosprecio hacia sus quejas, y le recuerdan que podría estar mucho peor, como los niños con leucemia, las costureras de Bangladesh o los habitantes de la Franja de Gaza. «Mírate: tienes piernas, ojos, plaza de funcionario, lavadora y secadora, ¿de qué te quejas?» Si el deprimido responde, como en el relato «The Depressed Person», que tiene «sentimientos insoportables de pérdida y abandono, así como mareas de resentimiento y autocompasión», la gente le dice «No mames». Cuando yo me sentía apesadumbrado en la adolescencia, mi padre juzgaba que me encontraba en un estado de ánimo particularmente «mamón». Casi todo lo que pueda explicar una persona deprimida sobre su padecimiento será una «mamada» para la vox populi. Mamar parece ser el acto esencial del deprimido, un mamar al aire, en vano, con una nostalgia irremediable por el seno materno en el que fue feliz. Felices los mamones, porque de ellos será el reino de los cielos.
Las hordas de comensales que acuden al Maine Lobster Festival ignoran por completo la agonía que David Foster Wallace reconoce en las langostas. La indiferencia de los otros debe haber multiplicado su compasión hacia ellas. A pesar de que sus padres y su novia lo acompañaron al festival, debe haberse sentido muy solo, tan solo como las langostas en espera de ser hervidas. «Me da curiosidad si el lector puede identificarse con alguna de estas reacciones, reflexiones e incomodidades», escribe casi al final del artículo. Para eso apela a la literatura: para ver si hay alguien por ahí que lo comprenda, alguien a quien pueda comunicar lo que siente, con quien pueda conjurar la soledad. Leo «Consider the Lobster» como un reproche, un desafío, como algo que, más que una pregunta, es un ruego desesperado.
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Mil trescientos gramos de grasa con sueños. Nadie entiende cómo se aviva la materia y experimenta aromas, sonidos, colores. Nadie sabe dónde empieza la vigilia: ¿acaso los gusanos son animales zombis? ¿Las almejas, los grillos? La tristeza destaca entre los muchos enigmas de la mente. ¿Cómo es que duele eso tan vago que es la conciencia? Sabemos que si un antidepresivo inhibe la reabsorción de cierta molécula mensajera entre neuronas (la serotonina, por ejemplo), el cerebro se comunica mejor y la persona experimenta una patente mejoría en su estado de ánimo. El antidepresivo que Wallace usó durante más tiempo operaba bajo el mismo principio: al impedir que ciertas enzimas degradaran los neurotransmisores, aumentaba la disponibilidad de estos mensajeros y el escritor ya no sentía ese pánico terrible, la angustia, el desamparo. Así de simple, así de raro. El mundo es del color que nos lo pinta la fenelzina (Nardil®) o la fluoxetina (Prozac®). En 2007, dejó la fenelzina debido a sus efectos secundarios. Al año siguiente se colgó de una viga. ¿Cómo es posible que una píldora de inhibidores enzimáticos pudiera más que su pasmosa inteligencia para mantenerlo a salvo del abismo? Este hecho puede darnos una lección de humildad intelectual. ¿Por qué habrían de sufrir menos los organismos que carecen de sistemas nerviosos tan complejos como el nuestro? En «Consider the Lobster», el autor contempla que, precisamente debido a su desamparo cognitivo, las langostas sufren aún más que nosotros al sentir estímulos nocivos como una olla gigante de agua en ebullición. Al parecer no importa qué tan inteligentes seamos: hervir es doloroso.
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Cuando se activaban las alarmas de tornado en Illinois, la familia Wallace corría a refugiarse al lugar más seguro de su casa, que en ausencia de sótano era el vestíbulo, junto a la entrada. Entonces, cuando sus padres se distraían, el pequeño David Foster Wallace salía corriendo a abrir la puerta y asomarse para ver el temible monstruo de aire. Su madre le gritaba que volviera adentro de inmediato, pero él, poseído por la curiosidad, respondía: «Lo veré antes de que me lleve»[3].
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Los imbéciles y los genios son un peligro para sí mismos. Les conviene que una fuerza externa modere, respectivamente, sus apetitos y razonamientos, sus arrebatos y obsesiones, caprichos y certezas. Las pasiones siempre tiñen el pensamiento, y la desdicha sugiere premisas que, con suficiente necedad o inteligencia, pueden llevar a conclusiones fatales.
Me acuerdo de san Agustín, ese filósofo excelso cuya obra ya nos queda tan lejos. Se percató de la decadencia romana (de eso, en última instancia, tratan sus Confesiones) y postuló una salida ideológica por la puerta del cristianismo, hacia la Ciudad de Dios. David Foster Wallace diagnosticó en su obra la decadencia de nuestra cultura —la del entretenimiento y la farmacodependencia en Infinite Jest; la de la alienación y la burocracia en The Pale King. Pero él no halló salida. No hubo ciudad de Dios para ese hombre. Le faltó evangelio —no encontró a la Pachamama new age ni a los tecnoapóstoles del futuro cyborg. San Agustín y Wallace: he aquí una tesis doctoral que nunca escribiré. San Agustín y David Foster Wallace: canarios en la mina de sus imperios. La obra de Wallace denuncia y padece el egotismo cultural de Estados Unidos. Por más minuciosa que sea la descripción de sus escenarios y personajes, siempre parece estar reflexionando. Acaso era demasiado inteligente para ser novelista. Acaso sus grandes libros son novelas por accidente (sólo porque la novela es el género más trendy desde el siglo XVIII), pero convenga leerlos como tratados de filosofía moral. La prosa deslumbra, el mensaje cala hondo. Se trata de un mensaje de compasión, de empatía: borrachos de cinismo, estamos cada día más solos. Hay que buscarnos. Al escribir, ya sea sobre una tenista caída en desgracia, una anciana rezando tras el ataque a las Torres Gemelas o una langosta acorralada contra el vidrio de la pecera, Wallace se esfuerza por entender al otro.
¿Por qué, entonces, si hizo tanto por entender a un artrópodo marino, no pudo ser más empático con Mary Karr, la escritora a la que acosó y violentó durante una relación atroz? ¿Por qué, uno se pregunta neciamente, no fue capaz de resistir la tentación de suicidarse, por qué no «aguantó» por compasión hacia su familia, y en especial hacia su esposa, la artista Karen Green, a la que condenó a vivir con el recuerdo de su esposo desnucado? Las pasiones no sólo tiñen el pensamiento, también pueden volverlo venenoso, letal.
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El año pasado renuncié a la empatía sin darme cuenta. Fui un compañero inepto a través de una depresión que, a pesar de ser bastante moderada y razonable, no supe compartir; en vez de sentirla y de aliviarla con afecto, traté de gestionarla con sensatez. Mi presencia se convirtió en un distante y opresivo «échale ganas». Con la mente sumergida en problemas lógicos —cursaba un estéril posgrado en filosofía—, me ausenté del cuerpo. El reproche desde entonces me taladra la memoria. Ahora entiendo mejor cómo funciona el llanto. Amanezco y la belleza del jardín no me consuela. La vida es una olla hirviendo a cien grados de absurdo. Escribir es una forma de empujar la tapa tratando de escapar.
Notas
[1] Considero que la abundancia de notas en la obra literaria de David Foster Wallace es un rasgo capitalista de acumulación insaciable y proliferación caótica. Habrá quien aplauda las bifurcaciones y paralelismos discursivos que las notas producen en obras como Infinite Jest o Brief Interviews with Hideous Men, habrá quien celebre la manera en que las notas suplementan (trastornan) el sentido de lo anotado; la forma en que anotar resignifica un dispositivo textual característico de la escritura académica y lo pone al servicio de la literatura. A mí me gustaban antes, pero ya no. ¿Quién querría desviarse del discurso para atender una farragosa nota a pie de página?
[2] «The Depressed Person», David Foster Wallace, Harper’s, enero de 1998. Todas las traducciones en este artículo pertenecen al autor, a menos que se indique lo contrario. [N. de los eds.]
[3] Esta anécdota es referida por Amy Wallace, hermana del autor, en el documental Endnotes de la BBC.