Guardamiserias
La buena improvisación siempre ha sido un tema nuestro. Aunque veces se nos olvida que carecemos de grandes jazzistas y estamos saturados de seudoactivistas, en las actividades nacionales siempre hemos podido componer bien a la hora de la hora: un cuchillo en el pasto para que no llueva, una cartulina a unos minutos de la clase, una pastilla azul para callar lloriqueos prematuros. Tristemente, nuestras improvisaciones de última hora, si resultan, es porque no estaban planeadas. Eso no lo supo Juan Carlos Osorio a la hora de presentar una alineación sin sentido: una improvisación planeada.
En el mismo estadio donde México enfrentó a Uruguay dando una muestra muy aceptable de lo que venía a futuro y donde los Broncos ganaron el Super Bowl, el sábado los chilenos perpetuaron el arte poética de su mejor poeta: Neruda. Alexis Sánchez, Eduardo Vargas y Edson Puch acumularon goles como Neruda acumulaba imágenes poderosas. Enumeraron goles y goles como Neruda versos y versos. Mientras los seleccionados mexicanos obedecían a su programación casi sanguínea del «así es aquí»; los chilenos aprovechaban una distracción perfectamente evitable.
Osorio nos había convencido por una elegancia y una cierta discreción a la hora de enfrentar a la prensa. Si José María Jiménez hubiera enfrentado al Piojo después del Uruguay/México estaríamos hablando de una golpiza segura o al menos de una enumeración de insultos tan amplia como el repertorio en verso del Canto General. Pero nuestro técnico cafetalero nos había convencido por sus normatividades a la hora de jugar en lo extra cancha. No abundan los comerciales, no hay polémicas con periodistas, no hay escenas de hijas endemoniadas. Ya en el campo, vimos actuaciones sorpresivas y muy eficaces de sus seleccionados. Jesús Corona traía un ritmo de juego tan bello como la musicalidad de Residencia en la tierra; Héctor Herrera recibía el balón, salía jugando y daba pases como si hubiera plagiado a un Iniesta despistado. La media y el ataque comenzaban a florecer como nunca. Canadá/México, creo, es la mejor muestra de los nuestros en este tránsito del colombiano. Un 3-0 potente, donde Hernández logró liberarse de sus propias trampas y Lozano funcionó mejor: de revulsivo. Las redes rivales brillaron ese día y también contra Uruguay. ¿Por qué? Porque teníamos un diseño de plataforma y jugamos bien. Nos faltaba evolucionar ese diseño y concretarlo para las competiciones posteriores (Olimpiadas y Mundial). Para ello, necesitábamos al mejor Layún, al mejor Héctor Moreno, al mejor Guardado y por supuesto: al mejor portero.
El México/Chile me recordó mucho el cuento del guardagujas de Arreola. En esta narración, un viajero llega a una estación donde existen los rieles pero no los trenes. Algo así nos pasó: teníamos once jugadores pero nada de futbol. Osorio quiso hacer rotaciones de porteros durante la copa sabiendo que uno de ellos es mejor que los otros dos por el liderazgo y la continuidad en su equipo. Banquearlo fue inaceptable y novato. Ninguna selección rota porteros como la nuestra y lo han hecho varios directores no por inseguridad, sino por otro mal mexicano tan desnudo en el ambiente empresarial: la soberbia. «Los tres son tan buenos que cualquiera puede», han dicho algunos técnicos. Los amantes saben que sólo esa persona es quien mejor sabe hacerlo. ¿Por qué no aplicarlo con los porteros? Ochoa no tuvo la culpa de la goliza nerudiana: fue quien escogió a Ochoa. Fue quien improvisó una alineación en la que Guardado, Layún, Aguilar, Herrera, Lozano y Dueñas involucionaron terriblemente. El peor Guardado es el que defiende; el peor Layún es el que es culpable de su imagen y su torpeza en la banda y no de su juego; el peor Herrera es el que tocó el balón como 5 minutos en todo el partido sin concretar sus pases; el peor Aguilar es el que sigue haciendo apología de la teatralidad dejando un pasillo amplísimo para 3 goles chilenos y el peor técnico es el que cree que un portero que sólo jugó 11 de 49 partidos en toda la temporada va a responder como Neuer. Corona venía de sufrir la depresión casi obligada que es pertenecer a Cruz Azul y de dar partidos muy por debajo de su mismo nivel; necesitábamos a ese Corona olímpico que ya no está, que sólo va a regresar cuando su equipo regrese a ser imponente. Mientras tanto, Talavera, guardián de infiernos dantescos, venía de ser un buen líder en su equipo y de dar una actuación tremenda contra Uruguay. Incluso Cavani se acercó a rumorearle algo después de esa atajada: Talavera funcionó como el gran cancerbero de Dante. Si vienes de dar tu mejor partido contra una potencia futbolística, ¿para qué la necedad de las rotaciones? Contra Venezuela, Corona no funcionó como debería y Ochoa contra Jamaica… Bueno, ¡es Jamaica!
Encuestas facebookeras y demás lo dejaban como el mejor para el partido contra Chile. Mucha afición funciona mejor a partir de lo que la mayoría rumora: así pasó con Fox para el 2000 y con Mancera para el DF. Nuestra democracia es así: empeoramos mejor en grupo sabiendo que la tragedia puede evitarse. Igual con el amor o con la alineación de la selección. Planeamos decisiones sabiendo a qué estación van a llegar. La estación a la que tiene que llegar el viajero del cuento de Arreola es «T.», pero, como le dice el guardagujas, «podría darse el caso de que creíste haber llegado y sólo fue una ilusión». Democracia y éxito futbolístico: la llama doble que nunca prende de verdad. Nuestra afición cae en ese espejismo: aunque veíamos que el paisaje iba quedando atrás y que el tren llevaba moviéndose semanas, siempre estuvo detenido.
La cruda siempre dura más que la fiesta. En la zona donde la felicidad está lejos y el dolor nos invade como una hiedra por todos lados, hacemos el intento por tomarnos en serio el acto de la reflexión aunque después acabemos en las mismas. Los amantes y los que cedieron por la ebriedad nunca han dejado de ser «el peor es nada». Nuestra afición funciona de una forma casi gemela: después de un 7-0 frente a una selección mal dirigida (sí, Chile venía de ser mucho más mal dirigido que México), la afición nacional celebrará en unos meses un 3-0 molero contra cualquier selección caribeña o el equipo B de una europea. Engañada por sí misma, la afición también tiene su «ya no voy a tomar», «ya no le voy a escribir».
La selección funciona como la empresa ferrocarrilera del cuento: «una empresa que sólo es fama, taquillas, boletos y publicidad, pues en realidad nadie sabe cuándo pasa el tren, a dónde va, dónde se detendrá o si avanzará». Los seleccionados nos pidieron perdón como los peores enamorados: después del engaño. Por más que se responsabilicen el daño permanece. La guía metafórica de usar el medallero y las selecciones de futbol como termómetro social, político y económico sigue siendo bastante fiel. Ahí está Brasil y ahí está Alemania; ahí está Estados Unidos y ahí andamos nosotros.
Hemos guardado miserias durante años, ya no sólo en nuestro futbol: como ciudadanos, como amantes, como amigos, como enamorados y como individuos.
Esa misma noche, se preparaba una goleada trágica de México hacia México en la ondulada tierra oaxaqueña.