Consideremos a Wallace
A lo largo de su vida, David Foster Wallace enfrentó a dos enemigos: la depresión y la fama. La primera terminó por matarlo; la presión de la segunda fue, quizá, el detonante de su suicidio.
¿Qué hacer con la popularidad no deseada que atrapa y seduce con su irremediable coqueteo? La fascinación por el escritor y el personaje son los temas del siguiente texto.
When young, Pinch considered human
connections the refuge of those
who couldn’t make art. Or is art
just the refuge of those who cannot
connect?
Tom Rachman,The Italian
Teacher
En 1996, David Lipsky, entonces reportero de una Rolling Stone que todavía se asemejaba a lo que una vez fue, propuso a sus editores entrevistar a David Foster Wallace. «¿Cuál es la historia? —le preguntaron—. Tiene que haber una historia[1].»
Wallace no era rocanrol. No era siquiera Ernest Hemingway, cuyas aseveraciones eran tan contundentes que resultaban tan irrefutables como dogma tan sólo ser enunciadas. Era lo contrario. Si Hemingway era el arquetipo de lo sexy y lo que debía ser un escritor, aquí había un gigante de dos metros, con una pañoleta alrededor del pelo y ropa con más semejanza a un sintecho que a alguien que pocos años después ganaría la beca MacArthur, popularmente conocida como el «genius grant», o «la beca para genios»
David Foster Wallace era el autor de Infinite Jest, un libro de más de mil páginas, atiborrado de notas al pie, de digresiones, de comentarios, de lo que bien podría ser un ensayo disfrazado de novela que abarcaba el presente y el futuro, todo y nada. Era, como lo que a la postre es cada crónica de la Rolling Stone, según Lester Bangs: alguien que comenzaba a enfrentarse al concepto de la fama, al mismo tiempo que luchaba con sus propias limitaciones frente a ella.
Para Wallace la fama —como para cualquier ser humano, si somos honestos— era un arma de doble filo, en particular en el aspecto práctico. Podía servir para cumplirle alguno que otro capricho, como conocer a Alanis Morissette, pero también para ser objeto de acoso. No sólo él, sino sus papás, en un caso extremo.
En un plano existencial ni se diga. Alguien que luchó —¿por qué siempre la relación con las enfermedades se traduce a verbos como luchar y batallar?— contra la depresión y terminó por ser vencido. La idea de que sus palabras dejaran de ser suyas y se convirtieran en propiedad de alguien más, ya fuera única o compartida —porque uno termina por apropiarse de lo que lee, a fin de cuentas—, era apabullante.
Pero, por otro lado, no dejaba de ser un masaje al ego. Como describe Lipsky en Although of Course You End Up Becoming Yourself, el libro que publicó en 2010, dos años después del suicidio de Wallace: «Intenta mostrar cuánto es que no le gusta la publicidad. Salvo que si no es un genio, no hay una buena razón para leer la novela. No abres un libro de mil páginas porque has escuchado que el autor es una buena persona. Lo abres —una vez que en efecto decides abrir el libro— porque entiendes que el autor es brillante»[2].
La fama. Te pone en boca de todos, pero te roba aquello que te hizo famoso. No tu talento, no tu habilidad, sino la privacidad para crear sin que los demás definan y decidan qué hiciste.
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Dado lo anterior, y antes de avanzar, es pertinente responder la siguiente pregunta a manera de advertencia: ¿Alguna vez he leído a David Foster Wallace? Sí, pero no me gusta su ficción.
Me gusta el personaje. Me es fascinante. Por eso, quizá, es que he leído la mayor parte de su obra de no ficción. Cierto es —y él mismo le admite a Lipsky de forma velada— que todo es autobiográfico, como alguna vez dijo García Márquez. Pero esa autobiografía encerrada dentro de la literatura no deja de ser construida. Es Wallace, de manera mucho más consciente de lo que admite, mostrándose como quiere ser.
Es como el epitafio en la lápida de Royal Tenenbaum en The Royal Tenenbaums: «Murió trágicamente al rescatar a su familia de la destrucción de un buque de guerra que se hundía». En el fondo, toda ficción es una cuestión de control.
Dice David Foster Wallace al respecto, en un momento meta sobre la creación misma de la imagen: «Me encantaría hacer un perfil de uno de ustedes que hace un perfil sobre mí. Sería demasiado posmoderno y bonito de hacer. Pero sería muy interesante. Sería la manera en la que yo podría hacerme de parte del control. Porque, si tú quisieras —dentro de los parámetros de no poder mentirle abiertamente a quien verifica lo que escribes, porque yo se lo negaré. Pero si quisiera, digo, vas a poder, esencialmente, darle la forma que quieras a esto. Y para mí eso es verdaderamente perturbador. Porque yo quiero tener la capacidad de formar y administrar la impresión de mí que vas a dar a conocer. Y quizá es por eso que los escritores somos entrevistados tan pinches»[3].
Por eso, tal vez, es más interesante leer a Wallace en su faceta de no ficción. No porque lo otro no sea grandioso, sino porque, aunque también haya un disfraz en la narración de lo real —a fin de cuentas el autor quiere transmitir lo que ve y que el lector opine no sólo sobre eso, sino sobre cómo lo transmite—, hay mayor honestidad.
Tomemos, por ejemplo, uno de los textos que escribió para Harper’s, «Shipping Out», en enero de 1996, justo un mes antes de que Infinite Jest fuese publicado[4]. «Shipping Out» es la experiencia de alguien que nunca antes se ha subido —y probablemente nunca más se suba— a un crucero.
Los primeros siete párrafos de la crónica-ensayo empiezan con la palabra yo. «Yo he visto», «Yo ahora sé», «Yo he aprendido». No queda duda de que se trata del intento del autor por establecerse en el texto: un novato en la experiencia y lo que ha aprendido de ella tras sobrevivirla. «Vengan conmigo, yo tampoco sé de qué se trata esto. Les prometo algo de voyerismo a cambio de unos cuantos dólares: así viven los demás, los que hacen esto por gusto propio. Esa gente.»
Pero también es un acto de desaparición: esa manera de desprenderse del contexto, de narrar la historia a manera de representación del lector —ese yo podría ser cualquiera. Es una manera de ponerse cómodo sin exponerse. Es el mejor mundo posible para Wallace. Cualquier crítica que haga es posible trasladarla al lector. Toda proporción guardada, recuerda un poco a uno de los shows de stand-up de Louis C.K. antes de que cayera en desgracia: si te ríes de uno de sus chistes políticamente incorrectos, no puedes fingir ofensa cuando hace otro igual, te dice, y de paso rompe la cuarta barrera. El yo de «Shipping Out» es en realidad el lector y es parte del chiste. No por nada Wallace da un nombre falso al barco que aborda, el Nadir, o el Punto más Bajo.
Así, al borrarse, en realidad genera una relación profunda. No finge pero sí amolda a escondidas. Nos está diciendo qué sentir, pero lo comparte con nosotros.
Algo similar sucede en otra de sus piezas más recordadas, «This Is Water», el discurso de graduación que dio a los alumnos del Kenyon College, en Ohio, el 21 de mayo de 2005. La puesta en escena de «This Is Water» es aún más compacta que en «Shipping Out». En tan sólo dos líneas ya sabemos quién es él y a quiénes va dirigido el discurso: «Hay dos peces jóvenes que van nadando por ahí, y se encuentran a un pez mayor, que nada en dirección contraria, inclina la cabeza y les dice, “Buenos días, jóvenes, ¿qué tal está el agua?”. Los dos peces jóvenes nadan un poco más, hasta que eventualmente uno voltea hacia el otro y le dice “¿Qué demonios es agua?”» [5].
Para «This Is Water», David Foster Wallace ya es el escritor consumado. Pero aún no ha publicado el follow-up, o la siguiente novela —la tercera— de su carrera. Aunque escribió The Broom of the System en 1987, no fue sino hasta Infinite Jest que apareció en el radar literario estadunidense. Por eso, se piensa, resulta que su tercera novela es, para efectos prácticos, la segunda. Aquella que, en términos de Rolling Stone, dirá si es un one-hit wonder o no. A pesar del éxito avasallador de Infinite Jest, en un mundo tan cruel como el literario, su estatus sigue siendo frágil.
(Wallace, para quien no lo sepa, jamás completará otra obra de ficción. Junto a su cuerpo, en 2008, quedó parte del manuscrito de The Pale King. )
Aquí vemos, una vez más, lo complicado del encuadre, lo difícil de mantener control sin revelar demasiado. El autor tiene cuarenta y tres años, asume el papel de pez viejo, mientras que para la crítica literaria —y pop, porque el fenómeno de Wallace transgrede esa frontera desde Infinite Jest; Lipsky ganó un premio nacional de periodismo por un reportaje que, según sus editores, no tenía punto— sigue sin serlo.
Wallace vive dos existencias paralelas; por eso la representación del pez, que en realidad no es más que un preludio a un discurso sobre las capas dentro de la banalidad de la vida adulta. Y es, claro está, un tratado sobre la mortalidad y el significado de la vida. El discurso cierra: «La verdad con V mayúscula es sobre la vida antes de la muerte. Es sobre llegar a los treinta o quizá a los cincuenta sin querer pegarte un tiro en la cabeza. Es sobre simple conciencia —conciencia de aquello que es tan real y tan esencial, tan escondido frente a nuestras narices que nos tenemos que recordar a nosotros mismos, una y otra vez: “Esto es agua, esto es agua”».
Lo que puede interpretarse como una versión simplista de la vida es mierda, y para no pensarlo hay que recordar que, ante todo, es vida, es en realidad Wallace enfrentando su fama, su imagen y su mortalidad.
No sólo es tomar el control de la narrativa, es hacer partícipes a los alumnos en una versión sombría del viaje en el crucero. Es conectar con ellos a través de una situación típicamente estadunidense, en la que se formó y a la vez aborrece el autor: el discurso de graduación. En esencia, David Foster Wallace es una vez más el narrador omnisciente que refleja lo que el lector —en este caso, los alumnos— tiene en la cabeza en un momento que la sociedad infla a más no poder: la graduación es uno de los símbolos más importantes del estatus cultural estadunidense; en cada pared de cada casa está la foto con toga y birrete.
En un momento tan banal, y tan coreografiado, es cuando vemos al escritor más honesto. No al de ficción, donde tiende a esconderse, sino al que se expone cuando narra lo que ve. Yo sé que esto es agua. Sépanlo ustedes también.
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Hace unos meses, Junot Díaz, quien ganó el Pulitzer con su primera novela, La maravillosa vida breve de Óscar Wao (Random House, 2011), escribió un ensayo personal en The New Yorker, «The Silence: the Legacy of Childhood Trauma». El texto es el primer ajuste de cuentas público del escritor con su pasado. Ahí confiesa el horror de haber sido violado en repetidas ocasiones cuando tenía nueve años.
Díaz narra al inicio que en una firma de autógrafos se reencuentra con X, un personaje de su pasado. X le hace una pregunta incómoda que desata esta introspección irónicamente pública: ¿El abuso sexual que sugiere Díaz en su obra es autobiográfico[6]? No es hasta que alguien más se da cuenta que la verdad surge como torrente.
Con Lipsky, con el tedio en el crucero y con «This Is Water» ocurre lo mismo. Aquello que se atisba en su ficción está al descubierto en su no ficción. La depresión, el suicidio, lo abrumador de la sociedad estadunidense. La representación de sí. Porque aunque tanto en ficción como en no ficción siempre haya un interés por controlar la narrativa, en lo que se ve —mas no en lo que se crea— es donde la apertura es brutal. Ahí se expone Wallace al mundo porque ahí es donde puede conectar y alejarse de la soledad del oficio que requiere cientos de horas de encierro. Al introducirse, y avisar que lo está haciendo, nos dice que son sus palabras. Pero, a diferencia de la ficción, en la que de inmediato se las transfieres al lector para perderlas por siempre, en la no ficción de David Foster Wallace, y en la conversación con Lipsky, hay algunos instantes en los que las palabras no son ni de uno ni del otro: son de ambos, porque hay una conexión fuerte que sólo podrá ser rebanada por un punto final.
Notas
[1] Todas las traducciones en este artículo pertenecen al autor, a menos que se indique lo contrario. [N. de los eds.]
[2] David Lipsky, Although of Course You End Up Becoming Yourself: A Road Trip with David Foster Wallace, Broadway Books, 2010, p. 44.
[3] Ibid., pp. 17-18.
[4] El texto completo está disponible en la edición digital de Harper’s. Véase: https://harpers.org/wp-content/uploads/2008/09/HarpersMagazine-1996-01-0007859.pdf [consulta: 10 de abril de 2018].
[5] Una transcripción del discurso está guardada en el archivo de la universidad. Véase http://bulletin-archive.kenyon.edu/x4280.html [consulta: 10 de abril de 2018].
[6] Junot Díaz, «The Silence: the Legacy of Childhood Trauma», The New Yorker, 16 de abril de 2018. Véase https://www.newyorker.com/magazine/2018/04/16/the-silence-the-legacy-of-childhood-trauma [consulta: 10 de abril de 2018].