Hell’s Kitchen 2
Quedo para cenar con Milton en Cohen’s. Pedimos tortas de pastrami y dos tónicas. Milton saca una anforita con ginebra de su bolso y aliña los tragos. Mientras esperamos la comida le muestro las fotografías de Siki y algunos recortes de prensa. También los mapas. Mis recorridos por el barrio. Época de contradicciones, dice tras un rato de observar el material con detenimiento. Por un lado, el turgente interés de la sociedad por los avances desarrollados por la ciencia para explicarse; y al mismo tiempo el reflujo: peleadores negros, negrísimos todavía, que seguían participando en royales clandestinos por suelto, a veces vendados de los ojos o algún miembro, enfrentándose entre multitudes hasta que sólo uno quedara en pie. Eran hombres libres bajo la mirada estrábica de la ley pero en el accionar de calle seguían ubicados en la parte rasa de la pirámide. No existe la emancipación en el boxeo. Nunca existió. El mesero trae las tortas a la mesa: están frías. Flint, Ferguson, Baltimore. ¿Ahora existe? Nos quedamos callados, masticando. El pastrami frío sabe a cartón.
La autobiografía de Jack Johnson comienza con un comentario sobre el acto de escribir la historia de uno mismo, según uno mismo: “Cuando un hombre blanco redacta sus memorias, cosa que a continuación intentaré, tiende a retroceder hasta tiempos remotos. Su idea parece ser que entre más atrás vaya, la historia crecerá en interés. Yo creo que eso sólo le concierne a unos cuantos, el círculo familiar íntimo apenas. Mirar hacia adelante. Hay que mirar hacia adelante. Aun así, es una tradición. Y las tradiciones están para ser honradas”.
Bueno, bueno, muchachos. Hay demasiado tiros sueltos. Demasiados locos por aquí. Esto es Hell’s Kitchen, dijo el oficial Winston McFulrey cuando llegó al área acordonada aquella mañana en que apareció Battling Siki tirado en la banqueta, y la prensa, los tres reporteros que se interesaron en cubrir a otro afroamericano muerto, lo llenaron de preguntas.
Comparado con el resto de oficios y quehaceres que la población negra de los Estados Unidos fue orillada a realizar para ganarse la vida tras la Guerra Civil, el boxeo ofrecía, en relación costo-beneficio, la mejor renta desde lo financiero y lo social. Tom Molineaux, nacido esclavo en Virginia, ganó su libertad en un combate. Fue un paso adelante. Mínimo pero al frente. Le siguieron George Godfrey y Peter Jackson. Se convirtieron en ejemplo para los antiguos esclavos y su descendencia. La libertad no se encuentra en un papel firmado por un grupo de empelucados.
Annie se levanta a las cuatro de la mañana y me descubre en la sala, encorvado frente a la máquina. Estoy buscando fotos de Siki. Se queda viendo la escena con cara de no entender. En dos meses no se había percatado de que apenas consigo dormir un par de horas cada noche y que luego de dar vueltas y vueltas sobre el colchón me levanto y voy directo a la computadora. En lo que sí se fija es en la botella de mezcal medio vacía –así dice, en español– que tengo a mano. Ahora soy yo el que la mira como si se tratara un signo de interrogación aparecido en medio de la madrugada. Recuerda el optimismo, le digo, y señalo la botella. Medio vacía no. Medio llena.
La aparición y ascenso de los peleadores negros crearon un estado de alarma entre quienes defendían los ideales supremacistas. Si por designio divino el hombre blanco debía ser superior a cualquier otro, ¿cómo era posible que fuera derrotado en un ring por aquellos salvajes? En 1895 Charles A. Dana, editor del New York Sun, escribió: “Hay dos negros allá afuera, George Dixon y Joe Walcott, que pueden destruir a cualquier hombre blanco en sus respectivos pesos. Pruébenlos y verán”. Por supuesto, nadie se atrevió a probar. Eran bombas de relojería. No duraron diez años en el mapa. Dixon murió en la indigencia y Walcott con un agujero de escopeta en el pecho.
Tanto Jack Johnson como Battling Siki gustaban de ser fotografiados. La fototeca municipal de Nueva York tiene varias placas digitalizadas de ambos, en blanco y negro o a sepias. Las imágenes recuperan no sólo la acción del cuadrilátero, las poses de combate y los anuncios publicitarios sino también donde aparecen vestidos de smoking y sombrero, sonrientes y apuestos. Geoffrey Ward, biógrafo de Johnson en The Unforrgivable Blackness, intuye que su afición por verse retratado se debía a que las cámaras no podían caricaturizarlo como hacían los dibujantes y escritores deportivos de la época.
Según la leyenda, un oficial de policía y escritor aficionado de nombre Dutch Fred fue quien bautizó el barrio como Hell’s Kitchen. La primera vez que el cuadrante aparece mencionado de este modo es en una crónica policiaca firmada por un tal Whitey, tal vez un seudónimo del mismo Fred. Eran épocas de cabarets, pólvora y alcohol ilegal. Tras interrumpir un linchamiento en la frontera con Chelsea, su compañero, un irlandés miope que respondía al sobrenombre de Smugglin’ Ted, le habría dicho: “Así que este es el infierno”. Y Fred respondió, imperturbable: “En el infierno hace mejor clima. Esto es la cocina del infierno, chico”.
La historia del boxeo es así. Entre mejor resulta un peleador, más crudo lo tiene. Las trampas abundan. Peor si es negro: entonces el mundo entero se conjura en su contra. Blancos y negros por igual. Todo es perdonable menos el éxito. Lo jueces del éxito son daltónicos pero saben contar, y una minoría exitosa es algo que simplemente no puede consentirse. Durante la época donde acontecieron los primeros combates interraciales, ya fuese en Estados Unidos, Inglaterra, Canadá o Francia, los boxeadores negros eran tolerados con resignación hasta que se les ocurría derrotar a un blanco. Entonces el pasatiempo se convertía en amenaza pública. Los supremacistas se coludían de cualquier manera para hundir a un boxeador negro que pusiera en tela de juicio sus ideales. Fue una centuria indigna, repleta de golpes de conejo. A Molineaux, por ejemplo, lo despojaron de un combate bien ganado contra Tom Cribb, campeón completo de Inglaterra, el 3 de diciembre de 1810. Pierce Egan, decano de la crónica boxística, estuvo presente en el pleito. Según apunta Egan en el primer tomo de Boxiana, nadie se jugó un duro por Molineaux. Los apostadores daban victorioso a Cribb en menos de diez asaltos. Pero el americano resultó un peleador inteligente, con movilidad y diestro para el accionar defensivo, rasgo deudor, con toda seguridad, a la cantidad de rounds en desigualdad numérica que habrá disputado durante su vida en esclavitud.
“Un chico bueno, algo travieso pero bueno”, dijo la viuda americana de Siki, la segunda viuda, cuando la llenaron de preguntas aquella mañana en que su esposo apareció asesinado, escurrido en una banqueta del Hell’s Kitchen.
De la primera viuda no se supo más.
Siki se llamaba Louis Phal y era senegalés. Le metieron dos tiros por la espalda mientras se tambaleaba, presuntamente alcoholizado, por W 41 St. casi esquina con la Novena, apenas a unas calles del mismo lugar donde unos meses antes había sido acuchillado en una riña callejera.
La policía comenzó la cacería del homicida en los speakeasies del rumbo a la mañana siguiente.
Las notas en los diarios se prolongan apenas unos cuantos días más.
Luego nadie más habló de Siki.
Nunca dieron con su asesino.