Guía práctica para escalar La montaña mágica (sin morir en el intento)
100 AÑOS DE LA MONTAÑA MÁGICA DE THOMAS MANN
Mi padre, el lector más disciplinado que he conocido, murió sin terminar de leer La montaña mágica. Él, que en un par de meses devoró bajo su estricto régimen de 30 páginas por noche: Paradiso de Lezama Lima, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe de Daniel Sada y Herrumbrosas lanzas de Juan Benet (novelas titánicas con las que alguien podría morir descalabrado), me confesó en una ocasión que la novela que siempre se le había resistido desde su juventud era La montaña mágica de Thomas Mann. Había hecho el intento de leerla en varias ocasiones a lo largo de 66 años y nunca rebasó los primeros capítulos.
Quizá el párrafo anterior parecerá disuasorio o contrario a los fines de este artículo, que viene a divulgar todo lo contrario —que La montaña mágica es una novela amena y accesible— pero permítanme añadir, me parece, la razón por la cual la obra de Mann se mostraba renuente a los ojos de mi padre tenía más que ver con el tema que con su complejidad. A mi padre le hastiaba la enfermedad y la hipervigilancia de síntomas, temas centrales en la obra maestra de Thomas Mann; basta decir que la única medicina que tomó en vida fue también la que lo mató: la venenosa quimioterapia.
Quizá la de Mann sea una novela que fluye mejor en mentes hipocondriacas, y puede que también sea una bildungsroman (novela de aprendizaje) más apta para los jóvenes; tal vez por eso yo, con solo veinte años, tuve el atrevimiento de leerla, y no solo eso, sino de disfrutarla y crecer con ella, con ya tres relecturas que me han llevado a considerarla, en un duro enfrentamiento con Rojo y negro de Stendhal, quizá la mejor novela de cuantas se han escrito.
CONSEJO NÚMERO 1 DEL MONTAÑISTA: Prepara el equipo adecuado
Otra razón por la que quizá mi lectura fluyó con mejor ritmo fue la edición. Mientras mi padre batalló en su momento con dos pesados tomos de tapas blancas en la traducción canónica de Mario Verdaguer —una traducción brillante, pero quizá anacrónica, ligeramente censurada y con párrafos enrevesados— a mí me tocó la amena versión de Isabel García Adánez en un tomo de bolsillo de Edhasa, mucho más ligero. A esta traducción le han cuestionado su simplicidad; donde Thomas Mann elude el concepto para fabricar una sintaxis compleja y preciosista, la versión de Adánez retoma los sujetos de la oración en aras de la claridad. Sin embargo, yo la recomiendo ampliamente, además no tengo suficientes conocimientos del alemán para sumarme a sus detractores.
Por otro lado, yo tuve la suerte de tener a la mano el traductor de Google, el cual me facilitó comprender esas páginas completas que Mann redactó en francés, que en ambas traducciones permanecen en el idioma original, y así pude comprender mejor los primeros coqueteos entre Hans Castorp y la sibilina Madame Chauchat.
En caso de que no confíen en los traductores automáticos, en este enlace pueden encontrar una traducción muy lograda de dichas páginas: https://es.scribd.com/doc/56171537/La-montana-magina-Traduccion-del-dialogo-en-frances-entre-Madame-Chauchat-con-Hans-Castorp
CONSEJO NÚMERO 2 DEL MONTAÑISTA: Investiga la ruta y el clima antes de salir.
La montaña mágica es una novela de severo aprendizaje, en ella los argumentos humanistas más brillantes moldeados desde los inicios de la filosofía hasta principios del siglo XX colisionan para moldear la mente del joven protagonista Hans Castorp. Todos los personajes de la novela tienen algo interesante que decir, comenzando por el mismo doctor Behrens, cerebro rector del sanatorio de tuberculosos, el cual, desde las primeras páginas, le explica pacientemente a Castorp -como un didáctico Dr. López Gatell/Faucci/Tedros- todas sus dudas existenciales desde el punto de vista médico:
“La vida es una mera oxidación de las proteínas de las células, es de ahí de donde procede ese agradable calor animal, que a veces se siente en exceso. Sí, vivir es morir, ésa es la cruda realidad” (p. 385).
Los grandiosos argumentos de Settembrini y Naphta, dos eruditos férreos e inamovibles que se pelean el alma intelectual de Castorp en agitadas argumentaciones, hay que anticiparse con alguna noción de la historia de los movimientos sociales en Europa en los siglos XVIII Y XIX, y la dualidad entre materialismo e idealismo, pero en general están tan bien fundamentados que en ningún momento resultan pedantes, ajenos o inaccesibles.
Otro de los amigos de Castorp, el holandés Peeperkorn, guiará a su vez el pensamiento del joven hacia una nueva moral, una donde la vida se abre paso a la fuerza frente a los inevitables designios de la muerte:
“La derrota del sentimiento ante la vida, ésa es la debilidad para la cual no hay perdón, no hay piedad, no hay dignidad sino que se maldice despiadada y sardónica”. (p. 830)
CONSEJO NÚMERO 3 DEL MONTAÑISTA. Mantén una buena condición física y aclimátate a la altitud gradualmente.
La montaña mágica es una novela para aclimatarse a la muerte. La enfermedad diagnosticada (la tuberculosis) parece ser solo una nomenclatura o una excusa para que el lector, junto con un joven confuso sobre su destino (Castorp), rompa la lógica de un guión prefabricado de vida y se sumerja en un ecosistema ajeno al arco dramático prototípico del capitalismo (nacer, estudiar, trabajar, casarse, conseguir una casa, tener hijos y morir) para que reflexione sobre otros sentidos ocultos sin el temor o la culpa de estar perdiendo el tiempo. El sanatorio a ratos se asemeja a una prisión, a ratos a un hotel de lujo donde uno vacaciona sorteando el sinsentido de la vida.
Una de las primeras premisas a conciliar es que el mundo de la gente saludable nada tiene que ver con el mundo de los enfermos; uno sencillamente no puede empatizar con la perspectiva del que afronta la vida desde otra condición. El cuerpo nos define y sus síntomas ejercen sobre los pensamientos una fuerza de coerción que el otro, el sano, solo podrá explicar mediante una condescendencia cursi o actos de caridad insignificantes. El enfermo debe olvidar la lógica del mundo sano y entender que la soledad de un cuerpo enfermo es la verdadera batalla que habrá de librar por el resto de sus días.
Sin embargo, en la misma enfermedad hay resistencias. ¿Qué permite mejor el buen desarrollo de un cuerpo enfermo?, ¿la negación de la enfermedad o su completa aceptación? Conozco gente que huye de los hospitales y de los instrumentos de medición, (termómetro, barómetro, oxímetro) como si fueran estos mismos lo que provocan el daño, o si no lo hacen, al menos, lo concretizan en la mente. Por otro lado, conozco muchas mentes enfermizas, quizá hipocondríacas, que creen exorcizar sus malestares con una atención casi permanente, hipervigilante y sumamente egoísta de los síntomas que aquejan su organismo. Sus alimentos intercambian el nombre de “comida” por el de vitaminas, proteínas y carbohidratos; su vestimenta ya no es moda o diseño sino telas justas o flojas que protegen mejor o peor del frío o del calor. Son personas en una guerra abierta con los más minúsculos malestares, se la viven en las clínicas y se hacen todo tipo de estudios, son asiduos de las terapias de rehabilitación, de masajes, y de visitas a nutriólogos, pedicuristas y dermatólogos. Siempre les duele algo.
Hans Castorp pasa por todas estas etapas y discute con Settembrini sobre qué estrategia es más adecuada tomar; el italiano es un partidario de la negación de los síntomas. Así como Voltaire rechazó el terremoto de Lisboa de 1755, él recomienda ir en contra de la fuerza de la naturaleza:
“Pues la naturaleza, a fin de cuentas, es un poder, y someterse al poder, adaptarse sin resistencias, es muestra de servilismo”(p. 362)
El cuerpo nos define, la enfermedad nos define. La mente de un cuerpo sano no puede entender la mente de un cuerpo enfermo, y viceversa, son posturas irreconciliables, y está bien que sea así. Cuando nos sentimos vigorosos, esperanzados y enérgicos no podemos ya reconocer a esa papilla decadente que éramos semanas, días o solo unas horas antes, ya no sabemos quién era ese engendro que apenas podía ponerse en pie. Y cuando caemos en el punto más bajo nos es imposible descifrar cómo en algún momento pudimos ser seres activos y funcionales, y nos es casi imposible tener la esperanza de que algún día volveremos a marchar en la incansable maquinaria de la existencia. Ahí están los de arriba, los tuberculosos de la montaña, que se pasan el día recostados en una tumbona filosofando, y miran con lástima a los de abajo; los pragmáticos, los saludables, que están condenados a seguir una cadena de éxitos para negar una verdad obvia para los de arriba: que la enfermedad y la muerte acechan y rigen cada una de nuestras decisiones.
CONSEJO NÚMERO 4 DEL MONTAÑISTA: Aprende técnicas básicas de escalada y manejo de equipo.
Si bien yo insisto en que no hay que tenerle miedo a La montaña mágica, por su volumen o por su prestigio, sí creo recomendable acercarse a la narrativa breve de Mann antes de escalar su obra maestra, en particular a La muerte en Venecia. No porque una y otra estén relacionadas a nivel estilístico ni argumental, pero el tema, tratado de un modo diametralmente opuesto en ambas novelas, tienen vasos comunicantes que nos preparan para los sentimientos que vamos a encontrar en la montaña.
Es cierto que la pluma ecléctica de Mann traza en La muerte en Venecia una atmósfera pura de matices sensuales, los cuales trastornan en edad tardía al protagonista, Aschenbach, quien encontrará en una pasión prohibida su última inspiración. En contraste con la delicada apreciación de las formas artísticas y humanas de La muerte en Venecia, en La montaña mágica la belleza física se reduce a una mera explicación biológica sobre su función como tejido. El doctor Behrens le descubre a un enamoradizo Hans Castorp sobre “el tejido mullido que, con sus células grasas, determina las exquisitas formas femeninas”:
—¿Y las curvas femeninas… decía usted que es grasa?
—¡Es grasa! Palmitina, oleína, estearina. ¿Qué esperaba? ¿Que fuera ambrosía?
—No, ya lo sabía, pero es curioso oírlo explicar así —dijo Hans Castorp” (p. 377)
Pese a su rigor clínico en las explicaciones emocionales, La montaña mágica también es, en cierto modo, una novela de amor. ¿No es Madame de Chauchat, ese gatuno personaje de risa macabra, la razón por la que Castorp, y quizá el lector, se queda tantas páginas esperando no sé qué en la novela? Después de una noche difusa en la que él se atreve a pedirle prestado un lápiz y entabla contacto con este personaje femenino que tiene una idea genial de la moral, ella le dice:
¿La moral? ¿Te interesa eso? Pues bien, nos parece que es necesario buscarla no en la virtud, es decir en la razón, la disciplina, las buenas costumbres, la honestidad, sino más bien en lo contrario, quiero decir: en el pecado, entregándonos al peligro, a eso que hace daño, a lo que nos consume. Nos parece más moral perdernos y perecer que conservarnos a toda costa. Los grandes moralistas no eran del todo virtuosos sino aventureros en la maldad, viciosos, grandes pecadores que nos enseñaron a inclinarnos cristianamente ante su miseria. Todo esto debe disgustarte bastante, ¿no es así? (Traducción del francés de Héctor Espinosa Fuentes)
A Hans Castorp no le disgusta y, aprovechando que hablan en otra lengua, se atreve a tutear a Madame de Chauchat lo que, para las normas de la época, era un movimiento de lo más atrevido.
“Entonces ella le besó en la boca. Fue un beso ruso, de los que se dan en ese país, tan vasto como apasionado, en las festividades cristianas más solemnes, como signo de consagración del amor. […] ¿Somos ambiguos al hablar ahora de un beso ruso o lo son Hans Castorp y Clavdia Chauchat al dárselo? […] ¿No es algo grande y bueno que la lengua no posea más que una única palabra para todo lo que puede comprender ese «amor», desde el sentimiento más piadoso hasta el más carnal y visceral?
Qué conmovedor resulta, páginas después, cuando, como dos amantes primerizos, se intercambian sus respectivas fotografías, pero, tratándose de un sanatorio de tuberculosos, en vez de una fotografía con el rostro de su amada, Castorp recibe una radiografía de su tórax:
“Luego se había arrojado sobre una silla y había sacado del bolsillo interior de su chaqueta el recuerdo que le había dado su amada, la prenda, que esta vez no consistía en virutitas de lapicero rojo, sino en una pequeña placa de cristal que había que mirar a contraluz para poder distinguir algo… el retrato interior de Clavdia, un retrato sin cara que, en cambio, mostraba la delicada osamenta de su tronco, sutilmente enmarcada por el fantasma de la carne, y los órganos de la cavidad torácica” (p. 504-505).
QUINTO CONSEJO DEL MONTAÑISTA: Siempre ve acompañado y avisa a alguien de tu ruta planificada.
Si bien es cierto que, hoy en día, la lectura de novelas es un arte irremediablemente solitario, estamos frente a una novela social, comunitaria, habitable, quizá la más habitable de cuantas se han escrito. Thomas Mann poseía la magia de convertir las palabras en seres de carne y hueso y, así como Los Buddenbrook o la inacabada Confesiones del estafador Félix Krull, esta es una novela que apacigua la soledad y es recomendable leer un capítulo cotidianamente para ver qué aventura le deparará a Hans Castorp cada día. Paulatinamente, nuestro protagonista va haciendo de una gran pandilla de amigos en el sanatorio, que terminan por convertirse en entrañables amigos del lector. Así, cuando sacan de uno de los dormitorios un cuerpo cubierto por una sábana, uno llora sabiendo de antemano qué paciente fue y todo lo que se ha perdido con su deceso.
Los enfermos de la montaña no la pasan nada mal, hacen excursiones cuando hay buen tiempo, tienen geniales sesiones espiritistas, comen todos los días juntos, se quejan, van a chismear a los cuartos de otros pacientes o a las oficinas de los médicos y escuchan música que compagina sus almas enfermizas en una misma melodía. Es un momento extraordinario de la literatura el día en que Hans Castorp descubre el funcionamiento del gramófono. Ligeramente harto de las dinámicas sociales del sanatorio y cansado de jugar al solitario en la baraja, Castorp se apodera de la maquinaria, aprende su uso y se responsabiliza de su mantenimiento. No tarda en catalogar los diferentes géneros, compositores e intérpretes y por las noches instaura su pequeña “dictadura musical”.
Para Hans Castorp la música es patria de una memoria inventada y ventana de emociones y recuerdos. El primer dj de la literatura, con su “pequeño ataúd mágico” (el gramófono) se ocupa del cuidado de la discoteca; incluso es pionero de las listas top 5 –que popularizaría Nick Hornby en High Fidelity– pues Thoman Mann describe con lujo de detalle los cinco clásicos que dialogan con las emociones de su protagonista:
1)Verdi – “Aida”,
2) Debussy – “Prélude à l’après-midi d’un faune”,
3) Bizet – “Carmen”,
4) Gounod – Fausto,
5) Schubert – “Der lindenbaum”.
Esta última pieza, no solo es importante en el capítulo, sino que contiene la clave general de lo que significa La montaña mágica. Castorp descubre en la música el hondo horror del vacío y una invitación a la muerte: “Merecía la pena morir por ella, por aquella canción mágica. Pero quien moría por ella, en realidad, ya no moría, y solo se convertía en héroe porque, en el fondo, moría por algo nuevo”.
“Morir por algo nuevo”, esas son las palabras que a uno se le quedan atoradas después de terminar de leer la obra cumbre de Thomas Mann. Pero es importante no dejarse arrastrar del todo por la locura a la que invita el aire ligero de la montaña. Creo importante, pese a que uno lee en soledad, le avise a amigos y conocidos antes de imbuirse en el capítulo intitulado “Nieve”; pues son probablemente las páginas más bellas y dolorosas que se han escrito en la Literatura universal, y ningún lector sale indemne después de explorarlas.
Solo así se entenderá el absurdo desenlace de la novela, ese que la mayoría conoce y que no es un spoiler porque en esta novela no existen tales cosas. Recuerdo que, después de todo lo que sufrimos en la pandemia, los seres que perdimos, los estragos que la enfermedad y la reclusión dejaron en nuestros cuerpos, se desató casi inmediatamente la guerra en Ucrania. Ese mismo sentimiento acompaña al lector, después de ochocientas páginas de batallar contra la enfermedad y el significado de la vida, cuando Hans Castorp por fin se decide a abandonar el sanatorio y lo vemos, por última vez, con una metralleta en brazos, asesinando gente, en los albores de la Primera Guerra Mundial.
La montaña mágica es una novela para leer y releer porque uno no puede quedarse con un final tan absurdo y, no obstante, tan certero; un final que desglosa la más triste de las verdades humanas: aquel que no está ocupado muriendo, está ocupado matando.
Así de absurda es la humanidad.