Claro de luna
Hermana:
Te escribí el otro día, creo que fue el viernes… ¿Recibiste mi carta? ¡Ay, Betina, si supieras por qué vuelvo a hacerlo tan pronto! Pero no digas nada a nadie, ni siquiera a Roberto. Ya sé que es tu marido y que a los maridos debe decírseles todo. Dios lo manda. Pero te lo pido, te lo ruego: no digas nada a nadie. Después que leas esta carta rómpela en pedacitos lo más pequeños posible, y échalos a la lumbre. Luego contéstame, por favor contéstame cuanto antes, Betina. Te lo contaré todo poco a poco.
Ayer se marchó a la ciudad nuestro padre. Parece ser que el tío sigue tan grave, que todos esperan su muerte de un momento a otro. Recibimos un telegrama la víspera diciendo: «Ven pronto. Se muere». Salió en el tren de las once, en el mixto. ¡Si vieras qué deprimido estaba! Yo fui a despedirlo; es decir, fuimos todos, a excepción de Pablito. A Pablito lo dejé en casa de Ramona. No sé por qué allí se siente tan a gusto. Pero, en fin, se marchó nuestro padre y yo me puse a llorar. Desde que murió nuestra madre (q.e.p.d) no había llorado igual. Si me preguntaras por qué lloraba, me sería muy difícil contestarte, puesto que yo sabía de sobra que nuestro padre estaría muy pronto de regreso. Al tío, a decir verdad, apenas lo conozco, lo recuerdo como en un sueño, y aunque uno debe sentir piedad siempre del que se muere, su muerte no era un grave asunto para mí. Así fue, sin embargo. Cuando salíamos de la estación, tomé de la mano a Rosita y Alberto, y en vez de seguir por la vía, que es el camino más corto, tomé por el atajo que lleva a la presa. Rosita y Alberto parecían muy pensativos, me miraban de cuando en cuando, y sospecho que estaban también a punto de echarse a llorar. Cómo quisiera alegrarlos, les dije:
—Podéis cortar flores si se os apetece.
Alberto repuso:
—No, preferimos seguir así. Los tres juntos.
Y los tres juntos, hermana, llegamos por fin al río. Y los tres juntos, allí, nos pusimos sin saber por qué a llorar.
Ya todo esto es un poco extraño, ¿no crees? El día de ayer fue bien extraño, por cierto. Verás.
Por la tarde se nubló el cielo, se volvió oscuro como de noche y empezó a soplar un terrible viento que parecía querer arrancar de cuajo la casa. El chopo de nuestro huerto dejaba escapar verdaderos torrentes de hojas, aún verdes, que, formando remolinos, golpeaban en las ventanas o se pegaban a los cristales y continuaban después su vuelo. Allá del mar venían nubes cada vez más negras. No se veía la cumbre del Diablo: por sus laderas bajaba una neblina espesa, rodando, rodando a través del bosque. Entonces comenzó a relampaguear. Los truenos en un principio sonaban muy lejos, tardaban en llegar un buen rato y apenas si llegaron a inquietarme; pero pronto relámpago y trueno eran una misma cosa y se sucedían uno tras otro, amenazándonos del peor modo. ¡No recuerdo nada parecido!
La casa es chica, tú lo sabes, pero a mí me parecía demasiado grande. Y también, creo yo, pensaban de igual modo Rosita y Alberto. Pablito, el pobrecito, aún no sabe lo que es grande; no sabe lo que es pequeño; no sabe sino dormir o no dejar dormir a los demás… Pues te decía: Rosita y Alberto estaban poseídos de la misma ansiedad que yo. Lo comprendí perfectamente cuando él dijo:
—Vamos allá. ¡Mejor allá!
¿Sabes lo que es allá? La ventana de mi cuarto: el cuarto más pequeño y oscuro de todos. Entramos y Rosita dijo:
—Cierra.
Cerré la puerta con llave y nos fuimos a la ventana. ¿A qué? No lo sé. A mirar, a mirar. Los tres mirábamos hacia afuera, donde el cielo era cada vez más negro y horrible, la neblina más espesa y los árboles más desolados. Nadie decía nada; nos apretábamos, eso sí, uno contra otro, o limpiábamos con la manga los cristales, porque empezaba a caer la lluvia y éstos se iban empañando. No cesó de llover y tronar en toda la tarde. No amainó ni por un segundo el viento. Y anocheció más temprano que otras veces. Aquí empieza lo interesante, hermana, lo que quiero que te calles siempre.
Preparé la cena como de costumbre, puse a dormir a Pablito y cenamos los otros tres a eso de las ocho. ¡Qué extraños son los niños! Hermana, no sé por qué lo digo, pero ¡qué extraños son los niños! ¿Adivinan? ¿Presienten? El caso es que mientras estuvimos a la mesa no pronunciaron más que unas cuantas palabras, comieron bastante menos que otras noches y noté que me miraban a hurtadillas, no sé si con curiosidad o miedo. ¿Adivinaban mi miedo? ¿O adivinaban otra cosa peor? Tan poco fue lo que hablaron, que creo poder repetírtelo todo. Rosita dijo:
—¿Crees, Amanda, que lloverá toda la noche?
Verás lo que respondió Alberto:
—¡Cómo lo va a saber Amanda! ¿Acaso lo sabes tú?
Alberto es ya un hombrecito.
—Si tienes miedo, Amanda, vente a dormir con nosotros. Papá estará de vuelta un día de estos y se alegrará de que no hayamos pasado miedo.
Yo dije:
—No, no tengo miedo. ¿A qué he de tenerlo? Mi hermano bajó la vista y no dijo nada; pero comprendí que sí sabía muy bien que yo tenía miedo. ¡Y un miedo horrible, hermana! ¡Un miedo que podía haberme matado!
Se acostaron. Seguía lloviendo, tronando, relampagueando; seguía silbando el viento, gimiendo el chopo del huerto como un ser vivo y muy triste. No sé lo que se oía, si el mar o el río, pero había en la casa un bullicio muy raro, y ese bullicio, creo yo, se escuchaba en las demás casas. Pero las casas están tan apartadas, que no me decidí a ir a preguntarles. Cuando salía del cuarto de mis hermanitos, les dije:
—Si queréis, no apaguéis el candil… Yo subiré dentro de poco y si estáis ya dormidos lo apagaré.
—Preferimos quedarnos a oscuras —prorrumpió Alberto—. Es como se duerme mejor.
Sopló la llama y se quedaron efectivamente a oscuras. Pero enseguida oí su voz entre las sábanas.
—No cierres la puerta, Amanda…
¡Qué miedo tenía el pobrecito!
Bajé, bajé y me puse a recoger los trastos. Me puse a lavarlos, como es costumbre. El agua estaba fría y yo también tenía frío. Pensé: «Sería mejor dejarlo para mañana». Ya ves lo que son las cosas. No sé por qué no lo hice así, ni por qué no subí a mi cuarto y me metí en la cama, que era lo que deseaba. No sé por qué no me era posible hacer lo que se me apetecía. No sé por qué no solté los platos… Me puse a cantar. He oído contar muchas veces que cantando se espanta el miedo. Canté por lo bajo, muy bajito, tan bajito que no me oía; y también me dio miedo no oír siquiera mi voz. Los pensamientos más extraños comenzaron a golpearme en la cabeza. Yo pretendía arrojarlos, deshacerme de ellos, y no podía.
«¿Dormirán?», me dije, pensando en los niños.
Y luego:
«Voy a espiarlos…»
Pero esa cosa que uno nunca sabe lo que es me detuvo:
«Después irás. Termina antes con tus quehaceres.»
Hermana: tú me preguntarás a qué tenía miedo. ¿A sentirme desamparada en la casa? ¿A la tormenta, tal vez? ¿A los fantasmas? ¡Déjame reír! No tenía miedo ni a la soledad, ni a la tormenta, ni a los fantasmas, en los que no creo. Tan no tenía miedo a nada de esto, que hasta aquel mismo momento en que me disponía a subir no me había preocupado de revisar los postigos. Llevo diez años viviendo en este lugar, y en todo este tiempo no ha ocurrido nunca nada digno de mencionarse. Papá, que yo sepa, tampoco recuerda algo a este respecto. Aquí nadie roba, nadie asesina, nadie molesta a nadie y los muertos duermen en paz en sus tumbas. Pues bien, habíame dicho para mis adentros: «¡Listo!», iba a soplar el candil de la cocina…
¡Hermana! Oí que golpeaban a la puerta. Atendí. Como soplaba el viento tan fuerte, permanecí muy atenta. Sí, sí, volvieron a llamar. ¿Qué hubieras hecho tú, dime? ¿Qué hubieras hecho, responde?… En puntas me fui caminando rumbo a la escalera, sin pensar en otra cosa que en llegar cuanto antes a la planta alta y encerrarme con mis hermanos en el cuarto; sin pensar en otra cosa que en cerrar con llave la puerta, poner tras ella todos los muebles y dejar que el que llamaba llamara la noche entera. Llamara, llamara hasta morirse de frío; morirse, si es que vivía… ¿Te das cuenta de que ya empecé a creer en los fantasmas?
Por fortuna, no oí más golpes. Volví, pues, a la cocina y apagué la luz; pero al tratar de salir de nuevo, estalló un relámpago en el cielo, todo se iluminó con una luz extraña, como si acabara de salir el sol de repente, y vi a través de la ventana la sombra de alguien que se apoyaba allí. Luego quedó todo a oscuras de nuevo, y yo allí, sin moverme. Me pareció escuchar una voz, me pareció oír que golpeaban en los cristales, me pareció que un rostro se apoyaba en la ventana. Vino un nuevo relámpago y ya no hubo la menor duda. Pero todavía pensé: «Será un pobre cristiano que busca…»
Tú ves que me di valor. No supe qué hacer. Y tal vez lo que hice fue lo peor. Tan aprisa como pude, eché a correr rumbo a la escalera, tropezando con cuanto mueble hallaba en mi camino. El trecho es corto; llegué. Pero al llegar —¿recuerdas dónde está la escalera?— escuché de nuevo a la puerta, junto a mí, la mano aquella que golpeaba. Los golpes eran muy fuertes, seguidos, como los de quien trae una gran prisa o se ve en un serio aprieto. «¿Un cristiano que…?»
Me aproximé a la puerta.
—¿Quién? —pregunté.
Me contestó una voz ronca, muy parecida a los truenos, pero a la vez dulce, digna de la mayor confianza.
—¡Yo!
¿Te parece extraño que con semejante respuesta me hubiera vuelto la calma? Pues así fue. No acierto a comprender por qué, pero aquel «¡yo!» bastó para que se disipara en mí el miedo. No necesité saber más. «¡Yo! ¡Yo!», y abrí la puerta. Créelo, créelo, Betina, abrí la puerta y ni aún ahora que ya es de día me arrepiento de haberlo hecho. Verás…
Me encontré cara a cara con un hombre calado por la lluvia, aunque más bien que un hombre, una sombra que chorreaba agua por todos lados. Sólo durante un segundo, mientras otro nuevo relámpago estallaba allá en el cielo, alcancé a distinguirlo medianamente. Me pareció robusto, no más alto que yo, con unas manos como las raíces de un castaño, con un cuello también robusto, recio, como el mismo tronco del castaño. Los cabellos le cubrían la frente, el cuello y le caían —pensé de momento— sobre los hombros. Me volví, dejando la puerta abierta, y encendí el candil. Al volverme, el hombre estaba a mi lado. Fue inútil, pues, que yo dijera:
—Pase usted.
Se quitó el capote tranquilamente y con él se secó los cabellos, aunque más bien no hizo otra cosa que empapárselos de nuevo. En efecto, sus cabellos eran como me los imaginaba: híspidos, negros, muy largos; tan largos como ya nadie los trae. Y sus ojos eran profundos, nunca supe de qué color, hundidos allá no sé dónde, llenos de tristeza. Y sus botas estaban rotas por la punta, dejando asomar los dedos. Y sus espaldas, de tan fornidas, parecían las de un leñador. Y tenía apretados los labios, apretados, Betina, como los de un hombre que se dispone a llorar. ¡Qué piedad sentí de él!
Nos miramos —aún sin pronunciar palabra— y yo le pregunté si quería beber un poco de café. Él me pidió, en cambio, algo de comer ¿Cómo describirte su voz? Como el trueno, como el trueno, hermana. Con eso basta. «Debe ocurrirle algo muy grave», me dije. Y le hice pasar a la cocina.
Sonaban extraños sus pasos.
—¿Se quiere usted quitar las botas? —indagué—. Encenderé la hoguera para que se caliente…
No dijo que no ni que sí. Comenzó a desabrochárselas, dejándolas caer pesadamente contra el piso. Comenzó a titiritar.
—Espere, espere, le traeré a usted algo con qué cubrirse.
Ni yo misma sabía bien lo que me pasaba; ni yo misma acertaba a descifrar qué especie de sentimientos se apoderaban de mí. Me sentía alegre, confiada, contenta, como no me sentí nunca, a excepción de una vez, hace mucho tiempo, en que bebí media botella de vino. Deseaba subir cuanto antes, bajar también cuanto antes y reunirme en la cocina con aquel hombre. No sabía quién era, no me importaba quién era, ni experimentaba el menor deseo de indagarlo. No sabía si estaba bien, si estaba mal, si era justo o injusto lo que hacía, si peligroso o admirable, si disculpable o… ¡En fin, verás! Le bajé unas ropas y unas botas de mi padre y le dije que se las vistiera.
—¡Allí puede usted ponérselas! —exclamé.
Volvió con ellas puestas y se sentó junto al fuego. Yo atizaba las brasas e iba de un lado para otro, buscando algo que prepararle. Había sobrado algo de la cena y me dispuse a calentarlo. Partí un par de huevos y los arrojé al sartén. Como Dios me dio a entender —así de precipitada estaba— mondé unas patatas y las eché en otra sartén. Luego dije:
—Cuide usted de ellas. Vuelvo en seguida.
Traje del comedor el aguardiente y el desconocido bebió una copa, pero a lentos y pequeños sorbos, como si el alcohol le raspara demasiado en la garganta, como si no le gustara en absoluto el aguardiente. Y comió, comió todo cuanto le di, raspando muy bien el plato, sin levantar la vista, sin detenerse a mirarme un segundo, sin proferir una sola palabra. En cuanto terminó de beber el café, echó atrás un poco el cuerpo, suspiró del modo más hondo que puedas suponerte y apretó más los labios uno contra otro. Así se quedó largo rato mirando al fuego, que ardía por fortuna como en sus mejores días… Y me miró. Me miró desde allá adentro, sin sonreírse, casi como disgustado, y yo tuve que bajar los ojos porque no era posible resistir su mirada. Tres veces que levanté los ojos, tres veces que lo encontré mirándome, y tres veces los bajé. Comencé a tiritar y a pensar en mis hermanitos, en sus camitas tan tibias; a pensar en mi padre, que para ti, que estás tan lejos y que habrías de reprocharme severamente lo que estaba haciendo. Tuve una ocurrencia espantosa: «Ya nada tiene remedio».
Mas como si hubiera adivinado, extendió su mano, que es, ahora sí puedo afirmarlo, como las raíces de un castaño, y la posó en la mía.
—No temas —dijo—. Quédate así quieta, sin hacer ruido. Pero yo sabía que no está bien que una mujercita se encierre en un cuarto con un desconocido. «Dios sabe lo que ocurra.»
Dejé, no obstante, que su mano continuara allí sobre la mía; dejé que nuestros pies siguieran juntos junto al fuego; dejé que transcurriera el tiempo que tenía que transcurrir; que sucediera lo que debía suceder y que ni yo ni nadie habríamos podido evitar.
¡Jamás en la vida habría podido perdonarme el dejar a aquel hombre a la puerta, a merced de la lluvia, del viento y del frío, en semejante noche!
Estalló un relámpago y el desconocido se sobresaltó. Se puso en pie. Luego se echó las manos atrás y comenzó a pasear por la cocina. Era un poco encorvado, y sus cabellos, ya secos, parecían un haz de hierba también seca. Mantenía la barbilla constantemente apoyada en el pecho, como presa de una grave preocupación, y caminaba con las piernas un tanto separadas. Ya no me moví de mi asiento y me puse a pensar qué grave asunto podía ocurrirle a aquel extraño personaje, que de tan especial manera se conducía. Puedo jurarte, Betina, que hasta entonces todo me pareció natural. Natural cómo entró a nuestra casa; natural cómo pidió de comer; natural cómo comió y bebió; natural cómo se había puesto las ropas de mi padre; natural que permaneciera allí sin darme las gracias o preguntarme algo, sin dirigirme una palabra o disponerse a marchar.
Imagínate, Betina, que llevábamos en semejante actitud cerca de una hora: él paseando sin cesar de una esquina a otra, deteniéndose si acaso a mirar por la ventana, y yo acurrucada en un banquito, junto al fuego, esperando Dios sabe qué. Te digo que ahora sí me parece extraño, pero entonces no. Quisiera explicarte bien esto: parecíame —comprende, perdóname, hermana— que pertenecía yo en cuerpo y alma a aquel hombre, que aquella pobre casa era su casa, él, él era el dueño, y que nos habíamos… nos habíamos… —sí, sí, debo contártelo todo— que nos habíamos amado desde muy niños. Yo era su mujer y él podía hacer de mí lo que le viniera en gana. Arriba, junto a la de mis hermanitos, había una habitación muy clara, pintada de cal, con una ancha cama en el centro, cubierta con una colcha de encaje. En aquella cama dormíamos, habíamos dormido siempre, y por las mañanas… ¡Oh, Betina! ¿Por qué las cosas eran tan distintas a como parecían? ¿Por qué en vez de aquel cuarto hermoso y claro había una celda pequeña y negra, con una sola cama estrecha, pegada al muro y sin colcha? ¿Por qué aquel hombre tendría que marcharse y por qué mi padre tenía que volver? ¿Por qué ama uno y espera siempre lo que no ha de llegar? ¿Tú sabes por qué, Betina? Pero así es.
El desconocido adivinaba todo. No bien concluía yo de pensar todo esto, cuando volvió a sentarse a mi lado.
—Partiré —dijo de pronto, sin levantar la vista del fuego.
Yo hice que no le oía, tratando de obligarlo a decir algo más.
—Es un trecho muy largo —añadió.
Lo miré y ya sostuve su mirada. No supe contenerme.
—¿Se va? —pregunté—. ¿Y a dónde?
No me contestó. Noté, en cambio, que se acercaba a mí, inclinándose sobre mi hombro, como aquel que no oye bien.
—¿Se va? —volví a decir.
Pronunció un nombre extraño, que al principio confundí con el de algún pueblo. Pero al hacérselo repetir varias veces comprendí con tristeza mi error.
—Teresa Brunszvik… —dijo.
«Teresa Brunszvik», repetí para mis adentros un buen número de veces. Y supuse, no sé por qué, que aquella mujer de la que hablaba debería ser muy bella y joven, más bella que nadie, con dos trenzas doradas, unos dulces ojos color violeta y los labios frescos y tiernos como dos fresas. También alcancé a imaginarme que andaría siempre descalza por entre la hierba húmeda… No, no me la imaginé en ningún palacio, sino en un bosque muy negro, un bosque de encinas, tendida junto a un río, bajo los rayos del sol. Allí la encontraría él una mañana, la llamaría su mujer, y, después de abrazarse y besarse muy fuertemente, le contaría que una noche, una horrible noche de tormenta…
—Me llamo Amanda —susurré, pensando en aquella mujer.
El desconocido despegó los labios y volvió a inclinarse sobre mí.
—Amanda… Amanda —balbuceé—. No quiero que se vaya. Me oía, sí, estoy segura, sonreía y no decía nada. Comencé a impacientarme.
—No quiero que se vaya, ¿por qué se ha de ir usted? Espere un poco que cambie el tiempo… ¡Ya vendrá la primavera! Le mostraré muchas cosas, verá…
Se frotaba las manos, como si aún tuviera frío.
—Acérquese más al fuego. Echaré más leña… hay de sobra…
Eché unos troncos que, como estaban aún verdes, empezaron a tronar y a escupir ceniza por todas partes. ¡Betina, Betina, me acurruqué casi sobre él!
—¡No le permitiré que se marche!
Entonces comencé a hablar no sé qué cosas. No siempre sabe uno lo que habla. Le conté que estaba sola… que mi padre se hallaba fuera… que tenía una hermana allá lejos… que en dos cuartos, allá arriba, dormían mis hermanitos. Le conté que siempre, siempre, desde que yo me acuerdo, me había sentido sola… y como triste… como enferma… que sobre todo de noche… Le conté que lloraba…
Y dije:
—Me marcharé con usted.
¡Ya, ya sé lo que vas a decirme! ¡Ya sé lo que vas a pensar de mí en cuanto leas esta carta! Pero lo diré yo antes: que no soy acreedora al cariño de nadie en la familia. Está bien, puede ser; pero verás.
Sentía yo que las lágrimas, poco a poco, acudían a mis ojos porque me resultaba imposible, por más esfuerzos que hacía, franquear aquel pecho de hielo. ¡Mira! Tenía la impresión muy clara de que me hallaba frente a algo tremendo, completamente incomprensible como el mar o la muerte. Era como si a mi lado se hallara no un hombre común y corriente sino una especie de Gran Dios; como si pretendiera quebrar a pedradas una enorme montaña o atrapar a puñados el agua que corre en la playa… Imagínate a ti, a ti misma, hermana, implorando la ayuda de un árbol, de una roca, de un pozo. Imagínate, mejor, flotando en la inmensidad del mar, sujeta a un tronco, y gritando, pidiendo a alguien, no sabes a quién, que te salve de las olas. De pronto un barco aparece entre la niebla y cruza a tu lado. No lleva ninguna luz. Es tarde y sus pasajeros duermen. Tú gritas, gritas hasta tragar tanta agua como resistas y el barco prosigue a oscuras. Sigue, sigue en silencio, te deja atrás porque nadie te ha oído, y se pierde.
—¿Teresa Brunszvik? —pregunté sin querer significar nada.
Se iluminó su rostro.
—¿La conoces? —me preguntó.
—No, no la conozco —respondí.
Calló.
—Usted la ama…
—La amé siempre —me replicó.
Dije entre dientes:
—¡Si supiera usted que también yo lo amo!
—La amé, nos perdimos, y por eso la busco. Sé que algún día podré hallarla.
—Lo amo, ¿es posible que todavía no lo haya usted descubierto?
¡Creerás que hacía un gran rato que no llovía, que el viento no golpeaba más en los cristales y que una luna pálida y extraña se asomaba por entre las nubes y bajaba hasta el jardín! ¡Creerás que aún escuchaba yo los truenos!
—Podríamos ir juntos a buscarla —insinué.
Esta idea me animó. Agregué:
—Yo podría ayudarlo. Conozco desde que era así estos rumbos…
¿Te das cuenta? Guardaba en el fondo una grata esperanza: como aquel hombre debía venir de muy lejanos rumbos, me sería fácil extraviarlo. Juntos nos extraviaríamos para siempre, y ya nunca podría separarnos nadie porque habríamos de perecer así en cualquier parte.
—¿Sospecha acaso dónde pueda estar?
Contestó que no.
—Créame, sí puedo ayudarlo. Pero es preciso partir cuanto antes.
Sonrió y me miró tristemente.
—¿No quiere que lo ayude?
Volvió a sonreír y a mirarme.
—Iremos juntos, ¿me lo promete usted? Diga, ¿me lo promete?
Como si no le importara gran cosa lo que decía, me replicó:
—Sí.
¡Hermana! ¿Está mal que haya buscado su mano y la haya apretado entre las mías? ¿Está mal que después de tenerla así unbuen rato la haya llevado a mis labios? ¿Y que haya dejado caer la cabeza que se me iba y la haya apoyado en su pecho? Así me quedé. Ardían los leños tan cerca, hermana, que sentía que el rostro se me abrasaba; pero poco a poco la lumbre se fue haciendo más débil y entonces sí fue bien dulce el calor. Los troncos eran azules, la ceniza gris como el cielo de aquella tarde y las pequeñas lenguas de fuego se alargaban resbalando hasta los ladrillos.
Yo pensaba: «Tomaremos por aquel camino… cruzaremos el río… llegaremos al canal. Allí la lluvia habrá inundado los campos y tendremos que retroceder. Yo diré entonces: ‘Por aquí’. Y volveremos al río. Eso lo conozco bien. Hay una senda estrecha, sin piedras, cubierta casi de espinos… ‘No, no, por allá mejor. Es el atajo’, diré. Mentira: no es el atajo. Es la vereda que lleva a la cumbre del Diablo; pero la vereda se bifurca, ya nadie la transita, nadie tiene a qué ir a la cumbre del Diablo, y hay un gran pozo, un puñado de rocas… niebla, niebla…»
Siempre hay niebla por la cumbre del Diablo, Betina. ¡No hay posible salvación!
¿Sabes lo que ocurría en tanto? Que unas manos frías y ásperas, de color ladrillo, entreteníanse en separar mis cabellos, haciéndolos caer ya hacía un lado ya hacía otro, fingiendo trenzarlos o peinarlos, haciéndolos brillar, me imagino, de tanto pasar y pasar la mano sobre ellos. Y cuando aquellas manos, alguna vez, alcanzaban a llegarme al rostro, no sentía yo menor ardor en él que cuando el fuego calentaba con fuerza.
—Diga usted Amanda, ande, dígalo. ¡Es un nombre bien dulce, dígalo!
Y oía sobre mí una voz que no se parecía a ninguna otra:
—Amanda, niña, estate quieta, sin hacer ruido… Amanda… Amanda… Hasta aquí.
¡Oh, hermana! ¡Por Dios te ruego que nadie vaya a saber nada de esto! Verás…
Desperté allí mismo, ya bien entrada la mañana, junto a la hoguera apagada. Rosita y Alberto dicen que me oyeron gritar. No lo sé. Pero esto es lo que menos importancia tiene. Lo que sí la tiene, ¡Dios mío!, es que lo dejé marchar. Me dormí en sus brazos y él escapó. Se escapó, Betina, y aquí me tienes más sola que antes. Sola otra vez. No tiene remedio. Pero verás lo que pasó. Al dormirme, comencé a soñar. Mira, es bueno que prestes atención a esto: soñé que vivíamos con nuestra abuela en su vieja casa de campo. Todos vivíamos allí, hasta nuestra pobre madre que no había muerto. Debía ser mi cumpleaños probablemente, pues yo estrenaba aquella noche un vestido muy bello y todos cuantos llegaban —había muchos invitados— dejaban caer a mis pies un ramo de flores y me besaban en la frente. Había gran cantidad de jóvenes, todos vestidos de negro, y había otras tantas muchachas, todas vestidas de blanco, que bailaban en un salón lleno de espejos. Hacía una noche espléndida. Había una luna como jamás la habrás visto: inmensa, deforme, pesada, y tan baja que parecía apoyarse en las copas de los árboles o en los tejados de las casas. Su luz no era blanca, ni roja, ni verde, sino tan azul como si surgiese de lo más profundo del río, y, sus rayos, separados unos de otros como hilos, se retorcían en el aire, se quebraban, formaban espirales y letras y desaparecían Dios sabe con qué rumbo. Eran fríos como el hielo y la gente escapaba de ellos. La gente se encerraba en los salones, llenaba copa tras copa y bebía, bebía repitiendo siempre una misma cosa, mirando de reojo al cielo:
—¡Qué frío, Dios mío, pero qué frío está haciendo!
De pronto se apagaban las luces, dejaban de reír y gritar los invitados y yo me encontraba tendida, con mi vestido nuevo, en la cama. ¡Si vieras qué alcoba, Betina! Bueno, esto no viene a cuento. Estaba yo, decía, con mi vestido en la cama, envuelta en un milagroso silencio; digo milagroso, porque se oían ciertos ruidos muy especiales: mi corazón, mi pulso, un reloj que nunca había oído en la casa de la abuela. Muy cerca había una ventana y sobre ella alumbraba la luna. Sus rayos seguían siendo azules, visibles y fríos. Entonces, hermana, descubro una sombra a mi lado. No me inmuto, no, y la sombra se aproxima al balcón. Se acerca un poco más a la luz, y ya advierto que es él, él mismo, Betina, que no había sido invitado aquella noche. No dice nada, se aleja, no se ocupa de mí; yo no acierto a moverme. (Esto es muy común en los sueños, ¿verdad?) Se aleja y oigo que arrastra un pesado sillón, que cruje algo tremendo y sonoro, como si alguien destapara un sepulcro. Y empieza a sonar una música tan triste y tan dulce como no creo haya escuchado nadie en la vida. (Trataré antes que nada de terminar de contarte el sueño.) Duró aquello bien poco, no sé. Y entonces cesó de golpe la música, ya pude moverme, salté de un brinco hasta el suelo y encontré en mitad de la estancia un piano abierto que no conocía, abierto también el balcón, y la luna pegada al balcón. Me asomé, suponiendo lo que había ocurrido. No me equivoqué, Betina: allá lejos, muy lejos, rumbo a la cumbre del Diablo, iba él con las manos atrás, caminando muy despacio por entre unos árboles oscuros que goteaban constantemente…
Al despertar, recordé aquella música; la recuerdo como si la estuviera oyendo. No la olvidaré mientras viva. Pero escucha, no es eso todo. Falta algo muy importante, y yo te pido que me escuches, me ayudes…
Trataré como pueda de explicarte la música, y tú es preciso que me comprendas, porque de otro modo no sé cómo habrías de ayudarme. Mira: la música era muy sencilla, lánguida, suave, monótona. (¡Oh, si supiera música qué fácil sería!) Digo que era sencilla, pero a la vez, allá abajo, por algún sitio muy escondido, sonaba algo así como el estampido de un trueno… de un cañón… de una ola… de algo, más bien, que cae desde muy alto, se detiene un rato y vuelve a caer todavía más hondo. ¡No, no!, un estampido de cañón es demasiado fuerte, violento, muy seco; era otra cosa más blanca, más grave, mucho más impresionante, como si un gigante golpeara con sus puños en el tronco vacío de un árbol. La música tierna, la otra parte de la música, que no se interrumpía jamás, era suave, monótona, compuesta… no sé si me entiendas… compuesta de tres sonidos. ¡Ya, ya encontré la imagen! Eran tres gotas de agua, TRES, que caían regularmente sobre tres fuentes distintas. La primera tenía poca agua; la segunda, más; y la tercera estaba llena hasta los bordes. Esto ocurría durante un buen rato, siempre igual; después, o las gotas se hacían más pesadas o el agua de las fuentes variaba, el caso es que el sonido se aclaraba un poco, muy poco, se hacía un poco más de mujer que de agua. Me parece que a fin de cuentas las fuentes se desparramaban y el agua saltaba de piedra en piedra, sobre lodo tal vez…
¿Pues sabes una cosa, hermana? Que esta música ya la había oído yo en alguna parte. Es tocante a esto último a lo que quiero que me ayudes. Verás: la oí… ¡déjame recordar! Hace muchos años de eso. Pero ¡calla! ¿Qué digo? ¡Tonta, estúpida de mí! ¡Espera, aguarda un poco, en seguida vuelvo!
¡¡Betina!! ¡¡Betina!! ¿Estoy loca? ¿Habré perdido el juicio? Óyeme bien y créeme, Betina. He subido a la habitación de mamá… recordé mientras escribía… ¡Hermana, tengo miedo, no sé qué desgracia!… Tú dime. ¿Qué tengo entre las manos, Dios mío? He subido a la habitación de mamá y he hallado en su armario… nunca antes lo habíamos abierto… he hallado en su armario… ¡Betina, es eso, eso, no quisiera, no puedo creerlo, pero sé muy bien que es eso! Ella tocaba esa música. Trae su retrato, ¿lo ves, lo ves bien? Es él, él mismo; aquí te lo mando; te mando todo el cuaderno y tú pregunta si es esa música. ¡Pregunta si es esa! ¡Pregunta si tiene tres gotas! ¿Lo olvidarás? Primero es una fuente con poca agua; después otra fuente con más agua… ¡Ayúdame, hermana! En una página dice: «Beethoven». No, no, esto lo dice en muchas otras páginas… Lo que dice en una sola es esto: «Teresa Brunszvik, 1809».
Aquí tengo sus botas.
Amanda.